El delirio institucional del feminismo de género
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Publicada en El Líbero, 29.11.2016Celebrar o justificar dictaduras es precisamente eso: celebrar o justificar dictaduras. No hay que buscarle más patas a la mesa. Y eso en relación con el régimen de Fidel Castro equivale a hacerse cargo de los 58 años de una dictadura -aún en marcha- de la cual él fue siempre su máximo líder. Lo delicado para la izquierda chilena -con excepción de los socialdemócratas auténticos- es que en estos días se ha visto obligada a justificar o relativizar esa autocracia a pesar de que su identidad de los últimos decenios se nutre fundamentalmente del rechazo a otra, la de Augusto Pinochet.
¿Cómo superar esa contradicción que implica condenar a una dictadura de 17 años, pero justificar, celebrar o relativizar al mismo tiempo a una que se acerca ya a los 59 años de existencia?
Pero no se trata solo de eso. Hay más contradicciones en nuestra izquierda. Por ejemplo, la siguiente: ella justifica a la autocracia cubana afirmando que fue fruto de la presión del “imperialismo” estadounidense. Sugiere de este modo que, si Washington no hubiese aplicado el embargo económico ni cortado relaciones diplomáticas con La Habana como represalia por la expropiación de inversiones norteamericanas (entre las cuales se contaban miles de casas de jubilados) en la isla, Castro hubiese gobernado como un demócrata y tolerado elecciones. ¿Seguro?
Al sugerir que fue Washington quien obligó a Castro a montar una dictadura y abrazar a la URSS, la izquierda ignora la historia de los partidos comunistas en el mundo (poco propensos a soltar el poder) y las palabras del propio máximo líder. Este, en entrevistas y discursos (pueden verse online), admite que se hizo marxista en los años cincuenta, en México, a través de la influencia de Raúl Castro, Alfredo Guevara y Ernesto Guevara, y que decidió ocultarlo hasta 1961 para no asustar a la amplia y vasta y pluralista alianza que derrocó a Fulgencio Batista, en la cual los comunistas no representaban ni el 5%.
Pero suponiendo que uno admitiera esta lógica (esa de que Fidel se vio obligado a aliarse con Moscú e instaurar el comunismo como solución de emergencia), ¿por qué justificar entonces durante casi seis décadas al régimen castrista y postularlo como una alternativa de desarrollo para Chile y el continente? ¿Cómo puede lo improvisado volverse modelo y ejemplo a seguir para América Latina y el Tercer Mundo? ¿Cuánta pérdida de libertades y vidas humanas significó postular con tanto fervor a ese modelo desde 1959 hasta la fecha?
Pero veo otras contradicciones en la argumentación de nuestra izquierda. En rigor, no se trata sólo de los decenios de Fidel en el poder, sino también de algo embarazoso porque huele a monárquico-comunista: A la muerte de Fidel se agrega que el difunto dejó de sucesor a su propio hermano. No recordaré aquí a varios altos dirigentes que fueron “tronados”, fusilados o encarcelados para que el 2006, casi como por azar, surgiese el hermano del máximo líder como carta “natural” de sucesión, lo que armoniza bien con las dinastías de Somoza y Duvalier, en realidad.
Todo esto desconcierta e irrita porque la izquierda jugó un importante papel en la transición a la democracia en Chile y porque ella sabe que dicha transición permitió ahorrar sangre y dolor. Para impulsar ese proceso fue necesaria también la disposición de Pinochet. Sin embargo, Fidel jamás pensó en una transición a la democracia para Cuba, pues siempre la consideró una aberración y una traición a su causa, una debilidad letal del revolucionario. Por encima de la patria, para Fidel estaba su revolución, que era él mismo. Fidel no pensó en una transición a la democracia, sino sólo en una sucesión para legar todo su poder a su hermano.
¿También justifica la izquierda chilena la sucesión de Castro a Castro en estos días? ¿O la condena? Al menos podría alzar la voz contra quienes, en la elite político-burocrática-militar de Cuba, ya dejan sonar hoy el nombre de Alejandro Castro Espín, hijo de Raúl, como su sucesor cuando él se retire en 2018, jubilación que anunció y fechó.
Según palabras de Fidel, él se hizo comunista antes de desembarcar en 1956 en el oriente de la isla para iniciar la guerrilla. La historia moderna indica que, con o sin Estados Unidos como amenaza, los comunistas comparten un rasgo esencial básico: cuando toman el poder es para no entregarlo más. 1989 fue histórico porque los partidos comunistas de Europa del este -y después el de la URSS- sólo renunciaron al poder ante las masivas revoluciones pacíficas. No convence, por lo tanto, el argumento de que la dictadura de Fidel es culpa de Washington.
Pero esta justificación o relativización de la dictadura caribeña lleva a otra consideración: Cuando alguien describe a Fidel como líder de la dignidad y la justicia social en el continente, o como faro inspirador para la juventud latinoamericana, está justificando a la vez la forma en que Castro trató a sus conciudadanos que pensaban en forma diferente sobre Cuba. La apología expresa también una identificación con el modo en que el máximo líder impuso y defendió el socialismo, e intentó propagarlo en el mundo a través de la vía armada. Todo eso es trágico para cubanos e inquietante para chilenos porque Amnistía International y otras organizaciones humanitarias coinciden en denunciar que el régimen de Fidel Castro fusiló a centenares de personas, torturó y encarceló a cientos de miles, conculcó los derechos humanos y causó el exilio de más de dos millones de cubanos.
La apología a Fidel Castro pone de manifiesto un doble estándar moral: esa izquierda es capaz de condenar, con razón, la violación de derechos humanos bajo Pinochet, pero “entiende”, relativiza o justifica la violación de derechos humanos bajo Castro. Para la izquierda hay, por lo tanto, dictaduras malas y “buenas”, y hay seres humanos cuyos derechos corresponde respetar y defender, y otros que, debido a sus convicciones políticas opuestas al socialismo, no merecen la misma consideración.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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