Seguridad cuando conviene
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Publicado en El Mostrador, 14.10.2021Durante estos días se cumplen ya dos años desde el estallido social iniciado el 18 de octubre del 2019, y del cual todavía estamos viviendo sus repercusiones en distintos aspectos, como lo político, lo constitucional, y así como también sus consecuencias en materia de violencia y destrucción del espacio público. A dos años del 18-O se ha derramado una marea de tinta al respecto y muchos intelectuales han tratado de analizar el fenómeno desde distintas perspectivas, pero muy pocos desde la economía política y con la evidencia en la mano. De esta forma, no se ha puesto un verdadero énfasis en los aspectos económicos del malestar y en la evidencia empírica que cuestiona la mayoría de los lugares comunes en torno al 18-O. Para subsanar estas deficiencias y estos vacíos en el debate público, es que he contribuido con el libro titulado: Atrofia: Nuestra encrucijada y el desafío de la modernización (Paniagua, 2021).
A pesar de aquel derrame de tinta y de los análisis hechos para explicar el estallido, pocos han puesto énfasis en el real proceso de deterioro del bienestar social y económico que han experimentado muchos chilenos en los últimos años. Esto es lamentable, ya que es probable que el malestar y la furia que se desbordaron en octubre del 2019 estén relacionados con este proceso de deterioro del bienestar económico y social en Chile. En esta columna examinaremos dos elementos claves y contrastantes del debate en torno al estallido: primero, cuestionaré y pondré en duda una de las tesis más conocidas –y uno de los mitos más errados– respecto al malestar social: que el origen de la crisis se encuentra en la desigualdad económica. Segundo, trataré de presentar una tesis alternativa relacionada con una crisis relativa de bienestar, producto de la atrofia de nuestra modernización y una desaceleración económica sin precedentes.
La tesis más mencionada después del 18-O, es que Chile sería el país más desigual de Latinoamérica y uno de los más desiguales del mundo, en donde la desigualdad económica sería tan brutal y lacerante, que condujo a muchos chilenos a revelarse violentamente contra un sistema que exacerbaba y profundizaba dicha desigualdad. Esta tesis es falsa por varios motivos.
Primero, si vemos la evolución de la desigualdad económica en Chile, podemos ver que, desde 1990 en adelante, muchos de los índices de desigualdad han disminuido bajo distintas mediciones. Tanto el coeficiente de Gini como el coeficiente de Palma han disminuido durante el proceso de modernización capitalista chileno, como se puede ver en la Tabla 1 abajo. Existen bastantes estudios y evidencia empírica respecto a la desigualdad económica en Chile que demuestran que dicha desigualdad y la concentración de la riqueza no han aumentado significativamente en estos últimos 30 años, sino que más bien estas han disminuido, mejorando la mayoría de los índices de desigualdad respecto a aquellos de los años 80 del pasado siglo (ECLAC, 2017; Flores, et al., 2019; Larrañaga, 2016; PNUD, 2017, 2019; Sapelli, 2016; Paniagua, 2021; Peña, 2020; Urzúa, 2018).
Segundo, un estudio realizado por el exministro de Hacienda Rodrigo Valdés (2018), señala que el modelo chileno en realidad ha mejorado las oportunidades económicas y el bienestar de manera transversal, mejorando sobre todo la situación de aquellos menos favorecidos. Valdés estimó que el 10% más pobre de la población subió sus ingresos entre 1990 y 2015 en un 439%, el 20% más pobre de la población en un 437%, mientras que el 10% más rico lo hizo solo en un 208%. Es decir, el bienestar económico en Chile mejoró para todos los sectores sociales (la torta se ensanchó para todos), pero además se repartió sobremanera hacia los sectores medios y más pobres del país. Esto también se ve reflejado en los índices de movilidad social, los cuales evidencian que Chile tenía una alta movilidad social intergeneracional en relación con el resto del mundo (OCDE, 2018).
Tercero, a nivel comparado dentro de Latinoamérica, podemos ver que Chile se ubica hoy dentro del promedio de desigualdad de la región, mostrando una disminución de la desigualdad y pasando de ser uno de los países más desiguales de la región a inicios de los años 90, a estar hoy dentro de la media regional de desigualdad (CEDLAS, 2020; ECLAC, 2016; Amarante, et al., 2016). Así, si uno examina la evidencia en torno a los niveles de desigualdad de la región, podemos ver que Chile no es necesariamente más desigual que Brasil, Paraguay, Colombia, Bolivia o Ecuador, pero sí más desigual que Argentina y Uruguay. De esta manera, si fuera por la desigualdad económica y de ingresos, el continente entero tendría que estar sumido en las llamas y en revueltas violentas contra dicha desigualdad.
En síntesis, la evidencia histórica de distintos estudios, realizados por diversos autores con distintos métodos estadísticos y comparativos, pereciera indicar realmente una sola cosa: una lenta pero sostenida reducción de la desigualdad económica y de ingresos en Chile desde 1990, lo que hace que el país esté hoy dentro del promedio de desigualdad regional; es decir, ni muy mal, ni muy bien en materia de desigualdad. Todo esto señala que es absolutamente errado creer que Chile es el país más desigual de la región o del mundo, y que sería la desigualdad el motivo fundamental de nuestra crisis actual (para más detalles consultar aquí). En simple y como ya lo advertía Voltaire: “No es la desigualdad la verdadera tragedia, sino la dependencia”.
Ahora, visto que el mito más polémico en torno al estallido social queda refutado por la evidencia, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿qué podría explicar entonces las causas subyacentes a nuestra crisis social? Una vez despojados de aquellos falsos argumentos con relación al malestar, podemos poner finalmente foco en la evidencia económica que sugiere que el estallido social de octubre del 2019 estuvo fuertemente relacionado con un importante deterioro del bienestar social y económico de los chilenos.
Debemos señalar que el fenómeno de octubre ocurre paralelo a la peor década de desempeño económico que ha tenido Chile en los últimos treinta años. La época dorada de nuestro crecimiento económico (1990-1999) ocurrió hace ya más de dos décadas, y el país lleva ya años creciendo muy por debajo de lo necesario para sustentar un proceso modernizador. El promedio de crecimiento económico anual hasta el 2012 fue de un 5,2% y desde entonces ha disminuido sostenidamente. De hecho, esta última década (2010-2019) ha sido el decenio con el peor crecimiento económico promedio (3,3%) desde la década de los 70 del siglo pasado (2,5%); una desaceleración económica considerable. Todo esto queda en evidencia en la Tabla 2 abajo.
Así las cosas, podemos advertir una contradicción profunda en la modernización chilena: un acelerado proceso de modernización que duró aproximadamente 20-25 años (1985-2011), seguido de un profundo proceso de atrofia de nuestra modernización y de una marcada desaceleración económica. De hecho, los datos muestran que, mientras en la década de los noventa del siglo XX Chile crecía a más del doble que la economía mundial (2,2 veces el crecimiento de la economía mundial), luego, los siguientes quince años (2000-2015), el país sacó el pie del acelerador económico y empezó a crecer solo un 70% más rápido que el resto del mundo; finalmente, para el periodo 2015-2021 bajamos otro escalón más, creciendo apenas a la mitad que la economía mundial (solo 0,6 veces el crecimiento mundial) (ver análisis aquí). En simple, en tres décadas pasamos de ser los “jaguares de Latinoamérica” –con un proceso de modernización acelerado sin precedentes– a ser un país chato, polarizado y atrofiado, que crece apenas a la mitad de velocidad que el resto del mundo. Es difícil creer que nuestra crisis no tenga relación directa con esta crisis relativa de bienestar.
Dicho proceso de desaceleración económica evidenciado en la última década se hace aún más evidente y marcado cuando comparamos, no solo el desempeño entre distintas décadas, sino también durante periodos económicos específicos, que nos permiten medir en el tiempo y capturar mejor la desaceleración ocurrida en distintos periodos de nuestra modernización. Esto se puede observar con más detalle en la Tabla 3 abajo.
Este mal desempeño económico coincide además con el fin del ciclo del “boom de los commodities” (2000-2015 aproximadamente) que sostenía el crecimiento de la mayoría de los países de América Latina. No por nada, el fin del boom económico en el continente coincide precisamente con el hecho de que en el 2018-2019 hubiera cerca de una decena de países latinoamericanos (tanto de derecha como de izquierda) con protestas y manifestaciones violentas. Es difícil creer que lo ocurrido en Chile no sea también parte de una convergencia natural a dicho proceso de deterioro del bienestar ocurrido en el continente.
En conclusión, nuestra crisis social pareciera ser el producto de una atrofia de nuestra modernización; una nefasta mezcla entre: 1) una fuerte desaceleración económica y salarial; 2) una grave desilusión producto del fin de la meritocracia y la expansión del bienestar relativo; y, finalmente, 3) un persistente deterioro de la confianza en las empresas nacionales y en el sistema educacional (los miserables abusos y falsas promesas).
Así, más que ser una crisis o derrumbe del supuesto “modelo neoliberal”, lo que estamos experimentando es una atrofia de la modernización: un fuerte agotamiento de nuestro fugaz progreso y las lamentables repercusiones de nuestra incapacidad de generar un rápido bienestar social generalizado. Con todo, el verdadero desafío de esta década pareciera estar entonces ya delineado. ¿Haremos oídos sordos a la evidencia?
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Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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