Los «cisnes negros» y lo mejor de lo nuestro
En el libro «Nuclear war, a scenario», escrito el año pasado y que fue candidato al Pulitzer, la periodista estadounidense […]
Publicada en La Segunda, 23.04.2025
Publicada en La Segunda, 23.04.2025
Autor: Fernando Claro
No soy vaticanólogo, «ciencia» extraña que mezcla geopolítica con el deseo de conocer disputas entremedio de columnatas, incienso y sotanas multicolores. Sus analistas, además, parecen más emocionados por el champagne que corre entre los pasillos que otra cosa, así que, sobre el Papa recién muerto, solo me pronunciaré acerca de lo que cualquier humano pudo ver, cuando, por ejemplo, vino a Chile.
Además de los desérticos eventos en el norte —y sur—, hizo un papelón defendiendo a la Iglesia encubridora de abusos, tonteando incluso a los fieles de Osorno. Después pidió perdón, aunque acusó ignorancia, algo imposible. Vivía en un negacionismo total, igual que sus fieles columnistas, quienes obnubilados celebraban la visita como un éxito y bendición. Todo a pesar de que hacía el loco en calles semivacías y a que las vallas papales frente a la Nunciatura sobraron todos los días.
«Bergoglio tendrá que ser recordado como un Papa antimoderno, representante de una Iglesia latinoamericana que, influida desde Europa, intentó alejarse de la Ilustración, el liberalismo y la propiedad privada».
Bergoglio murió, además, sin dar explicación por los abusos de sacerdotes en el colegio jesuita bonaerense donde fue líder. Aplicaban su modus operandi: abusador en la metrópoli se envía a pueblo. Por eso sorprende que sea hoy día idolatrado por generar una «revolución institucional» en el Vaticano —que nadie explicita— y por ser una especie de paladín persecutor. Se entiende alabar al finado, pero ha sido mucho.
Lo que hizo el Papa lo hubiese hecho cualquiera. Algo había hecho Benedicto y se hizo todo, al final, por una presión pública mundial irrefrenable que venció el negacionismo y la mafia que seguía —y sigue— operando. Esa presión se inició quizás con las denuncias contra el encubridor de Boston, el Cardenal Law —a quien, a propósito, este Papa desvergonzadamente fue a despedir—.
Bergoglio tendrá que ser recordado, además, como un Papa antimoderno, representante de una Iglesia latinoamericana que, influida desde Europa, intentó alejarse de la Ilustración, el liberalismo y la propiedad privada, ideas pecaminosas, individualistas y destructoras del cristianismo.
De ahí su autoimpuesta superioridad moral; su negación de la realidad; y las constantes confusiones de conceptos filosóficos y económicos que hicieron mucho mal, especialmente a los pobres, a quienes decían «amar» con su filosofía pobrista. Contaminaron así intelectualmente, y hasta el día de hoy, a millones de sus feligreses —en Chile, el epítome de este liderazgo fueron los «Cristianos por el Socialismo» durante la UP—.
El Papa fue un opinólogo y un operador político incontrolable y en el último tiempo fue escandalosa su errática relación con Nicaragua, la única de las dictaduras que tuvo el «privilegio» de ver avanzar en su totalitarismo socialista —y cristiano en sus inicios, con ministros-sacerdotes—. Olvidándose de su incontinencia verbal, se mantuvo silente incluso a pesar de que perseguían y encarcelaban a los católicos, hasta que la presión fue más fuerte. Que en paz descanse, pero no hay que olvidarse.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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