Las movilizaciones efectuadas a raíz de la crisis social y política que atraviesa nuestro país, sí bien han tenido un componente pacífico absolutamente legítimo, tienen un lado B: la sistemática violencia, vandalismo y alteración del orden público.
Se corrió nuestro tupido velo. Nuestros terroristas no eran amateurs.
Nuestra oficina de inteligencia no investigaba y parece que era verdad que solo leían a Dostoievski. Nuestro riesgo país estaba subestimado y nuestras policías estaban incapacitadas.
Más allá de si el Gobierno sea incapaz de resistir al chantaje de los propios y que, con esto, a Ossandón y su panda le salga a cuenta obrar al margen de la Constitución, lo hecho y dicho por la diputada debilita todavía más la frágil institucionalidad de nuestro país, víctima de la mediocridad y frivolidad de aquellos que juraron —o prometieron— desempeñar fiel y legalmente el cargo de diputado.
De partida, tuvimos un Presidente perdido, quien, a la Luis XVI, celebraba un cumpleaños en un restaurante mientras Santiago ardía. Y hasta hoy, luego de haber entregado todo, parece no entender que lo que enfrentó no fue una simple revuelta, sino un intento de derrocarlo llevado a cabo por la versión criolla de los jacobinos.
Comprenderemos, ojalá no demasiado tarde, que nuestro peor defecto ha estado en nuestra maltrecha cultura política, muy latinoamericana, que reduce la democracia a eso que llaman «el clamor popular», la mejor forma en que unos pocos ideólogos y manipuladores pueden aplastar a las minorías usando a las mayorías.
Muchos dirán que se exagera al colocar atención a estos fenómenos, pero en función de este tipo de acciones, las sociedades pueden entrar no solo en un espiral del silencio sino también en dinámicas populistas, dictatoriales e incluso totalitarias. En Chile podríamos estar pasando del únete al baile, al únete al baile, obligatoriamente, en nombre del pueblo. Es hora de que los demócratas despierten.
Las pandillas se conforman de individuos que ni quieren tener la razón y tampoco darla, es simplemente la imposición de sus opiniones.
Muchos dirán que estos actos son simples humoradas en medio de las manifestaciones, pero en términos estrictos ¿qué pasaría si alguien se niega a cumplir lo que el grupo desea? De seguro, no lo dejarán pasar y probablemente la masa incurrirá en insultos o agresiones.
Es muy distinto querer un Chile mejor a querer el poder a como dé lugar. Considerando que en las actuales circunstancias prima 'el fin justifica los medios' y el voluntarismo irresponsable que busca generar poderes paralelos, creo que estamos ante lo segundo.
El viernes 18, miles de personas se regocijaban con el Metro y Enel incendiados. Y ahora vienen a pedir paz. Quizás recién se iluminaron luego de hacer entrar al ranking otro libro, aunque en noveno lugar: '¿Cómo mueren las democracias?'.
Creo que hacer el contraste entre lo que sucede en un liceo con número de Chile con la realidad de nuestros colegios más acaudalados es un ejercicio retórico acertado que debería hacerse más a menudo. Sin embargo, el contraste ofrecido por la Defensora de la Niñez rezuma más resentimiento que honesta preocupación por los derechos de los niños.
Seamos responsables y difundamos el mensaje: nuestra Constitución se puede modificar, pero no la podemos desechar.
Las “demandas sociales” por mejores pensiones, mayor seguridad, una salud digna y una educación de calidad —por citar las prioridades sociales más evidentes y constantes de la sociedad chilena— no serán resueltas por un cambio en la Constitución, a excepción de la “demanda social” de “cambiar la Constitución”.
La Constitución es la encargada de establecer los poderes del Estado, sus atribuciones o facultades y sus límites en sus ámbitos de actuación. De la misma manera, se encarga, por medio de principios, de fijar el orden jurídico de nuestra sociedad y de señalar los deberes y derechos de cada persona.
No estamos frente a una disputa política, un desentendimiento o un rechazo a una medida. Se trata de una crisis política que ha puesto en tensión nuestra propia democracia.
Lo de hoy es diferente; no se pelea por vida o muerte, y estamos en democracia. No se justifica dividir ni violentarse así. Diferencias siempre van a existir, pero hoy tenemos políticos e instituciones para eso.
El hecho de que nuestras Constituciones desechables, a diferencia de las de naciones avanzadas, sirvan más bien para incrementar que para controlar el poder del Estado, horada aún más las bases liberales necesarias para la prosperidad.
Imagine a un chileno nacido en los años 80 y 90 del siglo pasado, un millennial. Este ciudadano -o ciudadana- puede darse el lujo de haber superado la calamidad de la pobreza que asolaba a Chile 70 años atrás.
Lo ocurrido recientemente en Chile no es producto del fracaso de su modelo de desarrollo, sino de su éxito. Lo que sí ha fracasado es una centroderecha miope e incapaz de liderar las profundas transformaciones que ese éxito hacía imprescindibles.
Enfurece ver cómo algunos políticos, cualesquiera sean sus intenciones, hacen de voceros de los secuestradores, de los que tienen a la sociedad entera como rehén.
«La libertad es un derecho humano fundamental,
sin él no hay vida digna.»