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Publicado en El Líbero, 20.09.2025
Publicado en El Líbero, 20.09.2025 Por: Pablo Paniagua y Jaime Santana
Sabemos que nuestras sociedades comenzaron siendo nómadas. En aquellas primeras comunidades de cazadores-recolectores, las agrupaciones eran fundamentalmente familiares, y debían mantener un estricto control poblacional. En aquel orden social, como bien señalaba Thomas Malthus, si la población crecía demasiado, las hambrunas y los conflictos por la escasez de recursos se encargaban de restablecer el equilibrio, llevando a las sociedades a un estado de pobreza y miseria permanente. Con la invención de la agricultura y la domesticación de animales, las sociedades comenzaron a generar excedentes. De allí surgieron el intercambio, y más tarde, el comercio, llevando a las sociedades de la subsistencia al intercambio y del intercambio a «la Gran Evasión» (Muñoz y Paniagua, 2025).
Volviendo atrás, los griegos concebían la sociedad como una estructura cuya unidad básica era la familia. Varias familias conformaban una aldea, y cuando ya no era posible conocer a todos sus integrantes, surgía lo que llamaron polis. La polis se caracterizaba por ser una entidad política y social autónoma, que comprendía tanto la zona urbana como los territorios circundantes. Contaba con gobierno, leyes, ejército y territorio propio. Las más representativas fueron Atenas y Esparta. Uno de los primeros en pensar la organización ideal de la poli fue Platón, quien, en su diálogo La República, intentó encontrar una justificación racional para la justicia. En esta obra, Platón nos presenta una sociedad claramente utópica: un gobierno totalitario, una división de la sociedad en castas inamovibles y un sistema de control sobre la reproducción mediante engaños por parte de los gobernantes, con el fin de mejorar la calidad genética de la población. Platón pone en boca de Sócrates una frase reveladora: «Los guardianes deberán vivir en comunidad, sin propiedades privadas, sin oro ni plata bajo su techo… serán los verdaderos servidores de la ciudad» (Platón, 2003, p. 146). Estas licencias, inaceptables como propuesta real, se entienden porque el diálogo buscaba una definición filosófica de la justicia, no una constitución concreta o real.
Aristóteles, en cambio, realiza un análisis sistemático de las constituciones existentes en su tiempo, que recoge en su obra Política. Esta puede ser entendida como una extensión de la Ética a Nicómaco, ya que para Aristóteles el hombre es siempre un animal político (zoón politikón): «El hombre es por naturaleza un animal político, y quien vive fuera de la polis por naturaleza y no por azar, o es una bestia o un dios» (Aristóteles, 1998, p. 17). A diferencia de su maestro Platón, Aristóteles reconoce tres formas legítimas de gobierno según el número de gobernantes: i) la monarquía (uno), ii) la aristocracia (unos pocos), y iii) la república o Politeia (muchos). Sin embargo, si los gobernantes persiguen fines personales en lugar del bien común, estas formas degeneran en tiranía, oligarquía y democracia, respectivamente, según el pensador de Estagira.
Pasó mucha agua bajo el puente histórico y político, hasta que, en la Inglaterra del siglo XVI, Thomas Hobbes propuso un modelo de sociedad centrado en la paz y el orden—tanto entre naciones como en la vida civil. Partiendo del instinto de preservación racional de cada individuo, Hobbes en El Leviatán, observa que todo ser humano siente atracción por aquello que le preserva y aversión por lo que le amenaza. En un estado sin gobierno, cada individuo tendría derecho natural a arrebatar recursos —incluso la vida— de quien represente un peligro para sí o para los suyos. El resultado: un estado de guerra de todos contra todos. Hobbes lo expresa con crudeza: «Durante el tiempo que los hombres viven sin un poder común que los mantenga a raya, están en esa condición llamada guerra, y tal guerra es de cada uno contra cada uno» (Hobbes, 2000, p. 111).
«Hoy en día, los Estados modernos ofrecen soluciones a todos los problemas que enfrentan sus ciudadanos: salud, educación, subsidios por desempleo, pensiones, y un largo etcétera. Esta transformación ha erosionado el contrato familiar reemplazándolo por un pacto estatal: ese acuerdo tácito de cuidado mutuo y recíproco entre padres, hijos y parientes cercanos, ha sido reemplazado por un pacto fundado en la coerción, imposición y en los mecanismos burocráticos estatales».
Para escapar de esta condición, el ser humano debe apelar a la razón, pero esta no es garantía suficiente de paz, ya que no todos razonan del mismo modo, ni respetan el derecho ajeno. Por eso, Hobbes plantea la necesidad de un pacto social racional basado en el interés personal de cada individuo: los individuos renuncian a su derecho de fuerza y se lo transfieren a un tercero, el Leviatán, que representa la voluntad común y tiene la única autoridad para imponer justicia. Este Estado soberano, que monopoliza la fuerza y la coerción, tiene como función central preservar la vida y la propiedad pero a expensas de poseer todo el poder y el control de la sociedad. La propuesta de Hobbes debe ser entendida en el contexto en el cual este escribió, ya que responde a los conflictos de su tiempo: la guerra civil inglesa, provocada por el enfrentamiento entre el Parlamento y la monarquía.
En el siglo XVII, las tensiones religiosas entre católicos y protestantes, sumadas al surgimiento de la burguesía, pusieron nuevamente en tela de juicio el poder del rey. Grupos como los Levellers, que aspiraban a una democracia representativa, y los Diggers, contrarios a la propiedad privada, fueron perseguidos por otros grupos protestantes como anglicanos y puritanos, generando un estado de alta tensión en la sociedad inglesa. En ese contexto aparece John Locke, quien critica la intolerancia religiosa y, con ella, la idea platónica de verdades innatas. En su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke rechaza el innatismo y afirma que la mente humana es una tabula rasa al nacer: todas nuestras ideas provienen de la experiencia, no de ideas universales inscritas por naturaleza. Este enfoque da inicio al empirismo inglés y limita la pretensión de poseer verdades absolutas e inamovibles. Para Locke, el estado de naturaleza es inicialmente pacífico. Los individuos tienen derechos naturales: vida, libertad y propiedad, así como el derecho a defenderlos. Sin embargo, este sistema es inestable porque basta con unos pocos inadaptados para destruir la armonía. Por eso se justifica el pacto social: se cede el derecho de defensa a un gobierno. Pero, a diferencia de Hobbes, este gobierno está sujeto a la ley y debe ser restringido por leyes que le impone el conjunto de ciudadanos que conforman el pacto social. Locke lo resume en una afirmación central: «Donde no hay ley, no hay libertad» (Locke, 1988, §57).
Casi contemporáneo a Locke, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau presenta su crítica a la monarquía absoluta y a la sociedad desigual en tres obras: El discurso sobre las ciencias y las artes, El discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y El contrato social. En esta última, Rousseau afirma: «El hombre nace libre, y en todas partes se encuentra encadenado» (Rousseau, 2002, p. 37). La verdadera libertad, sostiene el ginebrino, no consiste en hacer lo que se quiere, sino en obedecer una ley que uno mismo se ha dado: «Obedecer una ley que uno mismo se ha impuesto es libertad» (Rousseau, 2002, p. 78). Rousseau sostiene que la virtud solo puede mantenerse si se preserva la libertad. Por ello, el proceso legislativo debe emanar del pueblo, no de un tercero. La progresividad fiscal que propone tiene como fin evitar desigualdades que generen resentimiento, para que el bien común prevalezca sobre el interés individual.
Ahora bien, habiendo recorrido brevemente a los clásicos griegos y los principales contractualistas Europeos, podemos volver ahora a la pregunta que da el título de este ensayo: ¿contrato estatal o contrato familiar?. Todos los autores revisados —excepto Platón— reconocen que la base de la sociedad es la familia, y que el Estado debe proteger ciertos derechos fundamentales que aseguren su subsistencia. Sin embargo, a partir del siglo XIX, comienza a tomar forma una idea distinta: la del Estado de bienestar. En la Alemania de Otto von Bismarck, se implementan políticas sociales innovadoras, conocidas como «socialismo de Estado», que sentaron las bases del Estado de bienestar moderno: seguro médico (1883), seguro de accidentes (1884) y el seguro de vejez e invalidez (1889). Hasta entonces, las responsabilidades que ahora asume el Estado eran antes deberes exclusivos del núcleo familiar. Hoy en día, los Estados modernos ofrecen soluciones a todos los problemas que enfrentan sus ciudadanos: salud, educación, subsidios por desempleo, pensiones, y un largo etcétera. Esta transformación ha erosionado el contrato familiar reemplazándolo por un pacto estatal: ese acuerdo tácito de cuidado mutuo y recíproco entre padres, hijos y parientes cercanos, ha sido reemplazado por un pacto fundado en la coerción, imposición y en los mecanismos burocráticos estatales.
En el pasado, un ser humano sabía que su vejez dependía del número y cuidado de sus hijos, lo que motivaba a tener descendencia y a criarla con afecto. Del mismo modo, los hijos cuidaban a sus padres, esperando que sus propios hijos hicieran lo mismo. Incluso tíos, tías o parientes sin hijos eran incluidos dentro de esta red de solidaridad reciproca. Hoy, dicho principio se ha desplazado al Estado que ha disuelto dichos vínculos familiares y los ha reemplazado por vínculos entre la burocracia estatal y los empleados públicos que buscan proveer servicios, y los individuos separados como consumidores de servicios públicos. Paradójicamente, esto nos acerca al modelo totalitario de Platón, donde el Estado se involucra en los aspectos más íntimos de la vida y las consecuencias de todo esto son cada vez más visibles. La más alarmante es la caída de la natalidad. Allí donde el Estado de bienestar es más robusto, las tasas de natalidad están por debajo del nivel de reemplazo (2.1 hijos por mujer): en Finlandia es de 1.25, en Suecia 1.43. En Corea del Sur, en 2023, fue de 0.72. Combinado con una alta esperanza de vida, esto nos enfrenta a un problema ya no de bienestar, sino de supervivencia. Para 2100, se estima que la población mundial se reducirá a la mitad.
En síntesis, la evolución desde una estructura social basada en el contrato familiar hacia un modelo en el que el Estado asume funciones antes propias de los vínculos interpersonales ha permitido avances innegables. Pero también ha generado grandes desafíos como una desconexión entre generaciones, una pérdida del sentido de la responsabilidad mutua y una creciente dependencia de instituciones impersonales en desmedro de vínculos afectivos y familiares. El contrato social moderno, sin el sustento del contrato familiar, se vuelve frágil y puede empobrecer nuestros conceptos de ciudadano y de familia, como se ha visto con la caída de las tasas de natalidad. Como bien advertía Tocqueville en su libro La Democracia en América, sin ciudadanos virtuosos, responsables de sus vínculos comunes, sin respeto de lo «público» y conscientes de su rol en la continuidad de la sociedad, el Leviatán se transforma en un ente ineficiente, paternalista y, finalmente, insostenible. No se trata entonces de elegir entre contrato estatal o contrato familiar, sino de entender que el segundo es la base necesaria para sustentar de forma coherente el primero. Una sociedad donde nadie cuide de nadie, porque el Estado lo hará, es una sociedad sin alma y que arriesga «la tragedia de los comunes» en materia del pacto social. Y una sociedad sin alma, inevitablemente, se extingue.
Referencias:
Aristóteles. (1998). Política (J. Cruz, Trad.). Gredos. (Obra original publicada ca. 350 a.C.).
Hobbes, T. (2000). Leviatán (M. García Gual, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1651).
Locke, J. (1988). Segundo tratado sobre el gobierno civil (L. A. Sánchez, Trad.). Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1690).
Muñoz, F. y Paniagua, P. (2025). La Gran Evasión. Economía para las ciencias sociales y humanas. Editorial Síntesis.
Platón. (2003). La República (J. Calonge, Trad.). Gredos. (Obra original publicada ca. 380 a.C.).
Rousseau, J.-J. (2002). El contrato social (A. Truyol, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1762).
Tocqueville, A. (1957). La democracia en América. FCE: Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1835).
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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