El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicado en Sabes, 26.07.2020Los últimos días han sido verdaderamente convulsos, no precisamente por lo acontecido en materia legislativa desde el Congreso Nacional y la abrupta derrota propinada por el propio oficialismo a La Moneda -aunque hacen mérito para incorporarse a la categoría-, sino que más bien por los hechos acontecidos en la Provincia de Arauco.
Un síntoma más del exacerbado centralismo chilensis es que la gravedad de este asunto siga pasando desapercibida. Recapitulemos, en un breve lapso de tiempo ocurrieron: tomas de caminos o rutas, un inmueble incendiado, la toma de la gobernación de Arauco en Lebu y el centro de Reinserción Social de Gendarmería de Cañete. Para poner la guinda de la torta no nos olvidemos de la quema de tres escuelas rurales en Tirúa y Cañete.
Ante semejantes antecedentes cabe concluir que el Estado de Derecho no está debilitado, sino que se encuentra en el suelo. Espero que el zigzagueante Ministerio Público tome una importante carta en el asunto, debiendo necesariamente separar la paja del trigo, pero no por ello dejar de buscar con firmeza que los responsables de estos delitos -y de la barbarie en cuestión- estén tras las rejas.
Descontado aquello, ¿en qué sociedad del orbe se queman escuelas rurales en las que se educan niños con grave riesgo social y pasa casi inadvertido? ¿hasta qué punto pueden llegar actos violentos profundamente regresivos para el progreso social? No resulta comprensible -desde ningún punto de vista- que aquello no haya copado la agenda política y mediática debido a las funestas consecuencias que traerá aparejadas.
Es como si a nadie le importase, como si nos estuviésemos acostumbrando a que cualquiera puede cortar rutas, quemar las calles, inmuebles o recintos educativos.
Urge una señal política robusta, en la que estos hechos sean condenados y considerados como inaceptables, sin medias tintas ni peros -especialmente considerando que la oposición siempre coloca reparos-, como también un actuar más prolijo, ágil y eficaz del gobierno, tanto en la prevención como en la desarticulación de estos grupos violentistas. No podemos ignorar que si cuestiones como éstas pasan coladas, la señal política detrás podría llevarnos a un callejón sin salida y a una indiferencia que tácitamente terminaría validando el proceder, convirtiéndose en una más de las amenazas a nuestra democracia y convivencia.
Antes de que la bola de nieve se convierta en avalancha, se deben adoptar estrategias para que el problema no escale a mayores, desde una profunda excavación que reconstruya los hechos, hasta diálogos con las personas y comunidades afectadas a consecuencia de éstos. Tengamos en cuenta una cuestión muy presente a nuestro continente, recordemos a Mario Vargas Llosa; “Las amenazas a la democracia en América Latina: terrorismo, debilidad del estado de derecho y neopopulismo”. Téngase presente antes que tengamos que preguntarnos -parafraseando a Vargas Llosa- ¿Cuándo se jodió Chile?
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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