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Tenemos lo que nos merecemos Publicado en El Mercurio, 31.07.2016

Tenemos lo que nos merecemos

Impresiona ver cómo un país que navega entre turbulencias, perdiendo altura y con pilotaje deficiente, termina por extenuar, desencantar y atormentar a sus habitantes. Esto acarrea pérdidas -en armonía social, tranquilidad de espíritu, felicidad y calidad de vida, entre otras- que nadie cuantifica y de las cuales nunca nos indemnizan. Al contemplar a Chile desde lejos, seguir sus medios y debates, su rumbo errático y la pérdida de la autoconfianza, uno nota que hoy es un país carente de sueños de futuro, tiranizado por la inmediatez, la minucia, la descalificación y el resentimiento.
 
Vivir en Chile es como viajar en un tren bala, pero no porque nos dirijamos raudos a un destino cierto, sino porque no alcanzamos a comentar el paisaje que pasa ante nuestros ojos. Son tan numerosos los desaguisados gubernamentales, los escándalos en torno a la relación entre política y negocios, los fiascos oficialistas y opositores, la crisis de las instituciones y los desórdenes, que resulta difícil digerir los problemas que se suscitan cada día. Los recientes borran los anteriores; quien se queda comentando el último traspié de La Moneda, al día siguiente está passé . Como cada jornada es más nefasta que la anterior, se torna arduo abordar en profundidad la incesante cascada de problemas y proponer soluciones razonables e innovadoras.
 
¿Hay responsabilidad de la ciudadanía en todo esto? Muchos políticos no lo dirán, pues dependen de los votos para permanecer en el poder o acceder a él, y nada peor en este sentido que leerle las levitas al pueblo. Pero nosotros, ciudadanos, tenemos gran responsabilidad por lo que ocurre. Basta de buscar culpables solo en los demás. Unos son responsables por no votar y dejar en manos minoritarias el país. Otros, por dejarse influir por la cultura del espectáculo, la adicción a la frivolidad y la adoración de la popularidad, por no votar por el más capaz, mejor preparado y con mejor currículum, sino por el más simpático, dicharachero y cercano, como si las elecciones al municipio, el Congreso o la Presidencia fuesen un concurso para paliar la falta de afecto en la familia o entre conocidos. No estamos para pensar mucho, nos embaucan con un discurso que promete un Estado rico, sabio y que lo hará todo, y una selfie con el candidato para mostrar a los amigos. Después esperamos que los ganadores actúen como gente capacitada.
 
Conviene echar un vistazo a los requisitos para postular a diputado, senador o Presidente. En rigor, basta con tener cierta edad y educación, residencia o ser chileno. No hay exigencias que filtren un poco más y seleccionen a candidatos que estén por formación a la altura de los desafíos de un mundo cada vez más complejo, en el cual al menos los parlamentarios deberían tener además nociones de inglés, legislación, computación y economía, cuando no título superior. Hay parlamentarios que en sus CV incluyen "tener estudios de", grado académico inexistente. O se tiene un grado o no. El empeño solo no debería ser registrado, pues induce a engaño.
 
Una población que busca a los culpables solo en los políticos y no se mira en el espejo para preguntarse si votó de modo informado y crítico ante las promesas irrealizables, también tiene responsabilidad en cuanto ocurre. No debe solo victimizarse e indignarse. Con una población así, que es acrítica, ingenua, indiferente o entiende su voto como moneda de cambio, todo es posible. Los mismos que en 2013 desconocieron el modelo que perfeccionaron desde 1990, buscan hoy en baúles los atuendos que vestirán para distanciarse de lo hecho desde 2014. Cambiarán otra vez de nombre y redactarán nuevo programa, y habrá quienes seguirán creyendo en ellos. En esto, la izquierda es magistral: desde hace cuarenta y tres años mantiene etiquetados a sus adversarios de "pinochetistas", mientras ella misma, celebrando una supuesta lealtad a los principios y al pueblo, se ha transfigurado desde entonces: de ultrarrevolucionaria pasó a socialdemócrata, luego a cuasi-neoliberal, y desde 2013 a una repentina enemiga furibunda del modelo. Ahora remienda paños para la transfiguración de 2017, cuando se cumplirá un siglo del primer modelo que celebró con pasión: la revolución rusa.
 
¿Hemos aprendido de los riesgos que implica votar por el candidato más acogedor o simpático? ¿Seguiremos premiando a quienes ejecutan la milagrosa transfiguración? ¿Apoyaremos de nuevo a quienes desde la calle incitan a derribar la casa común sin garantizar la existencia de un techo bajo el cual pernoctar? ¿Nos identificaremos otra vez con quienes idealizan al Estado y postulan que debe resolvernos los problemas? Habrá que ver. Pero una cosa es evidente: hoy tenemos lo que nos merecemos.
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Las opiniones expresadas en la presente columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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