El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicado en El Líbero, 23.05.2024El ascenso de Javier Milei al poder no puede entenderse sin conocer su enfoque en la batalla cultural, un concepto que redefine la manera de ejercer influencia política en el contexto contemporáneo. Lo que caracteriza a Milei es su inédito dominio de la cultura, un terreno que, desde el surgimiento del comunismo, había sido monopolizado por la izquierda. Esta apropiación cultural es fundamental para comprender no sólo el fenómeno Milei, sino también la dinámica de poder de las fuerzas políticas emergentes que desafían el status quo. La clave de su éxito radica en la capacidad de influir en los marcos interpretativos de la sociedad, enfrentando y revirtiendo décadas de hegemonía cultural izquierdista.
«La clave del éxito de Milei radica en la capacidad de influir en los marcos interpretativos de la sociedad, enfrentando y revirtiendo décadas de hegemonía cultural izquierdista».
La noción de que la cultura resulta fundamental para la toma del poder político corresponde, en el siglo XX, a la estrategia de la izquierda inspirada por Gramsci. Es la idea de la toma de los aparatos ideológicos y culturales como herramienta de dominio: la radio, la televisión, los diarios, la educación, la literatura, la pintura. A través de ellos se conquista la mente. Los seres humanos somos animales culturales. Nacemos, vivimos y morimos rodeados de elementos de nuestra propia creación. Y dado que toda acción humana depende de una previa interpretación, de un paradigma desde el que actuamos, la cultura es poder porque tuerce voluntades de manera muy imperceptible para volverse fundamento de nuestras conductas a través de estos marcos interpretativos.
Si bien es cierto que en los últimos años se ha vuelto sobre los mandamientos gramscianos respecto del marxismo cultural y la penetración de sus preceptos en la educación y la cultura, el convulso siglo XX presentó nuevos dispositivos institucionales para los que Gramsci no era suficiente. Junto al italiano, es necesario analizar a un francés, Félix Guattari, militante de izquierda setentista que defendió las causas de los movimientos antisistema hispanoamericanos y de Medio Oriente. Pisando los estertores del comunismo en el poder, para Guattari la nueva revolución totalitaria no se jugaba en el ámbito del discurso político tradicional y abierto, sino en un plano mucho más molecular -de allí su libro seminal La Revolución Molecular– que atañe a las mutaciones del deseo y a su reproducción en miles de singularidades revolucionarias, convertidas en «máquinas deseantes» y «máquinas de guerra» que pueden instrumentar la destrucción de los actuales sistemas sociales. Es también el tipo de poder que le interesaba a Foucault: el micropoder, porque no se encuentra a la cabeza de la jerarquía social, sino que permea en todos los ámbitos de la sociedad de manera silenciosa, casi imperceptible.
En La Revolución Molecular, Guattari sostiene que la lucha contra el capitalismo no reside en la oposición tradicional -quizás porque los propietarios ya estaban convertidos en pequeño burgueses- sino en la creación de una multitud de sistemas de vida alternativos que detonen las relaciones dominantes heterocentradas y el familiarismo burgués. Se trata de una especie de guía universal de lucha social a través de la «micropolítica del deseo» que interviene en sensibilidades, tensiones, deseos y frustraciones, y que construye múltiples oposiciones a la institucionalidad.
Guattari señaló una serie de premisas sobre cómo subvertir el poder, una «nueva política revolucionaria» que debía organizarse a través de la acción concebida casi como guerrilla, con prescindencia de jerarquías; sin líderes ni voceros. Chile, Colombia, Ecuador, España, Francia, Inglaterra y tantos otros ejemplos de demanda callejera tan diversa como dispersa, con actores y detonantes también distintos, pero con métodos similares, estos nuevos microconflictos vinieron a reemplazar a los conflictos de clase que, dado el éxito del capitalismo, no podían ser ya los económicos.
Inmersa la izquierda en la batalla cultural, fue hábil en infiltrar el aparato cultural y educativo occidental desde el preescolar hasta las titulaciones de posgrado para producir revolucionarios anticapitalistas, sí, pero con Netflix. Estas generaciones fueron saliendo al mundo, a los empleos más precarios y a los mandos más altos de las empresas, a los teatros y a las editoriales, a los medios de comunicación y a las academias de formación de docentes y periodistas, un ejército adoctrinado dispuesto a replicar lo que habían aprendido en cada ámbito social.
La calle se ha convertido así en un mapa para distintas expresiones de insurrección que no responden a los partidos políticos sino a un manejo estratégico de subjetividades. Lo «molecular» de Guattari se reconoce en esa autonomía acéfala que se imprime en movimientos veganos, feministas, LGBTQ+, ecologistas. Es cierto que hay caras visibles que se insertan en la institucionalidad política o mediática, pero ellas no representan a un todo y ni siquiera a una parte de dichos movimientos. Dicho de otra manera, no todos los ecologistas responden a Greta Thunberg.
Para muestra, un botón: fue muy fácil y rápido juntar cientos de miles de mujeres en marchas feministas en todo el planeta. Sin un único líder ni un único partido político convocando, sino más bien los partidos institucionalizados yendo detrás. Las mujeres convocadas tampoco tenían que coincidir en todas las consignas y es posible que tuvieran más diferencias que coincidencias. Pero hubiera sido imposible para la izquierda institucional organizar este movimiento, que derivó en pocos años en una influencia sin parangón. La micropolítica funciona, hoy, mucho más que la macropolítica.
Y esta es la clave desde donde leer el ascenso y gran éxito de Javier Milei: haber comprendido que la batalla cultural es una lógica de acción política y que debe desplegarse, como hace la izquierda, en dos sentidos. Por un lado, en las instituciones por las que fluye la comunicación, en las que televisión, redes sociales, diarios, libros, universidades, iglesias, son algunos ejemplos. Y por el otro, en los temas en los que la batalla cultural debe ser dada, porque casi nada de la agenda social queda excluido. Porque la izquierda ha logrado borrar el límite entre lo privado y lo público y ha vuelto a meterse en la alcoba, algo que parecía ya olvidado entrado el siglo XX. Por ello es que el proyecto de Milei no empieza como diputado en 2021, sino con su voluntad de influir culturalmente en un contexto en el que la decadencia queda definida como cultural, de la que la económica es su consecuencia más tangible.
El punto es central. Milei identifica el fondo del problema en la «cultura». El desastre económico argentino, producto del intervencionismo estatal creciente y descontrolado, no se resuelve mediante cambios económicos solamente, sino que requiere desterrar los marcos interpretativos socialistas hegemónicos que se impusieron para garantizar el saqueo y el desastre que la casta política produjo. Si bien Milei es solamente un economista, tiene de su lado la riqueza teórica de la Escuela Austríaca de Economía, a quien no se cansa de citar para desconcierto de casi todos: Hayek, quien dijera que un economista que sólo supiera de economía sería un peligro social; Mises, que en 1922 apostó por la lucha de ideas en su obra Socialismo; o Rothbard, que en su fase paleo libertaria reivindicó las luchas culturales contra la “Nueva Izquierda”. Milei sabe, en clave hayekiana, que la economía es un orden social espontáneo que se relaciona con otros órdenes sociales, como la política y la cultura.
Hecho su diagnóstico, contó a favor con un diferencial respecto de otros que también se encontraban dando la misma batalla, que es su carisma y el coraje de asumir los temas más políticamente incorrectos. Apoyó explícitamente la causa provida, se definió contra la ideología de género enfrentando al colectivo feminista -brecha salarial incluida-, atacó el absurdo del mal llamado «lenguaje inclusivo», se opuso a la educación sexual infantil en las escuelas, se opuso al reconocimiento estatal del derecho de identidad según las autopercepciones. En la discusión histórica, denunció cuanto pudo el daño que se hizo a la sociedad al contar a medias la historia para reivindicar a guerrilleros y lucrar con las causas derecho humanistas, y reivindicó la figura de Julio Argentino Roca, el personaje más prominente del orden conservador instituido en la Argentina hacia fines del siglo XIX encargado de expandir los límites del país a través de sus famosas «Campañas al Desierto». En el plano económico, el foco estuvo puesto en destrozar la mal llamada «justicia social» entendida como redistribución coercitiva a cargo de los políticos, sus principales beneficiados -y en nombre de la que el Estado nunca dejó de agigantarse-, en concientizar sobre la afrenta a la libertad que significan los impuestos y la naturaleza monetaria de la inflación, flagelo que en el mundo está desaparecido.
Conquistado democráticamente el poder, todo indica que el Presidente argentino continuará con la batalla cultural. Eliminó el Ministerio de la Mujer, Género y Diversidades; suprimió el lenguaje inclusivo de la administración pública, eliminó el Instituto Indígena y desmanteló el aparato cultural kirchnerista dejando sin financiamiento los medios de comunicación estatal o periodistas con pauta; quitó los símbolos feministas de la Casa Rosada el 8 de marzo y difundió un video con la otra parte de la verdad sobre la lucha guerrillera el 24 de marzo, fecha de la toma del poder del último gobierno militar.
Es cierto que infiltrar la cultura en todos sus sentidos a través de la batalla cultural sólo garantiza el éxito en acceder al poder. Pero una sociedad exitosa requiere mucho más que manejar la propaganda o la educación. Se puede dominar, de la misma manera que se domina si se tienen las armas en una sociedad que ha entregado el monopolio de la defensa a esas armas, pero sólo con esto no se logrará progresar. Prueba de ello es el estrepitoso fracaso del comunismo en términos de mejoramiento de la vida de sus ciudadanos, la vuelta al pasado pobre que significa vivir en esas sociedades, y las muertes que ocasiona por la fuerza de su propio ejercicio.
Para que se pueda progresar, hace falta el trato burgués: «Déjame en paz y te haré rico». Fomentar una libertad cuidadosa y responsable, con sus poderosas consecuencias materiales y espirituales, e implementar el camino liberal de un Estado honesto y competente, pero limitado, bajo el cual se permite a las personas comunes, sin impedimentos de otros, intentarlo, ya ha llevado a gran parte del mundo a un enriquecimiento asombroso de los más pobres. El camino iliberal del estatismo, por el contrario, lleva a los populismos radicales de izquierda, a Maduro y Kim Jong-un. Incluso su camino intermedio de regulación bienintencionada y redistribución lleva a los adultos de vuelta a la infancia bajo el Estado dominante. Regresa a la subordinación que caracterizó a las sociedades agrícolas hasta 1776, y a su correspondiente pobreza de cuerpo, mente y espíritu. El liberalismo trabajó para superar tal infantilismo y subordinación. Y sigue funcionando.
Si el diagnóstico de Milei es correcto, Argentina podría empezar a dejar atrás su decadencia de ocho décadas. Para que él sea exitoso como Presidente, también deberá resolver el problema económico argentino, pero eso será materia de otro artículo. Para que el país comience a dejar atrás su compendio de fracasos, bastará con que su diagnóstico sea certero. Él, o quien le siga, podrá arreglar la coyuntura.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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