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Fundación para el Progreso (FPP) - Septiembre 2019Revisión del libro The Fourth Age: Smart Robots, Conscious Computers, and the Future of Humanity, por Byron Reese
Uno de los retos sociales más cruciales de estos tiempos, y por supuesto de los venideros, es y será lidiar inteligentemente con el miedo. No con el que tenemos a las catástrofes, a la muerte, a los fantasmas o a una invasión extraterrestre, sino con el miedo a nuestras creaciones, que en cierta forma es miedo a nosotros mismos. Hablo de lidiar con el miedo, por ejemplo, a la tecnología, a la que no necesariamente entendemos como la aplicación del conocimiento y el ingenio a la solución de nuestros problemas, sino como un conjunto amplio de cosas —dispositivos, algoritmos, máquinas, etcétera— desvinculadas en todo sentido de nuestra humanidad. Omnipresentes y cotidianas, pero a la vez sospechosas. Porque la tecnología puede ser peligrosa, claro, como un arma que fuera de control amenaza con dañarnos. Un potente bumerán que va a golpearnos la cabeza a su vuelta porque carecemos de la destreza y la cautela suficientes para dominarlo. La tecnología es ese infinito registro de artificios, benditos para alivianar la vida diaria, pero cuyo costo es el embrutecimiento seguro, pues ya no nos aprendemos los números telefónicos ni sumamos o restamos como antes. Ya no hacemos linda caligrafía por estar dándole a la tecla todo el día… ¡ya no escribimos cartas! Tampoco tenemos vida social... y no sé qué estudio dijo que va a salirnos un cuerno en el cráneo por mirar todo el día el móvil. Por si fuera poco, los robots van a arrebatarnos uno a uno nuestros trabajos, dejándonos en la más penosa indigencia, como se ve en la portada del New Yorker aparecida el 23 de octubre de 2017. ¡Cómo no estar muertos de pavor!
Pero el miedo no es tan malo. También nos protege. Nos hace saltar cuando sentimos el ruido de lo que podría ser una serpiente reptando en el pasto. Nos sugiere evitar la calle oscura donde podríamos ser presa de un asaltante. Nos hace ver los riesgos. Lo malo es que también puede paralizarnos o conducirnos a decisiones y acciones equivocadas. Y nótese que hemos dicho «lidiar inteligentemente con el miedo» y no «eliminarlo», pues es humano y no podemos realmente desactivarlo con un botón on/off. Podemos, sí, usarlo a nuestro favor. Esto requiere comprender aquello a lo que le tememos. Y a la tecnología le tememos.
The Fourth Age: Smart Robots, Conscious Computers, and the Future of Humanity, de Byron Reese, es una muy buena lectura para calibrar mejor nuestros temores a la tecnología. A ella en general y a los robots y la inteligencia artificial en particular.
El autor, que además es emprendedor, pez en las aguas tecnológicas y apasionado por la historia, comienza su terapia con un recorrido fascinante por la biografía de la humanidad desde los primeros días. Y nos recuerda que «tecnología» no son solo chips, cables, pantallas y tal, pues la define como toda aplicación del conocimiento a una cosa, proceso o técnica cuyo propósito es mejorar las capacidades humanas. «Nos permite hacer cosas que no podíamos hacer antes o que podríamos hacer mucho mejor» (p. 10). Así, Reese divide la historia en tres grandes periodos o eras, marcadas cada una por alguna invención o tecnología. O por un grupo de tecnologías relacionadas entre sí. Y —esto es muy relevante— solo en esos tres momentos los humanos realmente cambiamos en forma fundamental y permanente, incluso en lo biológico.
El libro de Byron Reese es sobre la era en la que estamos entrando, el cuarto momento histórico de cambios humanos trascendentales.
La primera era fue la del fuego y el lenguaje. El fuego no solo nos proveyó de luz y calor, e incluso seguridad —los animales le temen—, sino que además nos permitió cocinar los alimentos. Así pudimos consumir más calorías, lo cual tuvo un impacto en el desarrollo de nuestro cerebro, multiplicando las neuronas. Un cerebro más potente nos llevó a la creación de una nueva tecnología: el lenguaje, para comunicarnos mejor y poder compartir ideas y conceptos más complejos y abstractos. Con el lenguaje pudimos contar historias, intercambiar información y cooperar.
Luego llegó la segunda era, la de la agricultura. Eso fue hace 10 mil años, cuando apenas éramos unas 4 millones de almas en el planeta, un número bastante inferior a la población actual de Santiago de Chile —casi siete millones— y más o menos la equivalente a las de Roma o Tel Aviv.
Con la agricultura y el asentamiento de las personas aparecieron las ciudades. Estas, a su vez, promovieron el comercio y el intercambio de ideas, así como el establecimiento de viviendas permanentes. Empezamos también a modificar el terreno haciendo diques y terrazas. Levantamos cercados, dividimos el trabajo y dimos los primeros pasos hacia la propiedad privada. Todo esto nos llevó a la guerra organizada. Creando y concentrando riqueza, teníamos que defenderla… y defendernos. Siguieron más invenciones, hallazgos y adelantos, como la idea del futuro, pues plantar y cosechar requerían planificar y proyectar. Y, sumadas a la guerra, surgieron otras cosas indeseables, como la esclavitud.
En la tercera era, que comenzó hace «apenas» unos cinco mil años, inventamos la escritura, que cambió la humanidad. Nos ayudó a preservar la memoria y el conocimiento, y a copiarlo y transportarlo. Aparecieron la rueda y el dinero, que en conjunto con lo que habíamos acumulado condujeron seguidamente a las naciones e imperios.
El argumento del libro llega a un punto clave aquí, donde Reese dice que hemos estado viviendo en la tercera era. Innovaciones y adelantos como la máquina de vapor, la electricidad o los tipos móviles han sido muy significativos, pero ninguno de ellos ha implicado cambios fundamentales en la naturaleza del ser humano. Incluso la computadora pertenece a la tercera era, aunque nos parezca extraño. No es por menospreciar estos avances y creaciones, pero la imprenta, por ejemplo, «solo» nos hizo más simple, barato y eficiente algo que ya podíamos hacer.
¿El computador? Primero, Babbage se dio cuenta de que las máquinas podían hacer operaciones matemáticas. Turing, luego, vio que podían correr programas. Von Neumann descubrió cómo construir el hardware y Shannon mostró cómo el software podía hacer cosas que, a primera vista, no lucían como problemas matemáticos (p. 35). Y es aquí donde estamos hoy. Lo único que realmente ha cambiado es que las computadoras se han hecho mucho más rápidas y baratas, y que ahora no solo las estamos conectando a internet, sino que además estamos conectando cada dispositivo con datos, como refrigeradores, autos, teléfonos, robots, sistemas de alarma, etcétera.
Así, Reese, en su esquema, presenta lo que estaría abriéndonos paso hacia la cuarta era: el auge de la inteligencia artificial, un método para enseñar a los dispositivos —o para que estos aprendan— a operar por sí mismos. Y para que, gracias al poder de la robótica, puedan tener movilidad e interactuar con el mundo físico. «Usaremos las computadoras y los robots para externalizar más de nuestros pensamientos y acciones. Este es un cambio real y marca el amanecer de una nueva era, la cuarta era» (p. 37). Desde esta mirada, es aquí donde donde aparecen las preguntas más profundas, como aquellas que se relacionan con qué es «ser humano». ¿Pueden las máquinas pensar? ¿Y ser conscientes? ¿Puede ser toda la humanidad reproducida mecánicamente? ¿Somos simples máquinas? (p. 37).
"Los seres humanos nos encontramos en un momento crucial y mucho dependerá de nuestros debates éticos..."
A partir de aquí, el libro explora en modo fascinante cuánto realmente de la actividad humana, tanto mental como física, puede delegarse a las máquinas y cuáles son las implicancias que tendrá este cambio para el mundo. Reese explica la inteligencia artificial «estrecha» (narrow) y la «general», los debates filosóficos, los posibles escenarios (por ejemplo, en el trabajo) y el muy poco claro futuro de la vida en la cuarta era.
Esta narrativa, que nos propone una visión del progreso positiva pero realista; que considera los beneficios tanto como los desafíos y las sombras; y que nos deja con incertidumbres, nos recuerda que en realidad la tecnología ha estado siempre allí, que es muy humana y que es una de nuestras más preciosas maravillas. También que tenemos mucho más por hacer que por esperar. Los seres humanos nos encontramos en un momento crucial y mucho dependerá de nuestros debates éticos, de nuestra creatividad y de cómo realmente conseguimos que la tecnología siga resolviendo más y más de nuestros problemas. Y, en cierto modo, nos ayuda a calibrar inteligentemente nuestros miedos, entendiendo mejor el reto que enfrentamos.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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