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La amenaza de la democracia iliberal

La amenaza de la democracia iliberal

La tensión entre libertad individual y poder colectivo constituye el dilema eterno de la democracia, pero hoy se ve agudizada.

Hace un par de decenios el futuro de la democracia parecía promisorio. La democratización iniciada en Europa del Sur a mediados de los años 70 fue seguida, en los 80, por procesos similares en América Latina y en la región Asia-Pacífico.

Luego, a partir del derribamiento del Muro de Berlín, se extendió a Europa del Este y África Subsahariana. El optimismo era por entonces generalizado y se hablaba de la “tercera ola de democratización”, pero el tiempo de las ilusiones duró poco.

Pronto se pudo constatar que muchas de las nuevas democracias desarrollaban fuertes tendencias autoritarias, alejándose del Estado de Derecho y de aquellos derechos y libertades individuales propias de las democracias liberales. Fue Fareed Zakaria, editor de la prestigiosa revista Foreign Affairs, quien ya en 1997 dio la señal de alarma en un ensayo titulado “El auge de la democracia iliberal”.

A su juicio, el “liberalismo constitucional”, es decir, una legalidad que protege las libertades civiles y pone límites al poder de los gobernantes, “ha conducido a la democracia, pero la democracia no parece conducir al liberalismo constitucional”. En ese mismo texto Zakaria hizo una predicción que, en general, ha mostrado ser correcta: los grandes conflictos políticos del siglo XXI no serían, como aquellos del siglo XX, entre democracia y dictadura, sino dentro de la democracia, entre la concepción liberal y aquella iliberal de la misma.

La tendencia de la democracia a no aceptar ningún límite y adoptar formas reñidas con la libertad, transformándose en lo que Tocqueville llamó la “tiranía de la mayoría”, tiene una larga historia.

Fue justamente esa tendencia la que terminó hundiendo el primer experimento democrático conocido: aquel realizado en la Atenas clásica. Sobre ello, el célebre historiador inglés Lord Acton nos ha dejado unas líneas dignas de ser repetidas:

“La posesión del poder ilimitado […] ejerció su influencia desmoralizadora sobre la ilustre democracia de Atenas. Malo es ser oprimido por una minoría, pero peor es serlo por una mayoría, porque en el caso de las minorías existe en las masas un poder latente de reserva que, de ser activado, pocas veces es resistido por la minoría. Pero cuando se trata de la voluntad absoluta del pueblo, no hay recurso, salvación, ni refugio”.

El peligro de un autoritarismo mayoritario que pasase a llevar las libertades individuales estuvo en el centro de las preocupaciones de los padres de la primera gran democracia moderna, la de Estados Unidos. Pocos han reflexionado tanto sobre la necesidad de la democracia de autolimitarse para no transformarse en enemiga de la libertad como James Madison, Alexander Hamilton y Thomas Jefferson.

La solución a la que arribaron fue la creación de un sistema constitucional de división del poder y “checks and balances” (controles y contrapesos) entre las distintas instancias gubernativas complementado por un carta de derechos individuales (Bill of Rights) de rango constitucional.

Este conjunto de protecciones contra la acumulación del poder y los humores temporales de la mayoría fue, a su vez, resguardado por la exigencia de altísimas mayorías calificadas para poder efectuar cambios constitucionales.

Para ser aprobada, una enmienda debe reunir el voto favorable de dos terceras partes del Congreso y ser ratificada por tres cuartas partes de los estados de la Unión. Por ello es que en los últimos dos siglos apenas 15 enmiendas a la Constitución de Estados Unidos han sido aprobadas.

La tensión entre libertad individual y poder colectivo constituye, como se ve, el dilema eterno de la democracia, pero hoy se ve agudizado por la existencia de un creciente número de partidos y movimientos autoritarios o derechamente totalitarios que buscan llegar al poder por la vía democrática.

Esto ocurre con frecuencia en el mundo musulmán, América Latina y Europa del Este, pero también puede llegar a ocurrir en Europa Occidental, bajo la presión de un populismo radical tanto de izquierda como de derecha. Ahora bien, el desarrollo de la Rusia de Putin o de Venezuela bajo el chavismo muestra, entre muchos otros casos, que la democracia iliberal tiende a transformarse en una dictadura apenas encubierta por sistemas electorales cada vez menos democráticos.

Eso fue lo mismo que pasó en el caso más conocido de uso de la democracia para destruir la democracia: el ascenso de Hitler al poder en la Alemania de los años 30.

La lección que todo esto nos deja es de la mayor importancia para el futuro de Chile. Durante los últimos años ha existido una fuerte presión en favor de la adopción de formas democráticas donde el poder de la mayoría no conozca límites ni cortapisas.

La forma más radical de este tipo de ideas es la propuesta de una asamblea constituyente, donde todo el poder estaría concentrado y Chile sería refundado de acuerdo con los humores de la mayoría que se diese en ese momento. Este ha sido el camino seguido por los experimentos autoritarios latinoamericanos de inspiración chavista y basta ver en qué estado está Venezuela para entender la peligrosidad de un experimento semejante.

Hoy está de moda repudiar aquella democracia de los acuerdos que tan útil le fue a Chile en los tiempos de la Concertación. La Nueva Mayoría ha pasado de la era del apretón de manos a la era de la mano empuñada. Esa es la amenaza que, en nombre del poder omnímodo de las mayorías, puede terminar dañando seriamente nuestra democracia.

Fuente: Pulso

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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