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¿Es el PC chileno una amenaza a la democracia? Publicado en El Líbero, 31.08.2025

¿Es el PC chileno una amenaza a la democracia?

Por: Pablo Paniagua y Héctor Gárate.

En enero de 2025, el Partido Comunista de Chile inauguró su XXVII Congreso bajo la consigna de «creer en un sueño», inspirándose en la exhortación de Lenin de 1919 a soñar y realizar «escrupulosamente nuestra fantasía» (ver aquí). No es un detalle menor: se reivindica una utopía que pretende ser guía política en el presente. El ideal de una sociedad sin clases, sin explotación y con justicia plena puede resultar atractivo, sobre todo en tiempos de incertidumbre y desigualdad. Pero lo decisivo no es la meta prometida, sino el medio propuesto para alcanzarla. En El Estado y la Revolución, Lenin traza dicho camino sin pelos en la lengua: destruir el «Estado burgués», instaurar una «dictadura del proletariado» y centralizar los medios de producción bajo dirección política, hasta que el Estado «se extinga». El problema es que, en la práctica, ese trayecto exige concentrar todo el poder en un aparato único —y eso termina devorando las libertades, desorganizando la economía y aplastando al individuo (véase Paniagua, 2023).

«Volver a dogmas liberticidas como los que promueve explícitamente el partido de la candidata presidencial Jeannette Jara, no ofrece futuro sino que nos condena al pasado; sólo repite errores que ya demostraron su costo en libertades perdidas y economías arruinadas».

Lenin, siguiendo a Engels, define al Estado como «producto y manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase» y como «una fuerza especial para la represión de una clase por otra». Esa definición no es neutra: legitima sustituir una represión por otra. Si «el Estado es … una fuerza especial de represión», el remedio, según Lenin, no es limitarla con contrapesos, sino —en su tesis— invertirla hasta que la nueva fuerza «se extinga». De ahí el paso decisivo: «la liberación de la clase oprimida es imposible, no sólo sin una revolución violenta, sino también sin la destrucción del aparato del poder estatal». Así las cosas, la ruta de los comunistas es clara: revolución y coerción a través del partido que representaría al proletariado. Lenin afirma que la democracia liberal es apenas «la mejor envoltura política posible para el capitalismo», donde la riqueza domina «indirectamente». Con este diagnóstico, toda institución plural de la democracia liberal—elecciones, prensa libre, tribunales, autonomía del banco central, alternancia en el poder, etc.—queda reducida a mera «envoltura» o «hipocresía burguesa». Así entonces, se justifica concentrar el poder político y económico en las manos del partido del proletariado para «romper» la resistencia de los «explotadores». Pero la experiencia histórica muestra lo previsible: aquella «etapa transitoria» de control hacia la liberación nunca se extingue; un aparato creado para reprimir «temporalmente» se perpetúa y se auto-reproduce (Bakunin dixit).

El plano económico tampoco escapa a las paradojas. Lenin prevé que el paso a la propiedad común permitirá un «gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas». Pero al suprimir al mercado y la propiedad privada, la asignación de recursos se vuelve política y caprichosa: inversión, precios, salarios y crédito se deciden desde la cúpula a través de clientelismo político y caprichos de los que tienen el poder (George Orwell lo describió muy bien en su libro Rebelión en la granja). Se pierde el mecanismo que coordina información dispersa —los precios— y los incentivos a innovar o ahorrar. El resultado no es abundancia, sino escasez: si «contabilidad y control» reemplazan competencia y quiebras, aparecen cuellos de botella, colas y mercados negros (Kornai dixit).

Peor aún, la igualdad inicial —«a igual cantidad de trabajo, igual cantidad de producto»— mantiene un «derecho burgués» residual que no elimina diferencias. En palabras simples: ni siquiera se logra la justicia que se promete. La emancipación se convierte en uniformidad forzada. Y el efecto político es devastador: si el Estado es el empleador único y el regulador último, toda disidencia —económica o moral— se vuelve sospechosa. Lenin lo dice sin rodeos: sólo «cuando, al desaparecer las clases, desaparezca también el Estado» podrá hablarse de libertad. Pero si el criterio para definir «explotador» es político, la represión se expande sin límites. La autonomía personal queda subordinada al plan (Hayek dixit).

Lo inquietante de todo esto, es que muchas de estas ideas no se quedaron en el basurero ideológico de la Guerra Fría, sino que siguen vigentes en el pensamiento de partidos que hoy forman parte del sistema político chileno. Por ejemplo, el Partido Comunista de Chile (PCCh), en las resoluciones de su XXVII Congreso de 2025, reafirma sin ambigüedades que su «ideario político» es el marxismo-leninismo, doctrina que consideran plenamente vigente como «guía de acción». De hecho, el PC chileno recoge explícitamente ese legado. Afirma la necesidad de «fortalecimiento del Partido a base de nuestros principios como el centralismo democrático, la unidad en la acción, la vigilancia revolucionaria, la disciplina consciente, el marxismo, el leninismo y el feminismo». El llamado «centralismo democrático» es en realidad un eufemismo que significa eliminar el pluralismo político en favor de una disciplina rígida de partido único. Además, declaran que «la democracia representativa heredada de la dictadura ha fracasado en cumplir los anhelos populares», por lo que llaman a «redefinir la democracia como un instrumento de liberación del pueblo … avanzar hacia el socialismo». En otras palabras, el PCCh de facto niega la legitimidad de la democracia liberal chilena y sólo la conciben como un medio transitorio hacia el socialismo de partido único con «centralismo democrático».

La movilización en las calles, no las instituciones, es el verdadero eje de su estrategia. El PC lo dice sin rodeos: «La movilización social es la principal herramienta para generar cambios estructurales, y para ello el Partido debe volcarse completamente hacia los organismos de masas». Es decir, no basta con la democracia representativa; lo que vale es la calle, la presión constante, la «acción colectiva y movilización transformadora». Eso, en la práctica, debilita a las instituciones y reemplaza el debate democrático por la agitación y la manipulación de la calle a través de grupos de interés asociados al partido. Ellos mismos lo reconocen con autocrítica: «Debemos reconocer autocríticamente nuestra responsabilidad por no haber tensionado a las fuerzas populares…sin que la movilización juegue un rol determinante». En otras palabras: su apuesta política no son los acuerdos, sino el conflicto permanente en las calles—algo que quedó en evidencia en aquellos oscuros días ente el 2019 y el 2020.

Aún más, el PCCh afirma que «la contradicción neoliberalismo/democracia exige una estrategia política», donde «la democracia, entendida como un camino hacia el socialismo y el socialismo como la más alta expresión de la democracia», debe reemplazar al sistema actual. Traducido en simple: para ellos, la democracia es instrumental y desechable: sólo es legítima si conduce al socialismo; cualquier otra forma no sirve, y, una vez alcanzado el socialismo, podemos deshacernos de la democracia «burguesa».

En síntesis, lo que para Lenin era teoría y un futuro utópico, para el PCCh en sus más recientes resoluciones, se vuelve práctica política concreta: la destrucción de la democracia liberal, el reemplazo de las instituciones formales por movilización permanente y la imposición de un modelo socialista que concentra los recursos económicos en el Estado, inspirado en Cuba y Venezuela. El problema de fondo es que este proyecto busca imponer una utopía liberticida que, en nombre de la igualdad, aplasta al individuo, restringe las libertades y destruye la economía de mercado que permite crecimiento y oportunidades. Sin pudor, y con una gran cuota de anacronismo y voluntarismo, las ideas del marxismo-leninismo son hoy reivindicadas sin ambigüedad por el Partido Comunista de Chile; por lo que—si las consideramos como una expresión de sus valores políticos—bien podríamos considerarlas como una real amenaza a la democracia y al progreso económico del país.

Lenin nos enseñó que el precio de la «sociedad sin clases» es la abolición del Estado burgués. La experiencia muestra que ese precio se traduce en la demolición de las libertades y la miseria económica. Chile no necesita ni le hace bien revivir las ideologías totalitarias fracasadas del siglo XX que promueve el PCCh hoy. Los desafíos modernos requieren soluciones que fortalezcan y hagan más eficientes nuestras instituciones, conserven los valores de la democracia liberal y respeten al individuo como fin en sí mismo. Volver a dogmas liberticidas como los que promueve explícitamente el partido de la candidata presidencial Jeannette Jara, no ofrece futuro sino que nos condena al pasado; sólo repite errores que ya demostraron su costo en libertades perdidas y economías arruinadas.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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