El delirio institucional del feminismo de género
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PulsoHace unos días, Axel Kaiser recordaba, acertadamente, la distinción entre socialdemócratas y socialistas, recalcando el carácter marcadamente socialista -refundacional, es decir, revolucionario- del segundo Gobierno de la Presidenta Bachelet. Es posible que el reciente recambio ministerial implique una pausa socialdemócrata en el empeño refundacional, pero el renacimiento del sueño socialista será un elemento decisivo de nuestra futura evolución política y debe por ello ser entendido a cabalidad y diferenciado de aquella socialdemocracia moderna que hoy existe en Europa.
La socialdemocracia actual es producto de un doble desarrollo ideológico que la separa claramente de las tendencias revolucionarias del pensamiento socialista. El primero se refiere a la democracia y se produce a partir de la implantación en Rusia de la dictadura comunista de Lenin. Una parte del movimiento socialista rechazó entonces la vía dictatorial al socialismo reivindicando, en su lugar, la vía democrática. Ello originará una profunda división entre comunistas y socialdemócratas, así como una lucha encarnizada entre ambas tendencias.
Esto no implicó, sin embargo, el abandono del proyecto socialista sino solo de los métodos totalitarios para alcanzarlo. La socialdemocracia siguió siendo un movimiento de aspiraciones refundacionales que se planteaba la sustitución plena del orden liberal-capitalista por uno socialista, donde se socializan los medios de producción y el mercado es reemplazado por la planificación estatal, pero ello debía ser alcanzado a través de reformas democráticas y no por un golpe revolucionario. El socialismo chileno, por su parte, nunca fue socialdemócrata.
Desde su fundación en los años 30 hasta el colapso del Gobierno de Allende profesó la necesidad de una ruptura violenta del orden establecido y la instauración de un gobierno dictatorial revolucionario para dar paso al socialismo. Esto queda expuesto con toda claridad ya en su primera declaración de principios de 1934: “Durante el proceso de transformación total del sistema, es necesaria una dictadura de trabajadores organizados. La transformación evolutiva por medio del sistema democrático no es posible…”.
Solo con posterioridad al golpe de 1973 los socialistas recapacitarán sobre este último punto, pero no sobre el primero: seguirán siendo fieles a sus fines refundacionales, pero adoptando ahora métodos democráticos para alcanzarlos. Ahora bien, cuando nuestros socialistas daban este paso la socialdemocracia había ya dado un segundo paso decisivo en su evolución: abandonar sus aspiraciones refundacionales y su anticapitalismo clásico.
Esta orientación, adoptada plenamente después de la Segunda Guerra Mundial, venía ya desde fines del siglo XIX y había sido encarnada por el socialdemócrata alemán Eduard Bernstein, el gran crítico de la profecía apocalíptica de Marx sobre la proletarización y pauperización de las grandes mayorías bajo el capitalismo.
ESTA PERSPECTIVA fue asumida plenamente por la socialdemocracia nórdica ya en los años 30: el capitalismo es la gallina de los huevos de oro de la prosperidad y por ello no solo hay que aceptarlo como un mal necesario sino que hay que apoyarlo, creando en torno suyo sistemas sociales eficientes que faciliten su funcionamiento. Ello fue complementado con grandes acuerdos entre sindicatos socialdemócratas y asociaciones empresariales, en lo que daría origen a un modelo de desarrollo capaz de combinar una extraordinaria paz social con altos niveles de crecimiento.
En vez de combatir al capitalismo, la socialdemocracia se orientó a desarrollar el así llamado Estado del bienestar, basado en los recursos económicos generados por la producción capitalista. Este paso al procapitalismo no siempre fue consecuente y hubo recaídas en el anticapitalismo, pero finalmente ha sido la característica distintiva de la socialdemocracia europea y la base del gran consenso logrado en torno a la democracia y el capitalismo como pilares fundamentales del progreso. Con ello, la socialdemocracia abandonaba no solamente los medios, sino también sus fines revolucionarios.
Este es el paso que nuestro socialismo nunca ha dado. Durante la época de la Concertación aceptó, oportunistamente, un capitalismo dinámico que le permitió administrar un país boyante, pero su alma nunca dejó de albergar el sueño socialista que se actualizó a partir de la marea de radicalismo antisistema de 2011. Con ello quedó de manifiesto el error cardinal de las fuerzas no socialistas, que creyeron que el consenso concertacionista era de fondo y no solo una cuestión táctica. Por ello abandonaron el campo de la lucha de las ideas, orientándose hacia el tecnicismo de las políticas públicas y el cosismo.
De esta manera, se enfrentaron desarmadas ideológicamente a la ofensiva izquierdista de 2011 y fueron arrasadas. Con ello se crearon las condiciones del intento refundacional de Bachelet que hoy parece entrar, forzado por las circunstancias, en una fase de repliegue táctico. Sin embargo, creer que esto implicará volver al consenso concertacionista no es más que una ilusión. La batalla por el futuro de Chile está abierta y solo se ganará mediante una gran ofensiva en favor de las ideas de la libertad.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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