El hecho de que nuestras Constituciones desechables, a diferencia de las de naciones avanzadas, sirvan más bien para incrementar que para controlar el poder del Estado, horada aún más las bases liberales necesarias para la prosperidad.
Imagine a un chileno nacido en los años 80 y 90 del siglo pasado, un millennial. Este ciudadano -o ciudadana- puede darse el lujo de haber superado la calamidad de la pobreza que asolaba a Chile 70 años atrás.
Lo ocurrido recientemente en Chile no es producto del fracaso de su modelo de desarrollo, sino de su éxito. Lo que sí ha fracasado es una centroderecha miope e incapaz de liderar las profundas transformaciones que ese éxito hacía imprescindibles.
Enfurece ver cómo algunos políticos, cualesquiera sean sus intenciones, hacen de voceros de los secuestradores, de los que tienen a la sociedad entera como rehén.
Pocos se habrían imaginado que Chile podría reventar al punto de parecer, a ratos, una zona en guerra. Parte de la prensa y diversos analistas han interpretado lo ocurrido como un rechazo al exitoso sistema de economía social de mercado que ha conducido al país a tener los menores niveles de pobreza.
Nuestra élite debería mirarse en el espejo de los polacos. Pero insisten en destruir el cerro Alvarado, a pesar de que se saben de memoria las cuadras del Central Park
La Universidad de Chile se desprestigia arriesgando caer en una decadencia irreversible por permitir impunidad en casos tan graves como el de Polette Vega.
“Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema”. Esta frase de Winston Churchill resume perfectamente el estado actual la Universidad de Chile.
En el último tiempo, la “casa de Andrés Bello” ha sido asediada por escándalos. Primero, el totalitario estatuto del centro de estudiantes de Derecho de la Universidad de Chile, que prohíbe candidaturas estudiantiles que no sean compatibles con sus principios. En segundo lugar, las agresiones sucesivas de las que ha sido víctima Polette Vega, estudiante de Trabajo Social de la misma universidad, por sus mismos compañeros. ¿La razón? Identificarse con posiciones políticas de derecha.
Irónicamente, hoy en tiempos donde se presumen a cada instante y momento razones científicas, parece estar vetado cuestionar aquellas cosas que se estiman como cuestiones sacrosantas fuera del marco del debate racional y razonable.
En 2015, en Inglaterra hicieron una ley que permitía, desde los 55 años, gastar en cualquier cosa los ahorros para las pensiones. 'Ley Lamborghini' la llamaron algunos. Nosotros, como los ingleses de Latinoamérica, deberíamos entonces darle un nombre a la que promueve acá Fernando Atria: ¿Ley Nissan? ¿Ley casa propia? ¿Ley hipoteca tu pensión? Como erudito abogado, el señor Atria sabe que no está de acuerdo con su argumento comunicacional: que es una mentira lo que nos han dicho.
Hay que empezar a tratar a los impuestos “por lo que son”: como un mecanismo coactivo de expropiación y no “por lo que queremos que sean”: una falsa promesa de sana convivencia y superación de las desigualdades.
Ya se han quemado tres millones de hectáreas en Bolivia, dos veces la Región Metropolitana. Evo Morales no quiere declarar 'desastre nacional', porque, dice, no son un país limosnero. La edición del último domingo de Cambio, el diario que él fundó, trae apenas dos noticias de los incendios: un concejal diciendo 'todavía tenemos la suficiencia económica, logística y humana para enfrentar y controlar este incendio que lamentablemente se ha producido', y una página completa sobre cómo apagaron un foco.
El socialismo es una doctrina religiosa que santifica a sus promotores en virtud de la mera adscripción a la causa que representan.
En el último tiempo, muchos han rasgado vestiduras frente a las fake news (según convenga) pero poco han reparado en el hecho de que detrás de aquello se hace visible el declive del uso de argumentos y el creciente predominio de apelaciones sentimentales, como las que la diputada Vallejo enarboló respecto a una discusión cuyos aspectos técnicos no pueden ser desdeñados sin más.
El áspero intercambio entre el diputado Jaime Bellolio y el embajador de China en Chile, Xu Bu debido a la reunión del parlamentario con Joshua Wong, líder de las manifestaciones en Hong Kong, ha puesto en evidencia la forma en cómo el régimen del gigante asiático lidia con ciertos problemas que le generan resistencia o molestia.
Los seres humanos nos encontramos en un momento crucial, y en la cuarta era mucho dependerá de nuestros debates éticos.
Se hace difícil defender valores occidentales diezmados por la corrección política. La condescendencia taquillera posmoderna ante la intromisión cultural china e islámica bordea la ridiculez.
Los hechos ocurridos al interior del Instituto Nacional han cruzado los límites tolerados por la sociedad desde la Revolución pingüina de 2006. Los estudiantes ya no se manifiestan con las clásicas tomas y paros (que hoy despiertan cada vez menos simpatías en la población), ahora mandan la capucha, el overol y las molotov en el emblemático edificio de Arturo Prat 33 y pocos ven con claridad cuál será el futuro del colegio más antiguo de Chile con un alcalde “superado” y un rector “desahuciado”.
El escrito, en el que el Sr. Xu acusa al diputado Jaime Bellolio de reunirse con «matones sociales» en Hong Kong, se enmarca perfectamente en otro concepto: el de sharp power, que algunos traducen como «poder incisivo». Y lo de «incisivo» no tiene precisamente un sentido positivo.
«El progreso no es una bendición ininterrumpida.
A menudo viene con sacrificios y luchas»