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Le pasó a Podemos, le pasa al Frente Amplio Publicado en El Líbero, 02.05.2025

Le pasó a Podemos, le pasa al Frente Amplio

imagen autor Autor: Juan Lagos

Podemos nació en 2014 como el partido que prometía «tomar el cielo por asalto» y romper con la vieja política en España. En las elecciones generales de 2015 alcanzó más del 20% de los votos, convirtiéndose en la tercera fuerza del país. En 2016 logró cooptar a toda la izquierda del PSOE a nivel nacional a través de Unidos Podemos. Su horizonte era gobernar como primera fuerza y no estuvieron lejos de lograrlo. Hoy apenas son una fuerza residual en el espectro político español y no parecen poder dar vuelta esta desmejorada situación en un mediano plazo. Pero la advertencia que deja Podemos no es solo electoral —mal que mal los ciclos políticos suben y bajan, a veces por razones que escapan del control de los partidos—, sino moral y personal: sus líderes terminaron encarnando todo lo que decían despreciar. La caída de Podemos no es solo una historia de urnas cada vez menos llenas, es la historia de la transformación de sus líderes en todo aquello que juraron combatir.

«…si algo ha quedado claro en estos años es que no se trata solo de que hayan traicionado sus ideales: es que esos ideales, tal como los defendieron, eran inviables desde el principio. No es que se hayan desviado del camino; es que el camino nunca llevaba a donde prometían».

Esta transformación ha vuelto al centro del debate político en España y no precisamente por denuncias de la derecha, sino por la creciente incomodidad que se manifiesta desde la extrema izquierda. Pablo Iglesias, que en sus inicios reprochaba a los políticos sus privilegios y prometía no abandonar nunca el popular barrio de Vallecas, terminó comprando un chalé en Galapagar: 268 metros cuadrados construidos, en una parcela de 2.000, en una de las zonas más exclusivas de Madrid. Iglesias, que justificaba las funas en los domicilios de los políticos de derecha como «jarabe democrático», fue víctima de ese mismo acoso en 2020 y reaccionó con furia, denunciando el hostigamiento como una grave injusticia. No solo cambió de discurso, sino que abrió su libro Verdades a la cara precisamente relatando el acoso sufrido, el mismo que celebraba cuando era contra otros.

Antes, reivindicaba su condición de mileurista y condenaba a quienes ganaban más que eso. Hoy es dueño de un canal de televisión y de una taberna en el barrio de Lavapiés. No ha construido una empresa capaz de generar empleo o valor agregado; más bien, vive de la ilusión ajena, financiando sus proyectos mediante crowfunding. Y, lo más revelador: a pesar de recaudar fondos apelando a la colaboración colectiva, nunca que se le ha pasado por la cabeza que esos aportes se traduzcan en participación real o en derechos de decisión para quienes financian sus aventuras. No hay cooperativa, no hay gobernanza compartida, no ha cogestión, como tantas veces ha defendido para los recursos de los demás. Iglesias prefiere seguir siendo el único dueño, repartiendo pequeñas recompensas a los aportantes como si se tratar de un influencer cualquiera. Cuando ya se asomaba la decadencia de Podemos en 2021, Luca Costantini cerraba su libro Al olor del dinero: La verdadera historia de Podemos advirtiendo que al partido morado le quedaba «muy poco de regeneración, pero sí se puede montar un buen negocio». No se equivocaba, Iglesias ya ha conseguido más de 81.000 euros de los 146.000 que se propone conseguir.

Me habría gustado poder celebrar la compra del chalé de Pablo Iglesias y el desarrollo de su bar. Al fin y al cabo, el progreso material, mientras se alcance por medios legítimos, siempre es una buena noticia, incluso si beneficia a personas con las que uno no comparte afinidades políticas. El problema es que, en este caso los números no dan. La hipoteca que Iglesias e Irene Montero obtuvieron para financiar su casa en Galapagar —un inmueble que dicen que les costó 600.000 euros— fue otorgada en condiciones inusuales por la Caja de Ingenieros, una cooperativa financiera con claros vínculos con el independentismo catalán. Mientras el común de los españoles solo puede aspirar a préstamos que cubre hasta el 80% del valor de la propiedad en el mejor de los casos, ellos recibieron financiamiento por el 90%, algo impensable en el mercado español. Simulaciones realizadas por muchos españoles, usando los mismos datos que la pareja declaró, arrojaban sistemáticamente la negativa del sistema automático de la entidad a conceder tal crédito. Según los cálculos que circulan desde entonces, la única manera de cuadrar las cuentas sería con una tasa de interés cercana al 0,10% anual, un privilegio reservado —una tasa que roza el obsequio, mejor dicho—, al parecer, solo para clientes muy especiales. Iglesias, que tanto ha hablado de privilegios, sigue sin explicar cómo consiguió el suyo.

De Íñigo Errejón, aunque hoy enemistado con Pablo Iglesias, también hay algo que decir. Fue uno de los impulsores más entusiastas de las leyes que debilitan la presunción de inocencia bajo la bandera de la causa feminista. Desde su escaño, defendió sin matices marcos legales que facilitan la inversión de la carga de la prueba y restringen las garantías penales. Sin embargo, bastó con una acusación de agresión sexual en su contra para que volviera a reivindicar las banderas de un derecho penal liberal. Aquello que durante años despreció como herramienta de los poderosos, pasó a ser —cuando le tocó de cerca— una conquista civilizatoria que debía protegerse. Entre ambos, se repite el mismo patrón, aunque con distintas salidas. Iglesias terminó por abrazar, tarde y mal, el valor de la empresarialidad, pero en su versión más pobre: sin riesgo, sin innovación, sin creación de valor, financiado por la ilusión ajena a través de plata regalada. Errejón, en cambio, ha debido abrazar las garantías procesales, esas mismas que contribuyó a erosionar, pero a las que se aferró cuando sintió que podía necesitarlas.

Sería cómodo despachar todo esto como simple inconsecuencia personal, como si estos líderes de la izquierda española fueran apenas dos hipócritas más que no estuvieron a la altura de sus propias promesas. Pero la explicación es mucho más interesante. Porque si algo ha quedado claro en estos años es que no se trata solo de que hayan traicionado sus ideales: es que esos ideales, tal como los defendieron, eran inviables desde el principio. No es que se hayan desviado del camino; es que el camino nunca llevaba a donde prometían. Por eso despreciaban la propiedad privada, la empresarialidad, las garantías procesales y la legítima aspiración a prosperar económicamente: porque nunca habían tenido que enfrentar la necesidad real de esas cosas. Quizás las despreciaban, en el fondo, porque las desconocían. Y la realidad —que tiene la mala costumbre de no adaptarse a los eslóganes— les terminó imponiendo aquello que no supieron anticipar ni entender.

Todo esto no es una peculiaridad española. Es, más bien, el desenlace habitual de cierto tipo de proyectos políticos que combinan egolatría con ideas impracticables. Y por eso la historia de Podemos debería ser leída en Chile con atención. Porque el Frente Amplio avanza por el mismo camino, y las primeras señales ya son visibles. «Cuando fui a la primera ecografía, tomé conciencia de que lo que hagamos o no hagamos en política hoy determina el país en el que va a vivir mi hijo», confesó hace algunos meses el candidato presidencial del Frente Amplio Gonzalo Winter al anunciar que sería padre. Resulta difícil no preguntarse: ¿de verdad hacía falta llegar a un acontecimiento tan personal para entender algo tan básico? ¿Habrá tenido hijos Vlado Mirosevic cuando en 2017 vociferó con entusiasmo:«“¿Por qué chu… no nos damos permiso para hacer una innovación política? Y si resulta mal, qué tanta hue…»?

En el fondo, lo que estas confesiones revelan es algo más grave que una simple falta de experiencia: es la distancia entre la ligereza con que deciden y la seriedad de las vidas que afectan con esas decisiones. Han convertido la política en un escenario de ocurrencias, donde la audacia se mide por la capacidad de decir lo inesperado y no por la responsabilidad de sostener lo necesario. Por eso no sorprende que solo cuando la vida les golpea de cerca —cuando el hijo por venir, la casa por pagar o la amenaza judicial dejan de ser abstracciones— empiecen a descubrir verdades que siempre estuvieron ahí, al alcance de cualquiera dispuesto a mirar el mundo con menos soberbia.

Esa es, al final, la trayectoria habitual de estos movimientos: comienzan negando las aspiraciones legítimas de la mayoría —la seguridad, la estabilidad, el progreso personal— y terminan defendiéndolas, pero solo cuando ya es demasiado tarde para sostener la coherencia. No porque hayan madurado políticamente, sino porque descubrieron, a la fuerza, que sin esas cosas tampoco ellos pueden vivir. El problema es que, mientras aprenden, juegan con el futuro de los demás. Ensayan sobre las vidas ajenas lo que jamás se permitirían improvisar sobre la propia. Y así, bajo la bandera del cambio repiten el mismo patrón: políticas fracasadas, instituciones dañadas, familias expuestas a las consecuencias de una irresponsabilidad que ellos solo empiezan a comprender cuando ya no les queda otra opción.

En el fondo, los cambios que apreciamos en los líderes de izquierda no se deben a la inconsecuencia en sus ideas, sino más bien porque las ideas tienen consecuencias. No es que hayan traicionado sus ideas, es que sus ideas los traicionaron a ellos. Porque hay causas que no fracasan por mala suerte, sino porque son, desde el origen, impracticables. Ideas construidas contra la experiencia más básica de la vida. Tarde o temprano, quien las defiende se verá obligado a retroceder, a justificarse, a acomodarse a aquello que antes combatía. Y entonces dirán que cambiaron, que aprendieron, que maduraron. Pero no es más que la rendición inevitable de quien apostó por una fantasía política que no resiste al contacto con la realidad.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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