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Keynesianos, salvataje y peste Publicado en El Mostrador, 25.03.2020

Keynesianos, salvataje y peste

Es indudable que la pandemia del COVID-19 se traducirá en un shock económico de proporciones mayores. Mientras el mundo está enfrentando la crisis de salud pública más grande de los últimos cien años, debemos poner atención también ante la posible crisis económica producto de esta situación y a los llamados a utilizar diversos “estímulos fiscales keynesianos” para poder evitar dicha crisis. Si bien el gobierno ya anunció el 19 de marzo un plan de estímulo fiscal, es importante detenerse a examinar qué tipos de estímulos deberían ser los adecuados.

La mayoría de los países del mundo han enfocado sus esfuerzos en “aplanar la curva de contagio” conteniendo la cantidad de infectados por día y así evitar un colapso total de los sistemas de salud. Esta política pública-sanitaria es sin duda deseable, en cuanto ayuda a retrasar la velocidad con la cual el virus se propaga y así poder tratar los casos más urgentes con mayores recursos. Para lograr esto, los gobiernos recomiendan mantener las distancias sociales y evitar los contactos con el resto de los ciudadanos. No obstante, tal necesaria política tiene consecuencias negativas insoslayables: “aplanar la curva de contagio” necesariamente conlleva a “exacerbar la curva macroeconómica de recesión”. Dicho en simple, si todos mantenemos distancias sociales y respetamos cuarentenas en nuestras casas, debemos a su vez cerrar escuelas, universidades, centros comerciales y negocios varios. Así, una gran fracción de la población productiva cesa sus actividades de sopetón. Incluso si muchas personas lograsen trabajar desde sus casas de forma productiva, esto sin duda conllevará cambios drásticos en el consumo y rutina socioeconómica de millones de familias; elementos que sin duda impactarán en la productividad y en el crecimiento económico. La respuesta apropiada, desde una perspectiva de salud pública, no obstante, lleva a que la economía se apague y colapse.

Dada esta paradoja, entre “la curva de contagio” y “la curva de recesión económica”, se proyecta que la economía de Estados Unidos podría contraerse este año en un 4% del PIB. Algo similar podría ocurrir en Chile entonces, si las recientes medidas fiscales impulsadas por el gobierno no son suficientes para “aplanar la curva de recesión económica”. Es factible entonces que el shock económico de corto plazo, producto del COVID-19, sea de proporciones similares al de la crisis financiera.

La respuesta apropiada, desde una perspectiva de salud pública, no obstante, lleva a que la economía se apague y colapse.

Dado este contexto negativo para el país, ya han surgido voces clamando por implementar mayores estímulos fiscales a discreción, realizar salvatajes y rescates estatales a ciertas industrias clave (como las aerolíneas y empresas hoteleras) y por aumentar la deuda pública en general. Muchas de las propuestas planteadas han sido del tipo keynesiana clásica: promoviendo el gasto público en infraestructura y el consumo para proteger la economía. Como en toda situación de shock económico, y dada la escasez de ideas en el mundo de políticas públicas, lo lógico sería volver a implementar las clásicas recetas keynesianas de los estímulos fiscales para poder así reimpulsar la demanda, la inversión en infraestructura y reactivar la economía. No obstante esto, debemos entender las diferencias conceptuales de ambos shocks (el shock del COVID-19 y el shock a la demanda agregada) para poder entender que respuestas de política pública podrían ser más efectivas para poder así ayudar a la macroeconomía de un potencial riesgo mortal de contagio.

Debemos reconocer que esta no será una recesión normal. Los libros de economía no nos enseñan a manejar una crisis producto de una pandemia global.  Este shock económico del COVID-19 es distinto a los shocks de demanda agregada que se usan en los libros de economía para promover estímulos fiscales de corte keynesianos. Aquí no hay “espíritus animales” que colapsan sin motivo alguno deprimiendo la inversión y el consumo. Este shock económico es —en cierta medida— inevitable, ya que una recesión de corto plazo es la contracara obligatoria de la política pública de salud necesaria de “aplanar la curva de contagio”.

No obstante, y dado que las políticas de contención han sido implementadas por los gobiernos exacerbando las pérdidas de flujos y ventas, tratar este shock pandémico como si fuese una corrección de los mercados es delirante. Esto no ha sido culpa ni de las empresas ni de los trabajadores. Esto se parece más bien, en sus orígenes, a un inesperado shock de liquidez o un shock en los flujos de caja de empresas e individuos contemporáneamente, más que a un shock de la demanda agregada. Aquí las interacciones económicas han sido extinguidas por mandato de salud pública. De esta forma, el objetivo primordial de futuros estímulos fiscales no keynesianos es el de asegurar que esta interrupción necesaria, pero temporal, en la actividad economía no se traduzca en daños permanentes y generalizados hacia el resto de la economía. Debemos transformar este shock exógeno en un fenómeno transitorio, como si fuese una mala temporada agrícola. La política pública más sensata hoy es la de “aplanar la curva de contagio” macroeconómico, para así aislar y contener a los elementos más afectados de una posible propagación de daños en los flujos financieros hacia el resto de las empresas viables lo que podría prolongar la recesión por años.

Con todo, futuros estímulos fiscales deberían estar orientados no en la visión ortodoxa keynesiana de recuperar el consumo y la demanda agregada, sino que en tapar el agujero en los flujos de caja y presupuestos de las pequeñas empresas y familias más vulnerables. Más que la demanda agregada y el consumo —como creen los keynesianos— el foco debe estar hoy en mantener la liquidez de las empresas y el flujo de los hogares más afectados. Como si dicho estímulo fuese un seguro catastrófico general contra la imprevista pandemia. Podríamos interpretar dicho estímulo fiscal como un sucedáneo transitorio de un seguro catastrófico para las empresas y personas que no estaban aseguradas ante una pandemia. Esto no significa ser keynesianos, sino que más bien ser prácticos y tener un poco de sentido común.

Una política pública exitosa debería enfocarse en mitigar la angustia financiera entre los hogares y negocios más vulnerables, previniendo quiebras comerciales generalizadas y despidos masivos en empresas viables.

Futuros programas fiscales adicionales y bien diseñados para “aplanar la curva macroeconómica de recesión” deberían tener dos elementos claves: apoyo de liquidez a los hogares más vulnerables y un suporte financiero para las pequeñas empresas afectadas. Así, una política pública exitosa debería enfocarse en mitigar la angustia financiera entre los hogares y negocios más vulnerables, previniendo quiebras comerciales generalizadas y despidos masivos en empresas viables. Es probable que un paquete adicional de medidas de soporte financiero para las pymes sea justificado dado la naturaleza peculiar del shock. El ejemplo de Australia y sus medidas económicas ante el COVID-19 (estímulos orientado a las pequeñas empresas combinado con asistencia financiera directa a las familias vulnerables) puede arrojar luces de cómo proceder de forma eficaz en los próximos meses.

Algunos, ante esto (y no con cierta ironía) ya han argumentado que, si el miedo a la muerte convierte a ateos en creyentes, una pandemia como la actual convierte a economistas liberales en keynesianos. Pero esto sería no reconocer dos cosas elementales: 1) que dichas medidas propuestas e implementadas distan mucho de los planteamientos clásicos e intervencionistas promovidos por Keynes y sus acólitos (enfocados en la demanda agregada); y 2) que no podemos obviar el hecho de que no vivimos en una utopía laissez-faire eficiente en la cual todas las empresas y las personan poseen seguros catastróficos privados contra pandemias.

Dada esta realidad, resultaría francamente un atentado contra el sentido común el no utilizar al Estado y sus existentes recursos públicos para una buena causa económica y para generar beneficios a la sociedad. En un mundo sub-optimal como el nuestro, si el Estado existe y gasta recursos públicos, entonces ¿por qué no mejor utilizarlo para hacer algo útil y vital?  No hay mucho que discutir si el costo de ser prácticos y sensatos es simplemente alejarse del dogma, para poder así salvar a la sociedad abierta y además rescatar económicamente a la gente trabajadora más necesitada. El “no hacer nada” en la política pública es siempre también elegir y hacer algo. Es de esperar que una beneficiosa pandemia de sentido común limpie la cabeza de muchos economistas de viejos dogmas tanto keynesianos como de inacción reaccionaria.

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Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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