El delirio institucional del feminismo de género
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Publicado en La Segunda, 10.05.2023Empezaron con el «péndulo». Yo creo que ya no voy a poder escuchar esa palabra nunca más. Me va a pasar lo mismo que con «clivaje» o «galopante». Las leo o las escucho y me viene un soponcio. Lo mismo cuando hablan de «contrafactual». Mientras estudiaba economía, esa palabra se usaba de manera sobria, cuando correspondía; era algo técnico. Una vez, antes de las redes sociales, apareció Fernando Paulsen recién aterrizado desde sus días en Harvard y en un capítulo de Tolerancia Cero, de repente, se molestó y dijo: «no me voy a poner a explicar acá, a todos ustedes, o al resto, lo que es un “contrafactual” pero (y siguió una eterna reflexión ilógica y dispersa)». En otra dimensión, me pasa también con «notable» o «nefasto. No logro superarlas.
«Las tomas no había que desalojarlas, decía el win-win y filántropo Jackson. Nadie empatizaba con engendrar violencia. Nadie empatizaba con celebrar la delincuencia. Costó caro que aprendiéramos. Ahora, que se comporten los Republicanos porque esos votos no son Republicanos».
Ahora, esa idea de que el país cambia y da tantas vueltas, o es volátil, o bipolar, no la creo mucho. Es obvio que algo de eso hay, pero nunca habrá que olvidarse de esto: el cierre de campaña del Apruebo de salida fue con más de 500 mil personas bailando en la Alameda al son de Anita Tijoux y burlándose junto a Natalia Valdevenito. Todo muy carnavalesco, como dice el rector. Una fiesta popular. Al otro lado estaba el cierre del Rechazo, en la punta del Cerro San Cristóbal. Una lata, apenas 700 personas recordando los días de campaña y quizás una que otra anécdota de viejos tiempos universitarios. Una fiesta privada. Eran apenas un 0,14% de la fiesta popular que llenaba el centro de Santiago. ¿Los resultados? Más del 62% de chilenos apoyó el Rechazo. Una votación histórica rechazó un proceso que tuvo todo, pero absolutamente todo, para haber salido exitoso. Este cierre había sido chico, además, porque no los habían dejado asomarse mucho; había miedo al desate de la violencia callejera —una represión, quizás metáfora del ambiente social hoy lejano—. El cierre de campaña en la Alameda, al revés, emulaba la «marcha más grande de Chile» de ese 25 de octubre, cuando más de un millón de chilenos salió a las calles a celebrar la violencia y los reclamos desatados por el estallide. ¿Dónde quedaba el resto de 13, 14 o 15 millones de chilenos? Parece que pocos «empatizaban».
Las tomas no había que desalojarlas, decía el win-win y filántropo Jackson. Nadie empatizaba con engendrar violencia. Hay que fijar los precios de los arriendos, decía Winter. Nadie empatizaba con destruir los barrios. A los inmigrantes delincuentes no hay que expulsarlos, decía Yaksic, el exjesuita hoy en el gobierno. Nadie empatizaba con celebrar la delincuencia. Cortar las calles es legítimo, decía Boric. Nadie empatizaba con terroristas. Y así. Impuesto al patrimonio, piden todos. Quieren menos la inversión y menos trabajo. Para la pensión necesitamos reparto, dicen todos. Quieren peores pensiones. Que caigan las Isapres, dicen todos. Quieren mala salud. Delirios todos, quieren caos. Costó caro que aprendiéramos. Ahora: que se comporten los Republicanos porque esos votos no son Republicanos.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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