Viajando a Punta Arenas
En estas semanas me ha tocado recorrer el sur y extremo sur de Chile por diversas razones. Como nunca estoy convencido de que pocas actividades enseñan más sobre el país que recorrerlo. Pero se trata de visitarlo con el ánimo de aprender, escuchar, no de pasar a vuelo de pájaro, pontificando desde Santiago, creyendo que por venir uno de la metrópoli lleva las recetas para todos los males nacionales bajo el brazo.
Cuando uno llega a Puerto Montt, Puerto Varas, Osorno, Punta Arenas o Puerto Natales, siente de inmediato que son ciudades que han conocido la prosperidad en los últimos decenios. Percibe que su perfil urbano ha cambiado, que circulan más automóviles, que hay más y mejores casas, que las tiendas y los consumidores se han beneficiado de la modernización y la globalización, en suma, que el país también ha cambiado en forma sustancial. Se puede discutir sobre el ritmo de ese desarrollo, sobre su costo medioambiental o la falta de equidad o justicia con que viene aparejado, pero hay que reconocer que lo que marca a esas ciudades, al igual que otras del país, es su desarrollo, la ampliación del consumo y la mejora en la calidad de vida e integración con el mundo.
Junto con ello, uno detecta la preocupación de las personas. Es una preocupación que está a flor de piel, que no tarda en expresarse y que dice relación con varios factores. El primero, al menos en el sur y extremo sur, es la inquietud con respecto a no saber hacia dónde marcha el país. Es una sensación difundida, que se expresa rápido en las conversaciones y que refuerza la convicción de que aquellos que conducen a Chile (y aquí se mete en el mismo saco a toda la clase política), no entienden de GPS, timón, velas ni vientos para pilotearlo. ¿Usted sabe para dónde vamos?, le preguntan a uno. Tanto que ganan los políticos, y tan lejos que están, agregan. No les interesamos, y por lo mismo a nosotros poco ya nos interesan.
Fuera de la sensación de orfandad, hay algo más que resulta evidente: el recelo hacia quienes representan de una u otra forma al centralismo. En las conversaciones conviene, por lo general, partir aclarando que uno tampoco vive en Santiago. A partir de ese momento uno siente mayor sintonía con los habitantes del sur, otro tono en los magallánicos. Allí uno constata que a quienes son de esas regiones los une la decepción que les causa el centralismo, el discurso paternalista e insensible que emite, el rechazo a los políticos que se camuflan como regionalistas para conseguir votos.
Sin embargo, y pese a los lamentables déficits del gobierno, el sur sigue mostrando su carácter sólido y una resiliencia al naufragio. En esos parajes y ante esa gente uno se da cuenta de que Chile es un país al que cuesta mucho hundir y deprimir. Pero también uno nota que se trata de un país que, al mismo tiempo, cuenta con un bajo umbral de tolerancia ante la crisis, la inestabilidad, la incertidumbre, el manejo desprolijo de los asuntos gubernamentales. Hay otros países en el vecindario, que no viene al caso mencionar, que saben navegar con tranquilidad por aguas nacionales procelosas. ¿A qué se deberá que somos tan diferentes? ¿Tal vez a que somos ultra sísmicos y a que se nos encienden todas las alarmas en cuanto tiembla la tierra? ¿Será por eso que reaccionamos de modo severo cuando una administración, como la de Bachelet, se desdibuja, pierde la ruta de navegación y no muestra liderazgo?
Son meras suposiciones no basadas en estudios ni encuestas, pero lo cierto es que en los últimos años de poco han servido en el mundo las encuestas políticas. De poco han servido también las explicaciones tradicionales en política, porque hoy reina la incertidumbre y nadie monopoliza la representación de la mayoría que se abstiene en las elecciones. Esa incapacidad de los políticos hoy de explicar los fenómenos y de prever los desarrollos futuros sólo incrementa la sensación de fragilidad de la nave nacional, lo que se advierte con mayor claridad en regiones.
No sabemos hacia dónde va esta nave. Sentimos que queda a merced de los vientos y de las emociones, de los sentimientos de última hora, de la voluntad de minorías que logren articularse y creen un mensaje que seduzca al menos por un tiempo. Lo cierto es que el país carece de rumbo, de mirada de futuro, de un horizonte utópico mínimo que una a los chilenos más allá de los partidos cruciales de la selección, la Teletón o la solidaridad ante terremotos y tsunamis.
En este viaje al sur y extremo sur percibí ese estado anímico en el cual la base de la unidad de los chilenos la brinda la incertidumbre compartida sobre el destino del país. Es una mirada preocupada con respecto a la gran nave, pero no con respecto a la vida individual, familiar o laboral, ámbitos en los cuales las encuestas registran una satisfacción sorprendentemente elevada entre la población. Por eso es probable que aumente gradualmente entre los chilenos el deseo de sentirse comprendidos y protegidos. Si la popularidad de Bachelet en 2013 se debió en parte a que ofrecía un liderazgo protector frente al vertiginoso y desigual desarrollo de Chile, es probable que a partir de ahora los chilenos busquen un liderazgo protector pero de signo nuevo, un liderazgo que implique conocimiento, previsión, diálogo, claridad, conducción, justicia, igualdad entre regiones, unidad nacional y visión de futuro.
Recientemente The Economist apuntaba que los políticos, o mejor dicho, la política experimenta en el planeta una crisis debido a que está siendo despojada de sus atribuciones por dos factores que operarían como una pinza letal: Por un lado, la globalización y las organizaciones internacionales, que operarían “desde arriba”. Por otro lado, la emergencia de las redes y movimientos sociales, que operarían “desde abajo”. Esa pinza impondría delicadas limitaciones a la política tradicional. Al agregarse la desconfianza que se siente frente a una clase política ya de por sí cuestionada, el reencuentro entre ciudadanía y políticos se volverá más arduo en regiones, donde la situación política se vuelva en estos años probablemente más líquida que en la Región Metropolitana.
Las opiniones expresadas en la presente columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.