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Homenaje a Mario Vargas Llosa, pasión por la libertad

Homenaje a Mario Vargas Llosa, pasión por la libertad

Mario Vargas Llosa cumple 79 años este 28 de marzo y quisiera celebrarlo reproduciendo parte de las palabras que pronuncié en su presencia el 18 de mayo de 2011 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. La ocasión fue el lanzamiento de "Pasión por la libertad", el libro que escribí sobre el pensamiento político de Vargas Llosa. Ambos teníamos un pasado marxista-revolucionario y habíamos creído en el advenimiento del paraíso comunista.

Leer a Mario Vargas Llosa es siempre una gran aventura. Lo saben de sobra todos aquellos que han leído alguna vez sus novelas. Sin embargo, no sólo sus obras literarias nos invitan a una aventura extraordinaria. Durante décadas, Vargas Llosa ha ido compartiendo con sus lectores reflexiones sobre un variadísimo espectro de temas. En ellas, ha ido dando testimonio de su toma de posición frente a una realidad siempre cambiante y sorprendente, pero también ha ido dejando las huellas de una evolución intelectual y política que lo ha llevado a ser uno de nuestros grandes pensadores liberales, un verdadero referente para todos aquellos que creemos que el ser humano se merece la libertad como destino cotidiano.

Esa evolución se ha hecho también parte de mi vida desde hace ya varias décadas. Yo fui uno de aquellos jóvenes latinoamericanos que hicieron una verdadera religión de la idea de que, para decirlo con las palabras de nuestro autor en el prólogo a la Historia de Mayta, “la libertad y la justicia se alcanzarían a tiros de fusil”. En esa fe crecí, pero también me desencanté de ella al ver que a la sombra de la hermosa utopía se escondía una nueva tiranía, y con ella luché hasta llegar al liberalismo, como aquella doctrina que mejor nos protege contra toda idea totalitaria.

En esa lucha la lectura de los ensayos, crónicas e intervenciones de Vargas Llosa fue fundamental. Los “demonios” con que yo luchaba a comienzos de los años 80 no eran muy distintos de aquellos con que nuestro autor había luchado durante los años 70: ambos teníamos un pasado marxista-revolucionario y habíamos creído en el advenimiento del paraíso comunista. Ahora estábamos ambos en un camino que nos alejaba para siempre de los jardines dorados de la utopía, pero Vargas Llosa había llegado mucho más lejos que yo en el viaje hacia un sueño más modesto y por ello más humano.

Leerlo fue un gran estímulo intelectual y un consuelo inapreciable para ese sentimiento de orfandad que aqueja a quienes abandonan el círculo encantado de aquellos que se creen elegidos para ser los mesías de la liberación humana. Esa evolución personal me fue uniendo, a la distancia, a ese hombre que ya antes había conocido por sus inolvidables novelas, y que luego conocería personalmente.

Mario Vargas Llosa no es sólo un pensador extraordinariamente prolífico sino, además, profundo y radical. Radical por buscar siempre ir a la raíz de las cosas, por no conformarse con la superficie, con la frase deslumbrante o la pose que impacta. Por ello es que leer los ensayos de filosofía política de nuestro autor es dialogar con lo mejor del pensamiento liberal occidental, adentrarse, por ejemplo, en la gran lucha intelectual de un Karl Popper contra los totalitarismos o empaparse de la sabiduría tranquila de un Isaiah Berlin o conocer más de cerca a un Friedrich Hayek, un Adam Smith o un Jean-François Revel.

Entrando más en materia quisiera acercarme a la evolución política de Vargas Llosa destacando dos características de su pensamiento que, a mi juicio, se mantienen a través del tiempo como sus ejes centrales. Ambas pueden ser relacionadas con dos grandes pensadores franceses, que jugaron un papel de primera línea en el desarrollo intelectual de nuestro autor. Me estoy refiriendo a Jean-Paul Sartre y a Albert Camus.

De Sartre, que fue un gran héroe cultural para el joven Vargas Llosa, no sobrevivió mucho con el tiempo. Sus artificios dialécticos no fueron finalmente capaces de justificar lo injustificable, es decir, la supuesta distinción entre “opresión progresista”, hecha a nombre de un futuro paraíso sobre la tierra, y opresión a secas. Sin embargo, de Sartre sí sobrevivió la idea del escritor comprometido con su tiempo, aquel que toma partido, que no calla, que no mira para otro lado. Nada más ajeno a Mario Vargas Llosa que la indiferencia frente a su mundo.

Esa idea o actitud ha sido rectora en una vida en que la política, ya desde los años 50 del siglo pasado, nunca estuvo ausente. Lo que no significa, por cierto, confundir la política con la literatura, que son actividades esencialmente diferentes, tal como el mismo Vargas Llosa no se cansa de explicar: el escritor, y el artista en general, parte de la soberanía de su imaginación para forjar “realidades irreales”, ficciones tan convincentes que las vivimos, por un instante, como reales. Quien hace política debe, por el contrario, so pena de caer en la política-ficción y causar grandes perjuicios, partir siempre de la soberanía de lo real y de lo realmente posible.

Pasemos ahora a la segunda característica permanente del pensamiento de nuestro autor. Esta puede ser relacionada con quien, en su día, fue el contrincante más desatacado de Jean-Paul Sartre: Albert Camus. Ese gran escritor argelino-francés que en 1957 recibió el Premio Nobel de Literatura por haber puesto de relieve, tal vez mejor que nadie, “los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy”, como bien lo expresó la Academia Sueca en su momento.

Con Camus asocio aquella vena rebelde que, a mi juicio, hace de Mario Vargas Llosa quien es, y quien siempre ha sido. Rebelde en el sentido de Camus, es decir, aquel que no acepta la indignidad, la injusticia, la opresión. Que dice no, que les planta cara a los tiranos de toda condición. Aquel que no se somete, que no calla frente a una realidad que envilece al ser humano. El rebelde no es un revolucionario de aquellos que sueñan con paraísos terrenales u hombres nuevos. No, el rebelde actúa por ese hombre que somos, aquel ser imperfecto y limitado, como toda sociedad humana que podamos construir. Pero en ningún caso se resigna a que no seamos lo que sí podemos y debemos ser: dignos, respetados, libres.

La vena rebelde de Vargas Llosa ha derivado en lo que ha sido su lucha más constante, su verdadero predicamento existencial ya desde la niñez: su oposición férrea, visceral, al autoritarismo, a la tiranía, a la dictadura. Y a sus correlatos inseparables: los patriarcas despóticos, los caudillos, los comandantes-presidente, los führer de todo pelaje y coartada ideológica. Esta oposición no conoce excepciones y va desde el ámbito personal al social.

Mario Vargas Llosa lo ha expresado mejor que nadie en diversas ocasiones. Por ello es pertinente citar sus propias palabras, tomadas de una conversación con su amigo Enrique Krause, publicada en la revista Letras libres:

“Si hay algo que yo odio, que me repugna profundamente, que me indigna, es una dictadura. No es solamente una convicción política, un principio moral: es un movimiento de las entrañas, una actitud visceral, quizá porque he padecido muchas dictaduras en mi propio país, quizá porque desde muy niño viví en carne propia lo que es esa autoridad que se impone con brutalidad.”

Creo que no exagero al decir que muy poco en la vida de Mario Vargas Llosa sería comprensible si no se tomase este aspecto en consideración. Escribir, como nos lo recuerda en su obra autobiográfica El pez en el agua, también fue un acto fundamental de rebeldía ante “esa autoridad que se impone con brutalidad”, un acto vital de resistencia para reivindicar y defender aquella dignidad y libertad que nos debemos y le debemos a todo ser humano. De allí su repulsión absoluta a todos los tiranos. Desde el general Manuel Odría, el dictador peruano cuyo régimen marcó indeleblemente la juventud de Vargas Llosa, hasta los dictadores y caudillos de izquierdas o de derechas que han jalonado nuestro tiempo, llámense estos Brezhnev o Pinochet, Castro o Batista, Chávez, Jomeini o Gadafi.

Esta consideración nos permite abordar la naturaleza misma del pensamiento liberal de nuestro autor, aquello que él mismo ha llamado “liberalismo integral”. Se trata de algo fundamental, ya que se desmarca y denuncia una tentación suicida de un cierto “liberalismo”, no poco común en América Latina, que reduce ese árbol frondoso que es el de la libertad a la economía y que, peor aún, ha estado dispuesto a conculcar, o al menos a no condenar, el sacrificio de ciertas libertades básicas si esto se hace en aras de reformas económicas vistas como liberalizadoras.

Permítanme, dada la importancia del tema, citar con cierta extensión parte de las palabras de Mario Vargas Llosa al recibir, en 2005, el Premio Irving Kristol del American Enterprise Institute:

“Hay liberales (…) que creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas, los primeros propagadores de esa absurda tesis según la cual la economía es el motor de la historia de las naciones y el fundamento de la civilización. No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura, antes que la economía y ésta, por sí sola, sin el sustento de aquella, puede producir sobre el papel óptimos resultados, pero no da sentido a la vida de las gentes, ni les ofrece razones para resistir la adversidad y sentirse solidarios y compasivos, ni las hace vivir en un entorno impregnado de humanidad.”

Esto no quiere decir, en lo más mínimo, que nuestro autor ignore la importancia fundamental de una economía basada en la libertad, aquella economía que ha permitido, al extenderse recientemente por casi todo el planeta, elevar el nivel de vida de los seres humanos de una manera nunca antes vista, sacando a cientos de millones de hombres y mujeres de aquella pobreza que siempre fue el mal endémico de la abrumadora mayoría de la humanidad.

Eso es evidente, y provoca la ira de quienes creen que, al menos en economía, la libertad no es la mejor opción que tenemos. Pero esto no significa transformar esa libertad en la única digna de defenderse o en una especie de libertad superior ante la cual las demás libertades deban postrarse.

Esta toma de posición ha llevado a Mario Vargas Llosa a definir el liberalismo de una manera que nos recuerda su sentido más original, es decir, como una “actitud ante la vida”, un talante o una actitud que, con sus propias palabras expresadas en un texto donde reivindica la herencia intelectual de Ortega y Gasset, está “fundada en la tolerancia y el respeto, en el amor por la cultura, en una voluntad de coexistencia con el otro, con los otros, y en una defensa firme de la libertad como un valor supremo”.

Estos son algunos de los temas que se recogen en el libro Pasión por la libertad y quiero dejar hasta aquí estas reflexiones de carácter más general para permitirme hacer una breve consideración final que es más personal.

Si hay un recuerdo que siempre me viene en mente cuando pienso en la persona Mario Vargas Llosa es el de una tarde soleada y apacible, hermosa como solo pueden serlo aquellas tardes infinitas del corto verano nórdico. Estábamos, junto a Patricia Vargas Llosa y a Mónica, mi esposa, en la pequeña terraza de un café de la encantadora ciudad de Sigtuna, una de las más antiguas de Escandinavia. Allí, a orillas de aquel gran lago-río llamado Mälaren, conversamos un poco de todo, de lo humano y de lo divino, como si hubiésemos sido viejos amigos de siempre, aunque en verdad se trataba de una amistad que recién comenzaba.

Posteriormente he reflexionado sobre aquel momento fugaz pero, a su vez, indeleble, y creo que mi reflexión será compartida por todos aquellos que han tenido el privilegio de conocer a Mario un poco más de cerca. Hay en este gran hombre, y en su entorno humano, una sencillez y calidez naturales que lo hacen ser plenamente alcanzable y cercano. Esto es, a mi juicio, lo que mejor habla de su grandeza, el que ésta nunca le haga sombra a ese ser humano entrañable que es Mario Vargas Llosa.

Por ello, y por su pasión infinita por la libertad, es que tantos lo estimamos y le queremos.

Fuente: El Libero

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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