El delirio institucional del feminismo de género
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Publicado en el Mercurio, 01.05.2021El socialismo, explicó Friedrich Hayek, fue una doctrina basada en primitivos e irracionales instintos de justicia que, una vez convertidos en creencias capaces de movilizar la acción política y social, producían devastadores efectos. La idea de 'justicia social', entendida como el afán de redistribuir riqueza para igualar a los miembros de una comunidad, pensaba con razón Hayek, respondía a ese patrón irracional al atribuir al mercado características propias de actos humanos voluntarios.
En un mercado abierto basado en la igualdad ante la ley no hay una voluntad única que decide cuánto recibe cada quien, sino millones de decisiones distintas que conducen a una distribución de recursos impredecible y espontánea que se encuentra en permanente cambio. Ahora bien, como nadie ha decidido la distribución de recursos en un mercado abierto, entonces no existe injusticia que corregir, más aún si esta resulta de millones de intercambios voluntarios que en sí mismos son justos. Que cientos de miles de personas paguen por oír la música de los Rolling Stones ejerciendo su libertad es perfectamente justo y nada hay de reprochable éticamente en que lo hagan convirtiendo a Mick Jagger y su banda en multimillonarios, a menos que se crea que el éxito y la riqueza son en sí mismos males morales que deben ser extirpados. Lo que se aplica a los Stones se aplica, por cierto, a cualquier otro empresario.
El mercado es así una especie de fuerza natural derivada del respeto irrestricto de la libertad individual que permite que la diversidad humana se exprese dando lugar a desigualdades no intencionadas que no pueden ser calificadas como injustas y que, además, benefician a las grandes mayorías.
La idea económica central del socialismo, en cambio, especialmente desde Marx en adelante, es aquella según la cual el sistema de mercado es un juego de suma cero en que la explotación y el robo explican la ventaja económica de unos pocos respecto a los demás. Hoy no quedan economistas serios que defiendan la teoría del valor-trabajo marxista, pero la primitiva sensación de que el beneficio de unos se produce a expensas de otros –idea que también abrazaría Michel de Montaigne– es hegemónica en círculos intelectuales, comunicacionales, políticos y artísticos.
Este paradigma mental ha dado lugar a una narrativa que conduce a la demonización de los ricos, del lucro y de las grandes empresas, a las que se percibe como expresiones de un sistema abusivo que crea 'privilegios' con los que hay que terminar. Dado que este fenómeno es en esencia irracional, la evidencia que muestra la gigantesca prosperidad alcanzada por las masas tiene escasa influencia en el debate público. Mientras no cambie esta concepción primitiva sobre los ricos y el mercado, el ataque hacia ellos solo recrudecerá, especialmente cuando los resultados de las medidas aplicadas para corregir la 'injusticia social' muestren ser un fracaso y lleven al creciente deterioro de aquellas instituciones que permiten un mejoramiento en la calidad de vida de la población. Y es que, una vez que una sociedad inventa un chivo expiatorio al cual culpar de todos sus males, castigarlo no solo se convierte en un imperativo moral, sino en una necesidad política. Esto explica, por ejemplo, que un candidato como Joaquín Lavín abrace propuestas en contra de los ricos originadas en el Partido Comunista. Según Lavín, 'el impuesto a los súper-ricos tiene que estar más como símbolo que como recaudación efectiva, porque el capital es escurridizo'.
La pregunta es, ¿como símbolo de qué? Evidentemente de castigo a los malignos ricos, la nueva minoría perseguida responsable de nuestros males. Y así, por dar una señal de que ser rico es una inmoralidad que debe ser sancionada en nuestra sociedad, incluso estamos dispuestos a aplicar impuestos de recaudación irrelevante que perjudicarán a millones de personas que no son ricas y que se verán sin empleo y con menores salarios debido a la fuga de capitales.
"Los empresarios tienen que tener claro que su responsabilidad con el país es también la de defender la imagen de su rol en tanto creadores de bienestar general, evitando caer en complejos de culpa y concesiones a ideas que lo único que hacen es fortalecer a aquellos demagogos que explotan sentimientos de envidia disfrazados de justicia para avanzar agendas de poder"
¿Qué hacer entonces para revertir esta irracional filosofía del fracaso? Es urgente un programa masivo de alfabetización económica elemental en la ciudadanía y las elites, pues ello permitirá crear conciencia de que en un mercado abierto la riqueza es fundamentalmente una función del valor creado para otros y que, por tanto, mientras más ricos hay en un país y más ricos son estos, más se eleva la calidad de vida de todos.
El empresario, como argumentaba Ludwig von Mises, es un benefactor social que solo puede acumular riqueza obedeciendo el mandato de los consumidores. Este empresario no es un santo, por cierto, pero es el agente de progreso por excelencia en una sociedad, y si no cumple su función de crear ganancias, la miseria generalizada es la única realidad posible, como prueba la historia de países socialistas o populistas estatistas sin excepción.
En este escenario, los empresarios tienen que tener claro que su responsabilidad con el país es también la de defender la imagen de su rol en tanto creadores de bienestar general, evitando caer en complejos de culpa y concesiones a ideas que lo único que hacen es fortalecer a aquellos demagogos que explotan sentimientos de envidia disfrazados de justicia para avanzar agendas de poder. Además de combatir con coraje las ideologías que los presentan como explotadores y abusadores, los empresarios deben comprometerse con un libre mercado genuino, tanto en los hechos como en el discurso, pues solo así gozarán de credibilidad pública. La narrativa sobre sí mismos que desarrollen debe basarse igualmente en valores esenciales de una sociedad libre y mentalmente sana, como son la libertad de emprender y de crear, la celebración del éxito en lugar de su descrédito, el respeto al derecho de propiedad y la dignidad que implica pararse sobre los propios pies, valor que se encuentra en el epicentro de todo impulso empresarial.
Solo un cambio valórico y educativo en el sentido descrito permitirá desarrollar un discurso verdaderamente inclusivo, conteniendo ideologías destructivas e instintos de justicia irracionales que ven en los ricos, el lucro y los empresarios exitosos, males morales que deben ser combatidos.
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