El delirio institucional del feminismo de género
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Publicada en La Tercera - Pulso, 11.02.2024En la segunda mitad de los años 70, cuando yo era alumno de Ingeniería Comercial en la UC, acudí a una charla en las salas de Ingeniería del Campus San Joaquín. El tema era la economía chilena y el desarrollo, y el expositor, un joven economista que venía regresando de su posgrado en Harvard. Recuerdo lo mucho que me impresionó su capacidad de análisis y su gran talento para explicar en fácil, lo difícil. A la salida, le pregunté a otro de los asistentes quién era el que nos había hecho la presentación. «Sebastián Piñera», me respondió.
Así fue como conocí al Presidente Piñera, más de 30 años antes de que llegara a encabezar los destinos de la nación.
Algunos años más tarde, a principios de los ochenta, me volví a encontrar con él en sus oficinas de entonces, ubicadas en el sexto piso de calle Moneda 970. Yo en esos años también regresaba de mi posgrado en EE.UU., y era profesor de la Facultad de Ingeniería Comercial de la UC. Mi amigo y también profesor, Ignacio Guerrero, me lo presentó para que me uniera al grupo que en aquel entonces trabajaba en Citicorp-Chile, organización que Sebastián Piñera presidía. Fue también una entrevista inolvidable. En cosa de minutos habíamos pasado de la introducción a la acción, y ya trabajábamos en el rescate financiero de una de las muchas empresas que, por aquellos años, habían caído en insolvencia como consecuencia de la crisis que sobrevino luego de la intervención de la banca, el 13 de enero de 1983.
«La política es dura, qué duda cabe, más todavía cuando un pueblo se deja arrastrar por las divisiones y la polarización. Pero el Presidente Piñera siempre fue capaz de reponerse de los golpes, controlar sus emociones y mantener su mente ordenada para buscar las soluciones de consenso».
La experiencia de trabajar bajo su mando y dirección en aquellos años fue inolvidable. Si la universidad me había dado la teoría, Sebastián me enseñó la práctica. Aprendí de él a fijar objetivos, la importancia de comprometerse con las metas y cumplirlas. A llegar preparado y puntualmente a las reuniones. A llevar a ellas datos y análisis que agreguen valor a los demás. A evitar los lugares comunes y las obviedades. A que el sentido del humor y la seriedad no son contradictorios. A combinar el trabajo con pasarlo bien junto a los compañeros de labores y a comunicarnos efectivamente con ellos. A propósito de esto último, recuerdo que, cuando nos contrató para unirnos a su equipo, lo primero que hizo fue entregarnos un artículo del Harvard Business Review, cuyo título sostenía que un buen gerente le dedica dos tercios de su tiempo a escuchar a los demás. Recibimos el mensaje fuerte y claro.
Desde esos años hicimos amistades que perduran hasta el día de hoy. En uno de nuestros chats, el Presidente Piñera subió unas fotos del fin de semana pasado visitando el Parque Tantauco junto a mi hermano Rodrigo. Se le veía radiante y feliz. Seguro que su mente estaba llena de proyectos para Chile.
Supe después que estaba trabajando en planes para ir en ayuda de los damnificados por los incendios de la Región de Valparaíso. Por eso es que su pérdida es muy significativa y duele fuerte a su familia y amigos, pero también al país. Porque personas como él son decisivas para el progreso de una nación.
Son muchas las columnas que se han publicado en los días posteriores a la tragedia de su accidente. Ellas dan cuenta de sus principales logros, de lo difícil que le tocó gobernar debiendo hacerse cargo de la destrucción de un terremoto y tsunami, y del flagelo de una pandemia. También recuerdan cómo la oposición le hizo la vida imposible y cómo el octubrismo llegó, incluso, a poner en riesgo la democracia bajo su segundo mandato. Destacan su gran capacidad de diálogo a pesar de recibir los embates de la violencia política y de las acusaciones constitucionales sin sentido. La política es dura, qué duda cabe, más todavía cuando un pueblo se deja arrastrar por las divisiones y la polarización. Pero el Presidente Piñera siempre fue capaz de reponerse de los golpes, controlar sus emociones y mantener su mente ordenada para buscar las soluciones de consenso. Es por ello que me vuelve a la mente ese artículo que nos entregaba cuando nos uníamos a su equipo: ¡Cuán importante es aprender a escuchar!
Como ha quedado claro en diversos artículos y discursos en estos días, el tiempo será justo con esa y con muchas otras virtudes de su legado político. Mientras tanto, yo he querido dedicar esta columna a contar brevemente la historia de una amistad. Teníamos nuestras diferencias respecto de algunas de las políticas públicas que propuso e implementó, pero qué importa. ¿Quién no las tiene? Él lo sabía y lo conversábamos de vez en cuando. Quizás la diversidad de énfasis tenga algo que ver con nuestras distintas almas mater de Harvard y Chicago. Al final, lo que sí importa es haber tenido la fortuna de que nuestros caminos se cruzaran temprano, que me ayudara a transformarme en el profesional que he sido y que me regalara una amistad que perduró hasta el final de sus días.
Amigo Presidente, descanse en paz.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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