El riesgo de la memoria litúrgica
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Publicada en El Líbero, 16.08.2024Alberto Fernández, el expresidente de Argentina y uno de los fundadores del Grupo de Puebla, ícono del progresismo en Iberoamérica, se encuentra ahora en el ojo del huracán. No solo enfrenta acusaciones de corrupción que han surgido durante y después de su mandato, sino también serias denuncias de violencia intrafamiliar. En Argentina, donde el legado kirchnerista parece haber convertido a la corrupción en un mal casi tolerable, las acusaciones recientes contra Alberto Fernández en el «escándalo de los seguros» han quedado relegadas a un segundo plano. Lo que realmente indigna a muchos trasandinos es la flagrante hipocresía y la indignidad moral que estas situaciones revelan en la figura de Fernández.
«La caída de Fernández no solo expone sus propias inconsistencias personales, sino que también resalta las falencias de un movimiento que, en su afán por sostener a sus líderes, se revela insostenible y dispuesto a traicionar sus propios principios».
Durante su mandato, Alberto Fernández no perdió oportunidad para presentarse como un aliado incondicional de las causas feministas. Se erigió como el defensor de una justicia con perspectiva de género, una justicia que, según su propio discurso y el de sus aliados, debía siempre dar crédito a la palabra de la mujer. En innumerables ocasiones, los progres del otro lado de la cordillera han defendido que la declaración de una mujer en casos de violencia debía ser considerada como plena prueba, un principio que, según ellos, debía ser inamovible en cualquier sociedad que se precie de progresista.
Pero ahora que las acusaciones tocan a su propia puerta, la narrativa cambia. De repente, las voces que antes exigían creer a las mujeres sin cuestionamientos ahora piden cautela, sugieren la posibilidad de malentendidos y ponen en duda las palabras de Fabiola Yáñez, la expareja del presidente y presunta víctima de esta violencia. Este cambio de postura no solo evidencia una profunda hipocresía, sino que además expone la doble vara con la que el feminismo progresista mide estos casos. La tan pregonada «justicia con perspectiva de género» parece ser aplicable solo cuando los acusados no pertenecen al círculo privilegiado de quienes se autoproclaman moralmente superiores.
Este caso demuestra la inutilidad de la burocracia feminista que el Gobierno de Javier Milei ha tenido a bien desmantelar. Durante el mandato de Alberto Fernández, el Ministerio de la Mujer no solo contaba con un volumen de empleados superior al de los ministerios de Seguridad o Defensa, sino que destinaba el 90% de su presupuesto al pago de sueldos. A pesar de este enorme aparato burocrático, cuando surge un caso que involucra directamente al líder que se presentaba como el paladín del feminismo, el resultado es el silencio y la inacción. La estructura creada para proteger los derechos de las mujeres se reveló ineficaz y vacía cuando se enfrentó a la necesidad de actuar contra uno de sus propios arquitectos.
La hipocresía que envuelve a este caso es aún más notoria si recordamos que Alberto Fernández siempre buscó posicionarse como un líder con una supuesta superioridad moral, un defensor de los oprimidos y un promotor de la igualdad de género. Ahora, su imagen de paladín del feminismo se desmorona, mostrando que, como tantos otros ídolos de barro, esa moralidad que proyectaba era más una herramienta política que una convicción genuina. La caída de Fernández no solo expone sus propias inconsistencias personales, sino que también resalta las falencias de un movimiento que, en su afán por sostener a sus líderes, se revela insostenible y dispuesto a traicionar sus propios principios. El feminismo progresista, que se presenta como una fuerza moral, demuestra en este caso ser más una construcción ideológica que una verdadera defensa de la justicia y los derechos humanos.
La reciente columna de Carlos Pagni arroja luz sobre el cinismo con el que se ha manejado el caso de Alberto Fernández dentro del kirchnerismo, y sus palabras sirven como un cierre contundente para este análisis. Pagni subraya cómo las acusaciones de violencia intrafamiliar y corrupción que pesan sobre el expresidente no sorprenden a nadie en su entorno, lo que refuerza la percepción de que la incoherencia y la doble moral son rasgos inherentes al liderazgo progresista en Argentina. Según Pagni, la retórica del feminismo y la igualdad de género, tan pregonada por el kirchnerismo, se desmorona cuando los acusados pertenecen a su círculo cercano.
Este caso, como otros anteriores, revela la profunda hipocresía de un movimiento que, en su afán por proteger a sus líderes, traiciona los principios que dice defender. Este desenlace no solo desmorona la imagen de superioridad moral que Fernández y sus aliados pretendían proyectar, sino que también fortalece a figuras como Javier Milei, que capitalizan la degradación de la vida pública que estos escándalos evidencian. Lo que queda claro es que los discursos grandilocuentes y las estructuras burocráticas no pueden reemplazar la verdadera integridad ni ocultar las falencias de un proyecto ideológico que, cada vez más, demuestra ser insostenible.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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