Para el Gobierno, moderación y para la oposición, unidad
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Publicado en El Líbero, 18.12.2021Pasadas las elecciones legislativas y la primera vuelta presidencial, y de cara a la segunda vuelta que definirá quién será el próximo presidente de Chile, se hace sumamente relevante discutir sobre la participación electoral en nuestro país y el régimen de votación, puesto que constantemente se habla de la baja participación y se cuestiona dicho régimen. Por ejemplo, en las recientes elecciones, la participación electoral se situó en un 47,3%, en línea con lo que fue la elección de alcaldes, gobernadores regionales y convencionales constituyentes, donde participó un 43,4% del potencial electorado y la elección presidencial del 2017 con un 49% de participación. Aun así, si observamos la trayectoria de la participación electoral, es bastante difícil ignorar el hecho de que esta ha venido disminuyendo significativamente durante los últimos años. De hecho, “Chile presenta una de las mayores bajas en la participación electoral en el mundo, con un promedio de caída de un 36% desde que se implementó el voto voluntario” (Madrid y Sacks, 2018). Por supuesto que las causas para explicar aquello van más allá del régimen de votación, sin embargo, la gran discusión ha girado en torno a si se debiese volver a un sistema de voto obligatorio con el fin de aumentar la participación electoral y darle mayor “legitimidad” a la política. Con objetivos de introducir una reflexión crítica en torno al debate del voto obligatorio, en estas líneas trataremos de revisar los principales argumentos que sustentan la tesis del sufragio obligatorio.
Primero, debemos preguntaros: ¿el sufragio es un derecho o un deber?, o ¿puede ser ambas a la vez? Estas son las preguntas que surgen naturalmente y con justa razón, ya que dependiendo de la respuesta a estas preguntas se derivan concepciones normativas distintas que las justifican; por ejemplo, la obligatoriedad de participar en los actos electorales o, por el contrario, la voluntariedad del sufragio, se desprenden de si este acto es considerado un deber o un derecho. Es pertinente reconocer que un derecho es distinto en su categoría a un deber, pues del primero derivan garantías y protecciones, y del segundo derivan responsabilidades u obligaciones que se le pueden exigir al ciudadano. Por lo tanto, el sufragio no puede considerarse como un derecho y un deber a la vez, pues aquello es incompatible con sus naturalezas y ontologías distintas. A su vez, es claro que el sufragio es un derecho político consagrado en la Constitución Política de la República, que emana de la aceptación de la democracia representativa como sistema político y forma de gobierno y de la igualdad política de los ciudadanos. Aquello entonces, necesariamente descarta la visión del voto como un deber cívico el cual debe ser exigido con coerción. La única forma en que se podría entender el sufragio como deber y derecho a la vez, y hacerlos compatibles, sería reconociendo que constituye un deber moral y cívico a nivel personal y que este solo pesa en la mente y conciencia cívica del individuo en caso de no ejercer su derecho a sufragio. En otras palabras, cuando el ejercicio del deber se manifiesta en forma de presión cívica, cultural y social (un ejercicio de presión social), pero no a través de la coerción y de la punición fáctica (ejercicio de poder a través del Estado).
Segundo, debemos preguntarnos: ¿mayor participación electoral significa realmente mayor representatividad? Esta es otra de las preguntas relevantes que surgen. La respuesta a esta pregunta es: no necesariamente y no en todos los casos. Siempre los votos emitidos en cualquier elección representan las preferencias políticas de un momento determinado de los ciudadanos que fueron a sufragar. A su vez, estos ciudadanos son una muestra representativa de la población habilitada para sufragar —aun cuando consideramos el sesgo de clase, pues en un régimen obligatorio este fenómeno está implícito en la inscripción de los registros electorales— y, por tanto, difícilmente los resultados de una elección podrían cambiar si todos los inscritos en el padrón electoral votaran. Esta idea resulta evidente cuando se ve claramente expresado el patrón de las preferencias electorales muy temprano y durante el conteo de votos, donde ya se pueden deducir los resultados y preferencias de toda la población con un 25% de las mesas escrutadas, y a medida que aumenta este porcentaje se van reafirmando estas tendencias preliminares y se evidencian muy pequeños cambios. Es más, aun cuando nos fijemos en la cantidad de votos de los candidatos, los resultados seguirían siendo representativos sean estos con un 40% de participación o con un 80%. Estadísticamente podría demostrarse cuántos votos a nivel agregado se requerirían y las condiciones para que fueran representativos de una elección en que participaran todos los inscritos.
Tercero, y finalmente, ¿mayor participación electoral es un reflejo de mayor legitimidad del proceso político y democrático? Esta es otra de las consideraciones clave a realizar. Nuevamente la respuesta es no necesariamente. En este caso, la razón es bastante sencilla: de un proceso representativo que se basa en reglas justas, generales y conocidas ex ante por todos, necesariamente se sigue que los resultados que de aquello se derivan son legítimos, siempre y cuando no exista fraude electoral u otro tipo de alteración del proceso (Buchanan y Tullock, 1962). Si mayor representatividad implicara mayor legitimidad, podría decirse que como una mayor participación no genera mayor representatividad, entonces tampoco significa mayor legitimidad política. Otro punto importante a considerar es que países con voto obligatorio y mayor participación electoral han demostrado tener los mismos o incluso peores problemas políticos que Chile. Por ejemplo, en la elección presidencial del año 2019 en Argentina, participó el 81,3% de los habilitados para sufragar; en Brasil, participó el 78,4% del padrón electoral y en Perú un 74,6%. Sin embargo, tal como hemos sido testigos durante los últimos meses, estos países vecinos han tenido serios problemas de gobernabilidad, polarización, probidad y de estabilidad política, lo que impacta en la legitimidad del proceso democrático. Mientras que estos problemas en Chile han sido de menor envergadura. Los casos recientes de Brasil, Argentina y Perú nos sugiere que, incluso cuando hay elevados niveles de participación, esto no garantiza ni mayor estabilidad o representación política, ni tampoco una mayor legitimidad del proceso político y democrático.
Con todo esto no se quiere implicar que no sea importante tener una alta participación electoral —de hecho, nosotros invitamos a todos los ciudadanos a participar de todas las elecciones posibles y en todas sus variantes—, lo que sí se está argumentando es que, aún cuando el voto sea obligatorio y coercitivo y puede aumentar la participación, esto a fin de cuentas no es una panacea y no necesariamente permite solucionar los problemas de fondo de nuestras dinámicas políticas. En consecuencia, una alta participación no es deseable a priori y sin analizar el contexto o marco político-legal en el cual se realiza. Una alta participación —cercana al 60%— bajo un régimen de votación voluntario estaría demostrando un buen sistema político y saludable, donde la gente está involucrada y no hay que obligarla para que voten, sino que se vinculan al sistema político, saben cómo incidir en él y están pendientes a las decisiones que se toman (Escudero, 2021). Lo anterior no necesariamente ocurre bajo un sistema de voto obligatorio con alta participación electoral en donde se usa la coerción para exprimir una preferencia obligada y no necesariamente pensada con racionalidad o deseada, pues como los ciudadanos votan coactivamente, no es posible dilucidar si están realmente involucrados con el sistema político y realmente informados de dicho voto obligado.
En definitiva, es tiempo de comenzar a mirar otros mecanismos e incentivos complementarios y que no sean tan nocivos para las libertades de los ciudadanos y que fomenten la participación electoral y la involucración democrática, a la vez que ayuden a solucionar los problemas de fondo. Para ello, creemos necesario mantener el régimen de votación voluntario y analizar lo que han hecho los demás países del mundo para afrontar estos problemas, estudiar si aquellos mecanismos e incentivos menos coercitivos podrían funcionar en nuestro país y tomar los mejores aspectos de ellos para implementarlos en el futuro.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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