Los «cisnes negros» y lo mejor de lo nuestro
En el libro «Nuclear war, a scenario», escrito el año pasado y que fue candidato al Pulitzer, la periodista estadounidense […]
Publicado en La Segunda, 18.06.2025
Publicado en La Segunda, 18.06.2025
Autor: Fernando Claro
Entre los humedales de la desembocadura del rio de la Plata y los cardos de la pampa, nació la curiosidad de William H. Hudson por los queltehues, ñandúes y caiquenes. Nacido en Quilmes, en 1841, se obsesionó con estos pájaros del «nuevo mundo», por lo que llegó a hacer migas con científicos del Smithsonian en Washington y la Zoological Society de Londres, intercambiando con ellos especies embalsamadas y anotaciones sobre la naturaleza patagónica. A los treinta años emigró para siempre a Inglaterra y nunca más volvió. En Londres pasó penurias y empezó a publicar novelas —con algo de éxito—, pero también libros sobre naturaleza que cambiarían para siempre la literatura naturalista. Alfred R. Wallace, quien postuló la teoría de la evolución «al mismo tiempo» que Darwin, los reseñó elogiosamente en Nature. Al verse enfrentado por primera vez a uno de sus libros, Un naturalista en La Plata, dijo que era un «un libro único entre los que tratan la historia natural».
«Esto lo sabe la candidata Jara, que oculta explícitamente las ideas de su economista favorito. Pero no lo sabe Winter, que insiste en ofrecer ideas supuestamente novedosas —sino trastornadas—, pero antiguas y sabidamente fracasadas».
Hace pocos años, dos editoriales publicaron —«al mismo tiempo» también—, la traducción al castellano de Birds and Man: la española «La línea del horizonte», traducido por Niall Binns (editor de las obras completas de Parra), y la chilena «Libro verde», traducido por Diego Alfaro y Fernando Correa —homenaje aparte a Rodrigo Morén, fundador de esa incipiente editorial naturalista, quien murió prematuramente hace unos meses—. En fin, el libro es un clásico de la literatura sobre pájaros y naturaleza y ahí, Hudson hace un reclamo contra los primeros ornitólogos y poetas que escribieron sobre pájaros, ya que sus selecciones, algo aleatorias, habrían marcado para siempre las modas pajarísticas británicas. «Nos influyen los escritores de antaño más de lo que sabemos; nuestras predilecciones [de pájaros] han sido escogidas de antemano por otros». La estima popular hacia ciertos pájaros, decía, está reservada solo para algunas especies, «mientras que otras, igualmente encantadoras, siguen apenas sin reconocimiento». Esta idea, Keynes la habría traducido como que «seríamos esclavos de algún ornitólogo muerto». Él enfatizaba que los hombres prácticos, por más independientes que se declararan de las influencias intelectuales, nunca podrían escapar de la esclavitud de vivir bajo ideas de algún economista muerto. Esto lo sabe perfectamente la candidata Jara, que oculta explícitamente las ideas de su economista favorito para mostrarse como una ciudadana común y corriente, ajena a ideologías. Es lo que no sabe Winter, que insiste en ofrecer ideas supuestamente novedosas —sino trastornadas—, pero antiguas y sabidamente fracasadas. Y no se sabe, eso sí, qué piensa Tohá, pero sabemos que ese 4 de septiembre aprobó ese vergonzoso proyecto constitucional. Cada uno en su grado entonces hace lo que Landerretche habría dicho que él no hará: «estar disponible para mentir descaradamente».
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