Ficción mecánica
Imagine un país en el que la Constitución establece una clara separación de los poderes del Estado. Así, el Poder Judicial es supuestamente independiente del Ejecutivo y del Legislativo porque de ese modo lo dice la Carta Fundamental. En principio, se cumplirían aquí los requisitos de un Estado de derecho y una las condiciones elementales de la democracia liberal.
«Entonces, frustrado debe simplemente constatar que su país carece de una élite plenamente consciente del problema que enfrenta y menos aún con las agallas y el carácter para hacer lo que se debe hacer en orden a restaurar la seguridad y las libertades de sus compatriotas».
Supongamos ahora que los jueces que integran el Poder Judicial son marxistas, es decir, se encuentran alineados con una visión ideológica revolucionaria y partidaria de la lucha de clases que define su interpretación normativa y la forma en que administran «justicia». Como resultado, terroristas y delincuentes quedan sistemáticamente en libertad mientras particulares del mundo de las empresas o de la oposición civil y política son perseguidos con mañosas argucias legales para avanzar la causa de destrucción del orden burgués. Ahora agregue que el Poder Ejecutivo lo lideran también extremistas que llegaron democráticamente al poder, pero que se encuentran ideológicamente del lado de la violencia y la refundación y han sido cómplices en la promoción del ataque sobre la estructura económica y social de la nación. Añada, además, un considerable número de parlamentarios fieles a la misma doctrina violentista y que, en consecuencia, no solo legitiman en el discurso la violencia, sino que hacen todo lo posible para que la ley se ajuste a esa ideología.
La pregunta que cabe formularse, entonces, es si acaso existe una democracia liberal aun cuando la Constitución sostenga que la hay. La respuesta, como es obvio, es que, en un país así, la democracia es una mera fachada de la agenda de poder de grupos que se han tomado todas las instituciones relevantes para someter al resto del país. La situación es tan desesperada que, incluso si otras fuerzas logran ganar elecciones, la corrupción ideológica- institucional llega a tan nivel que estas no pueden hacer mucho por cambiar las cosas. Corte Suprema, jueces, fiscales, Tribunal Constitucional, Parlamento y buena parte del Estado profundo se encuentran alineados con la insurrección marxista. Como consecuencia, aunque gobierne otro grupo, el terrorismo sigue avanzando y la delincuencia es cada vez más incontrolable, porque las Fuerzas de Orden y Seguridad son perseguidas por jueces y fiscales marxistas y por activistas de «derechos humanos» financiados con impuestos de todos. Con suerte, lo que puede hacer el grupo político que llegó al poder es administrar. Con ello confirma la simulación según la cual vivimos en una democracia liberal, cuando en realidad el Estado de derecho se cae a pedazos más y más con cada día que pasa. Sus amigos, en tanto, acostumbrados a ver estos asuntos desde la comodidad de los clubes de golf, afirman que el país está muy mal, pero que ni Dios quiera vaya a llegar un Bukele a poner en jaque nuestra institucionalidad.
Ese entorno y amigos suyos viven bajo la ficción mecánica de que, como el Parlamento existe, hay elecciones y una Constitución que dice que hay separación de poderes, entonces hay una real democracia liberal. Son los mismos que condenan a un Bukele como algo peligroso, pero no caen en cuenta de que, para que ellos puedan opinar con tanta autoridad moral desde sus sillones de cuero en los barrios altos, tuvo que correr mucha sangre en el pasado. Han olvidado, porque son producto de la era de la comodidad legada por generaciones anteriores, que la libertad nunca se ganó pidiendo por favor a los tiranos que se hicieran a un lado, sino con el trabajo de la pluma tanto como el de la espada.
Usted, entonces, frustrado debe simplemente constatar que su país carece de una élite plenamente consciente del problema que enfrenta y menos aún con las agallas y el carácter para hacer lo que se debe hacer en orden a restaurar la seguridad y las libertades de sus compatriotas. A esa élite pertenecen no solo sus amigos adinerados, sino toda la clase política que gira en torno a ellos. Cuando junta todas las piezas del puzle, usted verá que su país se encuentra perdido y que ningún cambio de gobierno hará una real diferencia, porque todo lo que queda es una fachada de orden social libre y ciertos espacios que aún no se han destruido en los que puede refugiarse por un rato.
Mientras observa la decadencia, usted reza para que llegue un Bukele o un Portales y restaure el orden perdido, pues entiende que no existe alternativa si el país no ha de terminar en el caos absoluto dada la incompetencia de su élite. Lo peor es que sus amigos, los mismos que lo atacan, rezan por lo mismo, pero ellos lo ocultan porque, cuando se haya hecho el trabajo sucio, serán los primeros en salir a condenar a ese líder por haber atropellado la democracia liberal en la que declamaban vivir. Y la denuncia la harán, desde luego, mientras gozan a sus anchas de los frutos que ha hecho posible el líder restaurador al que han de traicionar para afirmar, una vez en el poder, que los buenos tiempos han sido un logro de su compromiso democrático.
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