El delirio institucional del feminismo de género
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Hasta el siglo XVIII, el 99,9% de la población mundial vivía en condiciones que hoy consideramos de extrema miseria. Todo empezó a cambiar en Holanda e Inglaterra hace algo más de doscientos años, gracias a la revolución capitalista industrial que elevó las masas a niveles de bienestar nunca vistos. Durante el siglo XX, la expansión de instituciones respetuosas del derecho de propiedad y la libertad personal permitieron que la pobreza extrema continuara desplomándose. En 1970, por ejemplo, el 30% de la población mundial vivía con menos de un dólar diario. En 2011, la cifra de pobres había caído a 5%. En China, cuando el socialista Mao Zedong murió, en 1976, el 66% de los chinos vivía con menos de un dólar al día en el paraíso igualitario marxista. Con las reformas capitalistas de Deng Xiaoping, el porcentaje de personas viviendo en la extrema pobreza cayó a un increíble 0,3%.
¿Cómo fue todo esto posible? Esencialmente gracias a la labor persistente y energética de un grupo de hombres y mujeres, siempre minoritarios en una sociedad, cuyo espíritu los lleva a asumir riesgos y a no descansar hasta encontrar respuestas a problemas que observan en su entorno: los empresarios. Como ha explicado Deirdre McCloskey, fue un cambio de ideas y valores en la sociedad de los siglos XVIII y XIX lo que produjo la revolución industrial. Ganar dinero no era ya más visto como algo inmoral y las virtudes necesarias para la actividad comercial pasaron a ser admiradas y promovidas socialmente. En otras palabras, el burgués pasó a ser "dignificado", y como consecuencia, por primera vez en la historia humana surgió un sistema en que el estatus social ya no dependía del nacimiento. Las viejas jerarquías y estructuras de clase, como dijo Marx, se desvanecieron en el aire y las oportunidades se abrieron para todos.
Desde el punto de vista económico, el enriquecimiento de las sociedades se produjo porque en un orden de mercado libre los empresarios son mandatarios de los consumidores; es decir, de los trabajadores. Tanto el precio como la calidad y la cantidad de lo producido lo determinan los ciudadanos día a día con sus decisiones de gasto. Si el empresario no se atiene a lo que estos desean y no lo ofrece a los precios que estos están dispuestos a pagar, está condenado a desaparecer del mercado, no importa qué tan grande sea.
El rol del empresario, aunque no sea su propósito, es así eminentemente social: mejorar la calidad de vida de la población al ofrecer lo que esta demanda a los precios que esta quiere o puede pagar. En este orden de cosas, son los mismos consumidores los que pagan los salarios de los trabajadores, y no, como dice una arraigada mitología, los empresarios. No hay un solo peso que pague el empresario que no venga de las ventas de sus productos a los precios que los consumidores quieran pagar, lo que explica que mientras mayor valor cree el trabajador para los consumidores -de ahí la importancia de la educación y capacitación-, mayor será su ingreso. No es el Real Madrid el que paga el salario de Cristiano Ronaldo, sino los fans del club y quienes lo siguen. Lo mismo ocurre en todo tipo de empresas, siempre que estas jueguen dentro de las reglas de libre mercado, por supuesto.
Nadie puede, en ese orden de mercado libre y competitivo, hacerse rico si no es creando la riqueza que posee, y ello implica que debe crear mucho más riqueza para el resto de la sociedad de lo que crea para sí, como muestran una serie de estudios sobre el tema. Piense un segundo cómo sería su vida sin todas las cosas que usted usa a diario y que son producidas, desarrolladas y distribuidas por empresarios, y tendrá una idea del valor que estos crean para la sociedad. Desde su casa, auto, ropa, música, computador y refrigerador, hasta sus alimentos, jabón, desodorante y medicamentos, todo eso y más es creado por empresas de diversos tamaños.
Sin empresarios viviríamos como nuestros antepasados: en la miseria absoluta. Ese es precisamente el drama de los países pobres y de países socialistas como Cuba y Venezuela. Precisamente porque no se respetan derechos de propiedad y no hay libertad personal ni Estado de Derecho, es muy difícil desarrollar la actividad empresarial. Como resultado, la población debe sufrir la escasez de productos tan elementales como el papel higiénico.
Toda sociedad que pretende avanzar, entonces, debe mantener un discurso positivo sobre el aporte insustituible que empresarios, chicos, medianos y grandes, hacen a sus conciudadanos y sobre la importancia de instituciones que garanticen un orden de mercado realmente libre y competitivo. Pues sin él la creación de valor no es posible y el empresario se convierte en un cazador de renta y favores políticos. Y si bien en ninguna parte el ideal del libre mercado se cumple de manera químicamente pura, en general, en Chile la realidad de las últimas décadas es que el aporte de nuestros empresarios de todos los tamaños, más allá de las críticas, ha sido auténtico y sustancial. De lo contrario sería imposible explicar que nuestro país se haya convertido en el más próspero de América Latina según todos los indicadores relevantes.
Si queremos continuar por el fértil camino recorrido hasta ahora, debemos cambiar el clima de opinión existente en torno a la dignidad de la actividad empresarial y la instituciones de mercado. Y para ello, los primeros que deberían tener claro en qué consiste la labor que desempeñan y la importancia del mercado libre para esa labor son los mismos empresarios, cuya claridad y manejo en esta materia, en muchos casos, ha dado la impresión de que debieran sentir culpa en lugar de orgullo por lo que han logrado para sí, para sus trabajadores y para el resto del país.
Fuente: El Mercurio
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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