El establishment feminista y su falso desempeño
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Publicado en El Mercurio, 24.12.2019La democracia, explicó Friedrich Hayek, en línea con el pensamiento liberal clásico, no es un fin en sí mismo, sino un medio. Su objetivo es determinar el modo en que se obtiene el poder. El liberalismo, en cambio, es una doctrina sobre los límites del poder y, como tal, es un fin en sí mismo, pues tiene por objetivo proteger la soberanía y propiedad del individuo.
Ahora bien, los liberales prefieren la democracia porque esta tiene una tendencia a producir mejores resultados en términos tanto económicos como de libertad personal. Si ese deja de ser el caso, sin embargo, no hay ninguna razón para inclinarse por ella sobre cualquier otro sistema de transferencia de poder. Y es que dado que la democracia no implica necesariamente un límite al poder, esta puede devenir en totalitaria o 'iliberal' para utilizar un concepto de moda. Esto significa que se puede tener democracia con ausencia de libertad y prosperidad y se puede tener también autocracia en sus diversas formas con libertad y prosperidad económica.
Singapur es un claro ejemplo de lo segundo y la Venezuela de Chávez de lo primero. Ningún liberal que ponga los derechos del individuo antes que el interés colectivo o los caprichos del poder podría preferir una democracia iliberal como la de Chávez a un régimen autoritario liberal como el de Singapur, salvo, claro, que se crea que la democracia es un fin en sí mismo, es decir, un dogma religioso en virtud del cual el método es más importante que el objetivo para el cual existe. Pero, aunque no se concuerde con esta idea, lo cierto es que si la democracia fracasa en garantizar cierto nivel de prosperidad económica, de libertad individual y seguridad personal, quiérase o no, pierde su legitimidad. En otras palabras, la ciudadanía comienza a preguntarse para qué quiere políticos corruptos e ineptos bajo cuyo mandato vive con miedo permanente a ser agredida en su vida y propiedad.
La democracia 'liberal', sin duda el mejor de todos los sistemas, muta entonces en democracia iliberal o simplemente colapsa, dando paso al autoritarismo. Ahora bien, en la práctica, que haya liberalismo significa que predomina una economía libre, con un Estado que garantiza el derecho de propiedad y libertades básicas por la vía de ejercer el monopolio de la violencia que detenta, precisamente para frenar la delincuencia y hacer cumplir los contratos. Intuitivamente, cuando falla eso, la ciudadanía siente que no hay razón alguna para preferirla por sobre un sistema iliberal capaz de, al menos, restaurar el orden, la seguridad y cierto nivel de bienestar económico. En cualquier sistema político, el liberalismo, hay que insistir, viene dado por lo que se conoce como rule of law o Estado de Derecho.
"El Estado de Derecho exige predictibilidad, reglas que la garanticen y faculta solo a determinadas personas bajo condiciones preestablecidas a aplicar la violencia".
Este implica que el poder coactivo se encuentra concentrado en unas pocas manos que lo utilizan de acuerdo a reglas que permiten a quienes integran la comunidad política prever con suficiente certidumbre cuándo y bajo qué circunstancias se aplicará la violencia. Así, por ejemplo, se sabe de antemano que la propiedad de una persona puede ser confiscada cuando se cometen ciertos delitos o bien bajo circunstancias especiales establecidas en la ley. Como es evidente, todo ello es incompatible con la posibilidad de que cualquiera en el momento que se le ocurra pueda atacar nuestra propiedad, vida o libertad. El Estado de Derecho exige predictibilidad, reglas que la garanticen y faculta solo a determinadas personas bajo condiciones preestablecidas a aplicar la violencia.
En general, ningún sistema político, democrático o no, puede sostenerse si deja de ejercer su función primordial que es la de reclamar el monopolio de la violencia. Y si eso es así, entonces la mejor forma de salvaguardar la democracia liberal —y el orden social en general— es quitarle a la calle el poder que se ha tomado, es decir, reintegrar la violencia dentro del Estado. Esa meta, como es obvio, solo se puede conseguir aplicando desde el Estado una violencia capaz de aplacar aquella que pretende suplantarlo o desarticularlo en su rol esencial.
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