El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicado en El Líbero, 02.07.2021Su legitimidad está atada al crecimiento económico del país, que será cada vez más difícil de sostener si no es capaz de producir más en un contexto en que el resto del mundo no le va a permitir robar su ascenso a la cima.
El Partido Comunista chino celebra el 1 de julio su centenario, con fuegos artificiales y mucha impronta nacionalista, pero no pareciera haber demasiados motivos para festejar. Luego de cien años, el Partido sigue con un férreo control del poder, erigiéndose ahora también en la principal amenaza para la libertad y la democracia globales. Se trata de un partido de 95 millones de miembros con privilegios especiales que gobiernan a otros más de 1.400 millones, bajo amenaza de arresto y de ruina para los disidentes, fabricando eufemismos, re-educando, escondiendo la miseria y fascinando a muchos, en particular a esa izquierda reumática occidental que nunca quiso ver que la Revolución Cultural no fue un asunto de intelectuales, sino de analfabetos.
Lo precede su historia asesina. Ya desde el inicio los comunistas le dieron la espalda al país, al iniciar la Larga Marcha hacia Yenan en la década de 1930, dejando que los nacionalistas bajo Chiang Kai-shek hicieran la mayor parte de la lucha contra Japón en la Segunda Guerra Mundial. Terminado el conflicto mundial, Mao continuó su lucha civil contra sus propios compatriotas para proceder, al vencer en 1949, a purgar a sus oponentes y tomar el control total. Sus políticas exacerbaron el sufrimiento popular. La crueldad hacia los enemigos, la intolerancia hacia la crítica, la certeza ignorante, la utopía dogmática y la determinación de gobernar o arruinar caracterizaron su reinado. Aunque presentado como el líder muy querido del pueblo chino, carecía de empatía por ellos. Para él eran estadísticas, reemplazables por futuros nacimientos.
Lo que siguió a su asunción fueron las décadas más sangrientas de la historia mundial, solo rivalizadas por las purgas de Stalin. En la Revolución Cultural, Mao desató a los Guardias Rojos para atormentar a cualquiera sospechoso de deslealtad o tendencias burguesas. Millones fueron desterrados al campo y millones más murieron. La Campaña de las Cien Flores pareció un cambio de rumbo, invitando a las críticas al gobierno, pero no pasó mucho hasta cansarse de la verdad para apuntar a los que lo habían atacado: el Movimiento Anti‐Derechista costó muchas vidas, quizás millones. El Gran Salto Adelante fue una catástrofe aún mayor. Un cambio arbitrario de la mano de obra rural hacia la industrialización condujo a una hambruna masiva, con estimaciones del número de muertos que variaban pero contabilizan hasta 50 millones.
Sus decisiones casi caprichosas resultaron en un asombroso número de víctimas, lo que lo convierte probablemente en el mayor asesino en masa de la historia. Algunos de sus defensores afirman que no era su intención que esas muertes sucedieran. Otros argumentan que sus logros valieron el precio. Sin embargo, Mao se regocijó con su brutalidad. Se comparó a sí mismo con el asesino primer emperador de China, Qin Shi Huang: “¿A qué llegó? Solo enterró vivos a 460 eruditos, mientras que nosotros enterramos a 46.000”. Al reflexionar sobre la posibilidad de una guerra nuclear, dijo, “si lo peor llega a lo peor y la mitad muere, todavía quedará la otra mitad, pero el imperialismo sería arrasado y el mundo entero sería socialista”.
El horror solo terminó con su muerte. En la lucha que siguió por el poder, Deng Xiaoping ganó el control. Abandonó la economía y los controles maoístas, abriendo la República Popular China a los mercados. Sus reformas se aceleraron en los años 1980 provocando el despegue económico y generando décadas de rápido crecimiento que han sacado de la pobreza a 800 millones de personas. Con el fin de los controles draconianos los chinos también comenzaron a disfrutar de autonomía personal: pudieron casarse libremente, elegir sus trabajos y acumular riquezas sin la aprobación de Beijing.
Hubo también presión para la liberalización política, aunque Deng mostró los límites de su compromiso con la reforma con la represión asesina de 1989 en la Plaza de Tiananmen: no estaba dispuesto a tirar a Mao a la basura, ya que según él Mao tenía “70% de razón y 30% de equivocación”. El retrato del Gran Timonel sigue presidiendo la Plaza de Tiananmen. Su imagen adorna la famosa Puerta de la Paz Celestial, en el lado norte de la plaza y está presente en la moneda china. Y los líderes actuales de China, incluido Xi Jinping, lo citan con frecuencia. Quienes critican al dictador muerto corren el riesgo de sufrir represalias.
"Muchos políticos y chinos que sólo ven la televisión estatal creen que esta situación viene a acomodar las cosas después de casi dos siglos de supuesta subyugación a las potencias extranjeras, y que China estaría destinada a dominar el siglo XXI a medida que Estados Unidos retroceda en medio de su caos democrático y declive cultural"
Hoy, al carecer de legitimidad democrática, el Partido mantiene el poder manejando una mezcla de vanagloria nacionalista y prosperidad económica. El ascenso de China para convertirse en la segunda economía más grande del mundo, gracias a un sistema de comercio mundial abierto, ha sacado a cientos de millones de la pobreza y es comprensiblemente una fuente de orgullo nacional. También lo es el papel creciente de China en el escenario mundial, destacado por la propaganda del Partido que enfatiza su regreso al lugar que le corresponde en los asuntos globales. Muchos políticos y chinos que sólo ven la televisión estatal creen que esta situación viene a acomodar las cosas después de casi dos siglos de supuesta subyugación a las potencias extranjeras, y que China estaría destinada a dominar el siglo XXI a medida que Estados Unidos retroceda en medio de su caos democrático y declive cultural.
Pero el Partido Comunista chino enfrenta sustanciales desafíos internos que podrían exacerbar las divisiones políticas. La población está envejeciendo rápidamente y sufre de escasez de mujeres, resultado de la política del comunismo de un solo hijo, ahora derogada; su legitimidad está atada al crecimiento económico del país, que será cada vez más difícil de sostener si no es capaz de producir más en un contexto en que el resto del mundo no le va a permitir robar su ascenso a la cima y el intento de socialismo a la china, ese híbrido entre mercado y comunismo, ha generado demasiada corrupción en el seno del Partido como para que funcione el mercado. Por eso, el último medio de control del Partido es el miedo. Con Xi Jinping el gobierno tiene menos tolerancia a la disidencia que en cualquier otro momento desde Mao. Utiliza las herramientas del estado de vigilancia para reprimir las voces contrarias a la línea del Partido. La censura de Internet es más estricta y más amplia. Se ha reintroducido la educación “patriótica” en las escuelas. Se han impuesto células partidistas a las empresas público-privadas. Se han encarcelado abogados de derechos humanos. Se han cerrado iglesias y ONG. Se han restringido los intercambios académicos. Se ha ampliado la supervisión económica. Se ha creado un sistema de “crédito social” orwelliano para castigar a quienes desafían las normas establecidas por el PCCh. Recientemente, ocultó a los primeros que dijeron la verdad en Wuhan y encubrió los secretos de la pandemia. Los campos de reeducación y trabajo para los uigures y el repudio del tratado con la promesa de autonomía a Hong Kong muestran cuánto teme el Partido a su propio pueblo y qué poco le importan las críticas externas.
La amenaza para el mundo depende de cómo esta combinación de comunismo y nacionalismo se imponga en los años venideros. Las señales no son buenas, desde sus enfrentamientos fronterizos con India, la toma de islas en el Mar de China Meridional y el robo cibernético de la propiedad intelectual. Pero quizás lo más preocupante sea que el Partido está tratando de exportar su censura a sociedades libres. Basta ver la guerra económica desatada contra Australia por buscar una investigación independiente sobre los orígenes de Covid-19 o la exigencia de que los capitales extranjeros se mantengan callados sobre Taiwán y Hong Kong a riesgo de sufrir un castigo económico, estrategia que ha funcionado contra Disney y la NBA.
Todo esto está produciendo una reacción global. Las potencias occidentales han censurado a Huawei en las redes de telecomunicaciones. La forma de responder a la agresión china fue un tema central en las discusiones de liderazgo del G-7. Las empresas occidentales son cada vez más cautelosas por los riesgos que implica hacer negocios en China, a pesar de su enorme mercado, y se está conformando un consenso bipartidista en Estados Unidos que cree que el Partido busca el dominio regional, y quizás global.
La autoridad de Xi es sustancial y el comunismo chino es resistente, pero ha acumulado una cantidad extraordinaria de enemigos. No se debería asumir, sin embargo, la caída inminente del Partido así como el fin de la Unión Soviética no significó la extinción del comunismo, aunque es cierto que los autoritarios que parecen fuertes a veces no lo son y la insistencia del control político y el personalismo del Partido puede terminar siendo su ruina. El test para las próximas generaciones será, mientras tanto, ser capaces de coexistir con China, cooperando cuando haga sentido pero empujando hacia atrás cuando viole normas masivamente aceptadas en el resto del mundo.
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