El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicada en La Segunda, 08.11.2023Empezaron con que esta propuesta haría inconstitucional el sistema de seguros de Canadá, en el cual los canadienses son obligados a tomar seguros de salud del Estado; inconstitucional el sistema de salud inglés, que obliga a los británicos a atenderse en hospitales públicos; inconstitucional el sistema educacional finés, que obliga a los fineses a ir a colegios estatales. Independiente de si esas obligaciones efectivamente existen, frente a la idea de que se nos proteja de ellas no queda más que decir: ¡excelente! Hay que frenar los excesos del poder, el más fértil fruto paternalismos que no reconocen nuestra dignidad y buscan solo controlar. ¿Por qué nos van a imponer a ir a un tipo de colegio, o nos van a prohibir atendernos con tal doctor, si no le hacemos mal a nadie ni a la sociedad? ¿No podremos atendernos con nuestra tía, que tampoco podrá comprarse unos instrumentos y atender a quien quiera? ¿En qué están pensando estos santos que gritan preocuparse por los desamparados? Argumentan que eso nos ayuda a «vivir la misma experiencia vital»; a «vivir menos segregados»; a «disminuir la desigualdad». Ese famoso argumento —porque la calidad y la persona se pierden en esta discusión—, se puede extrapolar a todos los servicios sociales —muchos que parecerían caricaturas, pero no lo son—.
«La verdad es que permitir que los que puedan pagar clínicas, las paguen, libera recursos públicos para que el Estado tenga los mejores hospitales, y los mejores colegios rurales. Quienes se quieran autosegregar siempre lo harán, como los santos izquierdistas de la Comunidad de Peñalolén».
Quizás falte otro sofista profesional como Fernando Atria para revitalizar esta cueca en que nos metieron desde 2011. Es verdad que viviríamos en comunión, pero en una miserable y pobre comunión —con la excepción de unos pocos—, rodeados de odio, envidia y pobreza social, porque como todo «pueblo chico, infierno grande», esto hace y ha hecho «comunidades grandes, infiernos gigantes». La verdad es que permitir que los que puedan —y quieran—, pagar clínicas, las paguen, libera recursos públicos para que el Estado tenga —porque los que pagaron también quieren que los tenga—, los mejores hospitales, y los mejores colegios rurales.
Quienes se quieran autosegregar siempre lo harán —como los santos izquierdistas de la Comunidad de Peñalolén, que a viviendas sociales se han opuesto desde 1992 una y otra vez—. La única forma de que vivamos mejor en comunidad es mejorando los colegios públicos, no destruyendo los privados. Es latero repetirlo, pero el ministro Nicolás Eyzaguirre no dijo sin querer que había que quitarle los patines a quienes andan patinando rápido, antes de preocuparse de los descalzos. Hoy vemos esos jesuíticos resultados, pero les da lo mismo y evaden responsabilidades: «Han pasado casi 10 años, ¿no es un poquito injusto echarme la culpa?», dijo. Tampoco tienen principios, porque, así como se olvidaron de la educación y de que militarizar era criminalizar, cualquier constitución ya no será mejor que la de cuatro generales. La verdad es que uno no espera nada de ellos, pero sí de quienes los siguen. ¿Cómo les siguen creyendo?
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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