El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicado en El Líbero, 28.09.2023Los recientes escándalos relacionados a casos de mal uso de recursos públicos han vuelto a poner sobre la mesa lo importante que es modernizar el Estado para que este opere al servicio de la ciudadanía, actuando de una forma transparente, profesional y aislado de la política partidista. En cualquier sociedad democrática moderna, la administración pública juega un papel fundamental en la prestación de servicios básicos, la ejecución de políticas públicas y la promoción del bienestar ciudadano. Como ha señalado el Premio Nobel de Economía Douglas North, un buen Estado y una eficiente administración pública pueden ser uno de los elementos catalizadores de la prosperidad y el progreso de una nación, pero si el Estado es ineficiente y su administración pública defectuosa, estos pueden transformarse rápidamente en elementos que impiden el progreso de una nación, condenándola a la pobreza, el conflicto y la mediocridad (North, et al., 2000; North & Robert, 1973).
Así, para garantizar que las funciones claves de la administración pública sean ejecutadas de manera eficiente y justa, es crucial contar con un empleo público profesional, de calidad e independiente del gobierno de turno. Es decir, es fundamental poder aislar el empleo público de los vaivenes ideológicos y movimientos partidistas de la política de turno, así como hemos sabido aislar la política monetaria del Banco Central de las pugnas y ciclos políticos.
Esta condición es fundamental para el funcionamiento adecuado de cualquier democracia en el largo plazo, y tiene un impacto significativo tanto en la sociedad como en la economía. Hacer la analogía entre el empleo público y la independencia del Banco Central (BC) ayuda a entender la importancia de este problema. Pensemos en cómo sería la decisión de tasas de interés del BC si esta fuera cooptada por la política de turno y por grupos de interés, e influenciada por los cambios políticos electorales. Pues bien, no hay que ir más lejos que mirar a nuestro vecino al otro lado de la cordillera y notar que en Argentina -donde el Banco Central no es independiente de la política- la inflación está hoy fuera de control y alcanza un 113% de inflación anualizada. Algo similar ocurre en el área de la administración y el gasto público cuando estos terminan siendo dependientes de y amarrados a los gobiernos de turno, dando paso a la ineficiencia del gasto, a la mala provisión de bienes públicos y, en el peor de los casos, a actos de corrupción y desfalco como se ha visto en los últimos meses en el país.
«Es fundamental poder aislar el empleo público de los vaivenes ideológicos y movimientos partidistas de la política de turno, así como hemos sabido aislar la política monetaria del Banco Central de las pugnas y ciclos políticos».
A pesar de significativos avances, en Chile tenemos cruciales desafíos pendientes en esta materia. Para poner las cosas en perspectiva, ya en el año 2018, al asumir, el Presidente de la República en Chile tenía la facultad de nombrar 741 cargos considerados de «exclusiva confianza» sin necesidad de concurso público, a los que se sumaban otros 1.092 cargos que también son de «exclusiva confianza», pero que son nombrados luego de un proceso de selección en base al mérito a través de Alta Dirección Pública (LyD, 2018). Es decir, el cambio de Presidente y el ciclo electoral podían influir inmediatamente en casi 1.900 puestos públicos. Como resultado de todo lo anterior, hoy apenas dos de cada diez chilenos confían en el Estado, ocho de cada diez consideran que su relación es de «mal trato», y prácticamente nueve de cada diez considera que su relación es más «distante» que «cercana» (Consejo para la Transparencia, 2021). En las líneas que siguen veremos cómo una reforma al empleo público podría ayudar a revertir esta situación e impulsar, a través de diversos mecanismos, la necesaria agenda de modernización del Estado.
1. Selección meritocrática y profesionalización
La evidencia sugiere que la introducción de mecanismos meritocráticos de reclutamiento y selección en los Estados tienen efectos positivos sobre diversas áreas, entre ellas: la eficacia de las administraciones públicas y su nivel de profesionalidad (Rauch & Evans, 2000), la competitividad y calidad regulatoria de los mercados (Nistokaya & Cingolani, 2015), el control de la corrupción (Dahlstrom, Lapuente & Teorell, 2011), y el crecimiento económico (Evans & Rauch, 1999). En términos simples, la selección objetiva a través de reglas pre-establecidas en base a competencias y la profesionalización del empleo público asegura que quienes desempeñan roles en la administración pública estén altamente capacitados y sean competentes en sus áreas de especialización, en vez de ser amigos o familiares de los políticos de turno. Esto garantiza la prestación de servicios de alta calidad a los ciudadanos y la toma de decisiones basadas en evidencia y conocimiento técnico en lugar de consideraciones políticas partidistas y amiguismo político. De esta forma, un proceso de selección meritocrático y objetivo de empleados públicos permitiría mejorar la calidad de la política pública y la calidad de los servicios estatales que se le entregan a la ciudadanía, impactando positivamente en la calidad de vida de los chilenos, mejorando así la relación entre la política y la ciudadanía, salvaguardando además la democracia.
Desde el 2003, en Chile se ha avanzado en esta materia a través de la creación del Sistema de Alta Dirección Pública (SADP), que tiene por objetivo inyectar mayor mérito en los procesos de reclutamiento y selección de funcionarios del sector público, principalmente a través de concursos públicos para la selección de personal a nivel de directivos y profesionales de niveles jerárquicos superiores. Con la creación de este sistema, cargos directivos de primer y segundo nivel jerárquico comenzaron a ser concursados mediante un proceso estandarizado y aislado de los vaivenes electorales (Fernández, Fuenzalida & Castro, 2021).
Sin embargo, actualmente no todos los cargos de primer y segundo nivel jerárquico están sujetos a la selección por medio de este sistema. Proponemos incluirlos y profundizar este proceso de selección. Según Horizontal (2023), hay 293 cargos que no están adscritos al SADP, de los cuales 207 son de primer nivel y 86 son de segundo nivel. Es decir, hay una gran cantidad de empleos públicos de bastante importancia que no están sujetos a los altos estándares de dirección publica SADP y, por ende, quedan en la opacidad y abiertos a ser utilizados por el ciclo político para pagar favores o promover el amiguismo político. La evidencia empírica respecto a los efectos positivos de la selección de directivos a través del SADP es reducida pero categórica.
En el ámbito de la salud, se ha encontrado que la selección de directores a través del SADP redujo la estadía promedio de los pacientes en hospitales en un rango de 7% a 11%, aumentó la tasa de utilización de pabellones entre un 9% y 16%, y disminuyó el índice de letalidad hospitalaria entre un 3% y 7% (Lira, 2013). Evidencia más reciente confirma estos resultados: según Otero y Muñoz (2022), la selección de directores de hospitales a través del SADP redujo la mortalidad de los pacientes en un 8%. En conclusión, Chile debe ejecutar un pacto político amplio en el cual podamos extender y robustecer los mecanismos del SADP para poder ampliarlo anualmente hacia muchas más áreas del empleo público, e incluyendo cada vez más cargos de primer y segundo nivel que siguen sin estar adscritos a este sistema.
2. Estabilidad y continuidad: evitar el hacer/deshacer en política pública
Uno de los principales beneficios de la estabilidad de funcionarios públicos profesionales es que permite impulsar y ejecutar políticas públicas de Estado de largo plazo, que trascienden los ciclos políticos, lo cual es crucial para abordar problemas complejos y persistentes como la educación, la atención médica, problemas urbanísticos o el cambio climático. Además, generalmente los problemas complejos requieren de la experiencia acumulada y de conocimiento empírico y técnico de largo aliento por parte de personas que no estén sesgadas políticamente; todos elementos que se ven mermados e impedidos por la alta volatilidad y la alternancia de los cargos públicos cuando estos quedan supeditados al dedo político de turno.
Pensemos, por ejemplo, cómo Chile podría hacer políticas públicas serias de mitigación energéticas al cambio climático si los profesionales públicos actuales son luego removidos de sus cargos y reemplazados ante la llegada de un posible nuevo Presidente que sea un negacionista del cambio climático. Lo mismo podría ocurrir ante la llegada de un nuevo Presidente que no crea en el crecimiento económico, de una nueva Presidenta que no crea en la educación pública de calidad, etcétera.
De esta manera, una rotación excesiva de directivos y de profesionales públicos dificulta la continuidad y la coherencia en la ejecución de este tipo de políticas. Sin embargo, lo que ocurre en la práctica es que no es poco común que los directores seleccionados a través del SADP sean desvinculados apenas cambie el clima político, esto porque la legislación vigente permite al Presidente solicitar la renuncia a los altos directivos sin expresión de causa, toda vez que los califica como funcionarios de «exclusiva confianza» respecto de su remoción. De esta manera, hoy el sistema de la administración pública chileno es deficiente y queda abierto a que sesgos ideológicos del Presidente de turno determinen la conformación del personal de alto nivel, que son quienes deberían ejecutar una política pública racional, coherente, basada en la evidencia y estable en el tiempo. Dicha volatilidad y su vinculación al ciclo presidencial es la peor enemiga de una política pública racional y duradera, y es la compañera de potenciales populismos de turno y de malas decisiones colectivas.
Para poner las cosas en perspectiva, en Chile, al 2021, la permanencia promedio de los altos directivos públicos del país llegó a un pobre promedio de 3,1 años, lo que es no tan distinto de la situación en 2017, de 3,5 años de permanencia promedio (Consejo de Alta Dirección Pública, 2021, p. 100). De hecho, el turnover o rotación del empleo público es tal que en el 2014 se reportó que un 82% de los directivos públicos de I nivel, heredados del gobierno anterior, salían de sus cargos antes de pasados seis meses de la nueva administración presidencial (LyD, 2018).
Probablemente no hay ninguna empresa en el sector privado que tenga tasas de rotación del capital humano tan altas, elemento que destruye valor e impide la transmisión de conocimiento, la acumulación del capital humano y el aumento de la productividad en nuestro sector público. No es casualidad entonces que al Estado chileno se le considere hoy como vetusto y anticuado en sus prácticas y en su manera de actuar de cara a una ciudadanía hoy modernizada (Aninat y Razmilic, 2017; Paniagua, 2021).
Si creemos que problemas tan serios como la educación de las futuras generaciones, el cambio climático y los problemas urbanísticos de nuestras ciudades, son todos problemas que requieren décadas de planificación y de elaboración seria de soluciones, entonces el hecho de que nuestros funcionarios púbicos de alto nivel duren en sus cargos menos de 4 años en promedio no es una señal alentadora. Así, se vuelve necesario avanzar hacia un equilibrio entre un nivel de tiempo de permanencia que permita la continuidad en la ejecución de políticas públicas, por un lado, y el resguardo de la confianza de la autoridad respecto a los directivos electos, por otro. Equilibrar la ecuación entre mérito, confianza y continuidad es un desafío clave que no ha recibido la merecida atención en nuestro Estado.
En esta línea, parece relevante destacar que el Proyecto de Ley que Fortalece el Sistema de Alta Dirección Pública establece que sólo para los cargos de primer nivel se mantendrá la exclusiva confianza para efectos de remoción; quedando así el egreso para los cargos de II nivel jerárquico ya no afecta a la exclusiva confianza, sino que debiendo fundar el egreso en factores como el cumplimiento del Convenio de Desempeño (CD), modificaciones del perfil directivo, entre otras. Creemos que es correcto avanzar en aquella dirección y robustecer estos mecanismos e incluso hasta ampliarlos en algunas áreas del sector público hacia el I nivel.
3. Mejoras al estatuto administrativo e incentivos para un mejor desempeño
Una última arista que es vital reformar para avanzar hacia la anhelada modernización del Estado es la legislación que rige al empleo público: el estatuto administrativo. Esta ley, que data de 1989, define las modalidades de contratación y desvinculación de los funcionarios públicos, sus medios de promoción, la carrera funcionaria, entre otras cosas. En particular, los estatutos definen tres modalidades de empleo público: planta, contrata y honorarios. Los primeros (planta) corresponden a cargos permanentes que entran en el régimen que estipula la carrera funcionaria, mientras que los segundos (contrata) corresponden a empleo de carácter transitorio que expiran de sus funciones a más tardar al 31 de diciembre de cada año, a menos que se les prorrogue con 30 días de antelación. Finalmente, quienes son empleados bajo honorarios responden fundamentalmente a prestaciones de servicios esporádicos.
De acuerdo con el Informe Trimestral de Recursos Humanos del Sector Público de junio de 2023, apenas un 22,3% de la dotación contratada por el Gobierno Central corresponde a personal de planta, un 54,5% a personal a contrata, un 10% a contratos de honorarios, y un 13,2% es calificado en «resto» como suplencia o reemplazos (Dipres, 2023). Aquí está uno de los pilares centrales de nuestro problema: más de la mitad del empleo público a nivel del Gobierno Central se encuentra bajo una vinculación laboral eminentemente transitoria (volátil) y que no ingresa en los mecanismos de promoción establecidos en la carrera funcionaria.
En cuanto a magnitudes, según datos reportados por el INE a julio de 2023, el número total de asalariados por el sector público asciende a un total de 1.176.445 personas, lo cual corresponde a cerca de un 13% del total de ocupados a nivel nacional. En perspectiva, este número ha aumentado significativamente en los últimos años. Apenas en 2016, el número de asalariados por el sector público era un 22% menor, llegando el Estado a emplear 916.962 personas, lo que en aquel entonces representaba solo un 10,9% del empleo total. De esta forma, en los últimos años el empleo del sector público le ha ganado terreno al empleo privado, sin que ello se vea necesariamente reflejado en una mejor percepción de los servicios públicos que entrega el Estado. Probablemente no hay empresa ni sector económico que haya expandido de forma tan vigorosa su número de empleados como el sector público nacional -pero la paradoja es que cada año los chilenos se sienten cada vez más insatisfechos respecto a las prestaciones del Estado. Este ciclo vicioso que se enraíza en los problemas revisados en esta columna pueden ser la futura fuente de malestar y de conflicto social en el país.
Junto a esto, identificamos que hay al menos dos problemas relacionados al estatuto administrativo y que merecen atención. (a) En primer lugar, las modalidades de contratación de funcionarios públicos dificultan la asignación eficiente del presupuesto público, ya que, por ejemplo, no se cuenta con buenos mecanismos ni de promoción ni de remoción de funcionarios públicos. Esto distorsiona los incentivos de los empleados públicos, alejándolos de la productividad y de la satisfacción de la ciudadanía. La casi imposibilidad de desvincular a empleados públicos se traduce hoy, en la práctica, en una reducción del espacio para poder reasignar presupuesto y recursos humanos, desde programas mal evaluados y de poco impacto, hacia programas que funcionan bien -ya que incluso si se lograra un pacto político robusto para cerrar dichos programas (lo que ya es un enorme desafío), aún persistiría el problema de qué hacer con la dotación inamovible de personal que prestaba servicios dentro de aquellos programas. Estaríamos atados, de cierta manera, a un costo social “de arrastre” que se tendría que asumir incluso en circunstancias en que lo adecuado y beneficioso para un mejor Estado sería no hacerlo. Esto constituye una barrera fuerte para avanzar hacia un gasto público más eficiente, dejándonos amarrados en un ‘equilibrio institucional negativo’ de un Estado ineficiente, del cual es muy difícil salir. Tal como diría el premio Nobel de Economía Milton Friedman: «Nada es tan permanente como un programa temporal del gobierno» (Friedman y Friedman, 1984).
(b) Finalmente, sostenemos que se debe avanzar hacia la elaboración de mecanismos de incentivos por gestión más eficaces que los actuales, ya que al día de hoy los existentes se han develado como mecanismos incapaces de cumplir con su propósito. El Estado actualmente cuenta con el famoso Programa de Mejoramiento de la Gestión (PMG), que entrega una bonificación monetaria si se cumplen indicadores de gestión que dependen del cargo y programa en el cual trabaja el funcionario. Esta herramienta (que data de 1998) tiene por objetivo alinear los incentivos de los trabajadores del Estado a la consecución de las metas de la organización, que en este caso es entregar un mejor servicio público a la ciudadanía. Sin embargo, en la práctica este instrumento es frágil y ha sido incapaz de traducirse en mejoras significativas del servicio público, incluso en instancias en que los números muestran un altísimo cumplimiento de los indicadores definidos y, por tanto, un amplio grado de entrega de las compensaciones monetarias. Sin ir más lejos: a 2019, el 100% de las instituciones logró la máxima bonificación por desempeño (Pivotes, 2022), mientras que, por el otro lado, la ciudadanía pareciera estar más descontenta que nunca por las prestaciones del Estado (Paniagua, 2021). Lamentablemente, es bastante evidente a estas alturas que dichos mecanismos de evaluación de desempeño como el PMG se han revelado como instrumentos totalmente ineficaces que carecen de impacto en la práctica. Este mecanismo requiere de una profunda revisión y de un rediseño urgente.
Conclusión
En resumen, el empleo público profesional, de calidad e independiente del gobierno de turno es esencial para el funcionamiento eficaz y justo de una sociedad democrática y una economía saludable. Al garantizar la estabilidad, la profesionalización y la integridad en la administración pública, se promueve el bienestar de los ciudadanos, se controla la corrupción y se crea un entorno propicio para el crecimiento económico. Todos elementos que además permiten sostener una democracia robusta y a una ciudadanía que confía en las instituciones del Estado, promoviendo finalmente la paz social, una ciudadanía contenta con los servicios públicos y la cooperación político-privada que genera valor en vez de extracción de rentas.
Como ciudadanos, debemos valorar y defender la importancia de esta institución clave en nuestras sociedades democráticas. Reformar el empleo público se ha vuelto hoy una necesidad vital para el futuro de nuestra democracia y para nuestras posibilidades de alcanzar paz social; de lo contrario seguiremos viviendo de manera polarizada en peleas de élites facciosas que se reparten el botín del Estado mientras combatimos sobre un polvorín de malestar social.
Publicado por Emiliano Heresi Toni, Patricio Órdenes y Pablo Paniagua.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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