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Václav Havel, el político bueno Publicado en El Líbero, 18.12.2015

Václav Havel, el político bueno

Fue en Praga hace un año. La cita era a las 20.00 horas, a la salida del Metro Muzeum, en uno de los extremos de Václavské náměstí (Plaza de Wenceslao). Acordamos el encuentro al pie del emblemático monumento ecuestre que, allí mismo, ha atestiguado los más importantes sucesos de la historia nacional.

Mientras esperaba a mi amiga, me conecté a la señal de WiFi que emitía un local de Starbucks cercano. Se desplegaba desde allí la bellísima vista nocturna de uno de los espacios urbanos y comerciales más dinámicos de la capital checa, por esos días animado con música, el bullicio de la gente y un gran mercado decembrino lleno de puestos de comida y recuerdos. Praga, en diciembre, es como un cuento de Navidad recreado a escala natural. A mi lado, una pareja de jóvenes hacía piruetas en patines, mientras turistas y locales se hacían selfies con San Wenceslao, el pétreo guardián a caballo de la plaza. Y allí, iluminada y gigante, estaba su imagen sobre la fachada del Národní muzeum (Museo Nacional). Era Václav Havel, sonriente, como mirando desde el sitio que domina la panorámica todo lo que, en buena medida, es creación suya: un país libre, expresivo, abierto, globalizado, lleno de vida. Fue él quien, junto a otros de invaluable ayuda, desafió al régimen comunista y lo hirió de muerte en lo moral, cayendo irremediablemente con la Revolución de Terciopelo de 1989.

Sensible artista y dramaturgo. Fumador incorregible, compulsivo. De un humor simpático que convivía con sus angustias y pesares. Se conmemora para esta fecha el aniversario de su fallecimiento, no sorpresivo, pues el cáncer le martirizó por años, su salud era frágil y las dificultades respiratorias le molestaron hasta su partida el 18 de diciembre de 2011. Pero sí fue hondamente triste, como cuando se va una de esas personas excepcionales y maravillosas que no nacen todos los días. Como cuando nos deja a quien hubiésemos querido tener siempre para preguntarle sobre la vida y el mundo, sobre su visión de las cosas, de los problemas que nos desafían. Y de esas inagotables cuestiones existenciales, filosóficas y éticas.

II

Con esto en la mente, pienso en Chile, mi hogar desde hace más de una década. Desde que llegué de la malograda Venezuela. Pienso en este fantástico país de caprichosa geografía que, con sus tareas pendientes, ha avanzado a velocidad de vértigo en tantas cosas. En el que, como la ex Checoslovaquia, y aunque en condiciones muy distintas y distantes, recuperó su democracia y la ha mantenido gracias a la sensatez y a la búsqueda de paz, convivencia y progreso. Pienso en la nueva morada de muchísimos inmigrantes que han –y hemos– encontrado aquí oportunidades, amigos y nuevos sueños. Incluso una nueva familia. Pero pienso también –confieso que con temor y frustración– en el perturbador cambio que se ha producido en el clima social. Creo que, al menos en los últimos veintitantos años, nunca nos habíamos tratado tan mal, tan groseramente, con tanta odiosidad. Desde la joven que le arroja un jarrón de agua en el rostro a una ministra hasta los que golpean con furia a un carabinero o atacan con fuego una iglesia porque “la única iglesia que ilumina es la que arde”. Desde el dirigente universitario que atiza el odio de “clases”, vociferando puño en alto ser hijo de Chávez, Fidel y el Che, hasta el representante de partido que amenaza con pasar una máquina de demolición a todo para refundar el país, cueste lo que cueste. Son muchos ejemplos… coleccionarlos todos en este texto sería como redactar un pequeño Apocalipsis.

Por esto recuerdo de Havel, más que sus discursos inspiradores y sus obras profundas, su actitud y su conducta, siempre tan franca y genuinamente demócrata, en el sentido liberal del término. Era un hombre especialmente dotado y dispuesto para el diálogo, para escuchar y para reconocer sus errores. Estaba consciente de su imperfección y limitaciones, de que era un mortal corriente y no un mesías o semidiós. De que podía ayudar a construir un mundo mejor, pero jamás –y no lo quería– uno de esos paraísos terrenales que terminan siendo, como decía Karl Popper, inevitables infiernos.

Lideró, gobernó y vivió hasta el último minuto sin arrogancia ni prepotencia. Sin insultos ni desprecios. Lo hizo, sobre todo, con el ejemplo de sus acciones más que con retórica y sermones. Lo hizo con su trato respetuoso hacia los demás, incluso hacia quienes le habían ofendido y maltratado. Y vivió con sus equivocaciones y miedos, que no se esforzó en esconder ni siquiera cuando era residente del palacio de gobierno. Su humanidad transparente, que dejaba al descubierto lo que otros ocultan para parecer inmaculados o invencibles, a él parecía fortalecerle y engrandecerle.

Havel era un hombre irrestrictamente apegado a los valores de una sociedad libre y abierta. El pluralismo y la tolerancia no eran tema de prédica. Él los practicaba con la convicción de quien supo lo que era vivir sin la libertad de ser y de decir lo que quería, en una sociedad machacada por el pensamiento único del partido único. No gustaba de la cerrazón ideológica. Para él, en las circunstancias de esos días, su lucha no era por modelos económicos, leyes o proyectos. Era porque las personas pudieran ser lo que quisieran y decir lo que pensaban, no un pedazo del partido o una porción de la masa. Porque pudieran ser ellas mismas sin que ello supusiera arriesgar un castigo.

A Havel no se le puede ubicar tan fácilmente en nuestros simples ejes de clasificación. ¿Era de izquierdas? ¿Era de centro? ¿Era de derechas? ¡Qué importa!… era un espíritu libre y sensato que pensaba como tal. Quería que todos pudieran vivir desplegando sus capacidades creativas al máximo, siempre y cuando no hicieran daño a otros y respetando el derecho de los demás de hacer lo mismo. Por eso sus amigos y admiradores fueron y son liberales, conservadores, progresistas, demócratas, republicanos, ecologistas, de izquierdas y de derechas, siempre unidos por el ideal de una sociedad libre y abierta. Siempre admiradores suyos por su significado y por ser, mucho más que un buen político, un político bueno.

III

No sé en qué vamos a terminar. No sé hasta dónde nos van a llevar esta crispación y estos coqueteos, aún incipientes, con el radicalismo, el dogmatismo y el populismo. Por primera vez, desde aquellos años duros de Chile, no tan lejanos, estamos desorientados como sociedad y seducidos por la tentación de la irresponsabilidad, que vaya usted a saber por qué es seductora. Y no sé si no saberlo me inquieta más que la certeza del fracaso, especialmente cuando hemos probado que no estamos condenados a la mediocridad ni al subdesarrollo. El arrepentimiento normalmente aparece cuando es demasiado tarde.

Podríamos, de biografías como la Havel, que no era santo ni sobrehumano, tomar nota y lección. Lo primero es aceptar con humildad la propia humanidad imperfecta y hacer de la civilidad, la modestia y el respeto lo más natural y cotidiano. La amistad y la convivencia cívicas tienen sus fundamentos en esto. Luego hay que tener el coraje para poner a raya y aislar la arrogancia, el fanatismo ideológico y la disposición para usar el poder como aplanadora hegemónica, vicios que han enamorado a parte de nuestra juventud y de nuestros políticos. La vida de Havel y la historia de su entorno relatan las consecuencias de los males referidos y la fuerza de una decidida lucha ética contra ellos. Finalmente, algo muy importante: la generosidad y la disposición para, como decía a quien homenajeamos con esta nota, trabajar por algo porque es bueno y no solo por la posibilidad de tener éxito… sin más, las virtudes más elementales y terrenales de las buenas personas.

 

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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