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La falacia de los derechos sociales

La falacia de los derechos sociales

No existe tal cosa como la educación, la salud o la vivienda gratuita. Alguien siempre tendrá que pagar por ellas.

En nuestra agenda pública actual, la mejor falacia es sin duda aquella que ha comenzado a elaborarse en torno a los mal llamados “derechos sociales”. Porque no existe tal cosa como un “derecho social”. El régimen de derechos afecta únicamente a ciudadanos individuales, y tiene por causa precisamente el proteger al individuo de los abusos de sus pares individuales o de la sociedad dispersa –sociedad civil- u organizada –el Estado-. En consecuencia, un “derecho social” carecería de sujeto. Por el contrario, si yo hago valer –incluso junto a un grupo de amigos o gremio- alguna garantía civil, lo hago a título personal, variando únicamente el recurso –acción individual o colectiva- para exigir la misma, quedando en consecuencia bien definido el sujeto de derecho.

La generalidad que subyace a cualquier “derecho social” da cuenta de que no se trata realmente de un derecho, sino de un mero deseo o expectativa planteada al Estado y la Constitución: educación, salud, vivienda, un medio ambiente limpio, etc. Todo mediante eslóganes pegajosos que no se pueden sostener ni justificar con ningún argumento sólido desde el punto de vista intelectual y práctico.

Pero la realidad es muy distinta. No existe tal cosa como la educación, la salud o la vivienda gratuita. Alguien siempre tendrá que pagar por ellas. Si el Estado se transforma en el prestador, tendrá que echar mano a los fondos públicos. Otra falacia. No hay tal cosa como recursos naturalmente públicos. El Estado, por definición, no crea riqueza. Simplemente distribuye lo expropiado a los ciudadanos. Es decir, quita a algunos mediante el uso de la fuerza –por algo son “impuestos” y no “voluntarios”- y da a otros que en nada contribuyeron a la creación de ese valor expropiado.

Como todos somos ciudadanos, a todos nos quita para luego asignarnos nuestro beneficio, conservando, obviamente, una pequeña –o no tanto- comisión a modo de intermediario. El Estado es el mejor comisionista en el mercado (¿lucra el Estado?).

¿No sería más lógico evitar al comisionista? ¿No resulta más adecuado que aquellos que crean valor y se esfuerzan por conseguir su individual visión de la felicidad lo hagan sin perturbaciones ni interferencias?

Es cierto que aquello deja un vacío en torno a las personas que no pueden realizar ni aun sus necesidades más básicas. Pero mi argumento no va contra el cuidado social mínimo y subsidiario de los más débiles. Va contra la falacia de la universalidad de lo gratuito como una especie de maná sin costo ni límite alguno. Va contra la promesa de felicidad instantánea y, lógicamente, sin esfuerzo.

 

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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