Desigualdad laboral
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Publicado en El Líbero, 20.12.2024La discusión en torno a la reforma de pensiones se ha tomado la agenda de un modo muy particular: todavía no conocemos con certeza el proyecto que se debatirá, pues solo hemos accedido a fragmentos filtrados a la prensa y a la información que los políticos negociadores han decidido entregar para tantear el terreno. Esta opaca forma de legislar —que ya vimos en la negociación del segundo proceso constitucional— ha generado un rifirrafe en la derecha chilena y una interesante discusión sobre la tensión entre los acuerdos y los principios.
«Llegar a un acuerdo sacrificando los principios que te permitieron negociar en mejores términos es un acto de cortoplacismo brutal»
Hace pocos meses, esta división era impensable. La derecha sostenía una posición clara y unitaria respecto a las pensiones, basada en tres pilares fundamentales: que el 6% de cotización adicional debía ir íntegramente a la cuenta de capitalización individual; que la solidaridad debía financiarse exclusivamente a través de impuestos generales; y que cualquier otro descuento era, en esencia, un impuesto camuflado. A modo de ejemplo, el diputado Diego Schalper llamaba a los trabajadores a manifestarse en contra de la reforma, explicando a pasos de La Moneda que el 6% adicional debía destinarse íntegramente a la cuenta de los trabajadores. Sin embargo, ese consenso parece haberse esfumado y dos argumentos explicarían esa fragmentación.
Desde una lógica más empresarial que política, no han faltado quienes urgen a llegar cuanto antes a un acuerdo sosteniendo que estamos en una posición inmejorable para negociar. A su vez, la negociación es por esencia un ejercicio de ceder y alcanzar términos medios. Son dos razones que vale la pena analizar, comenzaré por el segundo.
Que se repita sin pudor el paralelismo sin matices entre negociación política y negociación empresarial dice mucho de la pobreza de la cultura política de nuestro sector. En la negociación empresarial, las concesiones y compromisos se evalúan principalmente en términos económicos y sus consecuencias recaen exclusivamente en quienes participan en el acuerdo. En política, la negociación consiste en equilibrar intereses colectivos, pero también defender principios fundamentales. La negociación política tiene un impacto mucho más amplio, afecta a toda la sociedad. Equiparar ambos ámbitos no solo es simplista sino peligroso, pues trivializa la responsabilidad política y convierte a los principios en una moneda de cambio.
Por otro lado, si realmente estamos en una «situación inmejorable», conviene preguntarnos por qué hemos llegado hasta aquí. Este escenario no es fruto de concesiones espontáneas, sino de un cambio profundo en el estado de opinión pública. Desde la emblemática entrevista a José Piñera en El Informante hasta el impacto de los retiros de fondos, pasando por iniciativas como «Con mi plata No» y otras organizaciones que han defendido la propiedad individual de los ahorros previsionales, se ha construido un consenso social que hoy en día pocos se atreven a desafiar. Este estado de opinión ha hecho que incluso los más entusiastas defensores del reparto duden antes de plantear abiertamente una reforma que, en esencia, no sería más que una estafa piramidal que pone en riesgo el ahorro presente y futuro de los trabajadores.
En política, los acuerdos son posibles, incluso aquellos que no son ideales. Sin embargo, llegar a un acuerdo sacrificando los principios que te permitieron negociar en mejores términos es un acto de cortoplacismo brutal. No puede ser que, cada vez que se llegue a un acuerdo, los términos del pacto se prioricen a tal punto que los principios son cosas de extremos y de barra brava. ¿Acaso no habrá futuras discusiones en materia previsional donde tengamos que volver a defender la propiedad de los fondos? ¿En qué posición quedaremos para avanzar en la necesaria tarea de aumentar la tasa de cotización, considerando que un 16% sigue siendo insuficiente?
Este no es un asunto de valentía —tópico últimamente tan repetido por algunos sectores que parecen obsesionados con reivindicarla para evitar cargar con el estigma contrario—. Es, más bien, un asunto de honradez intelectual: ser capaces de defender en público lo mismo que se sostiene en privado. También implica no recurrir a mecanismos confusos, como hacer pagar con un seguro aquello que no debe ser cubierto por ese instrumento, o afirmar que destinar un porcentaje de las cotizaciones a préstamos del Estado es lo mismo que invertir en bonos del Estado, ignorando que no todos los cotizantes destinan la misma proporción de recursos a dichos instrumentos.
Es urgente tener un debate honesto, pero también pensando en el largo plazo. Se equivocan quienes creen que este tema se resolverá definitivamente con un acuerdo o con concesiones puntuales. Es fundamental fortalecer un estado de opinión favorable para futuras reformas que reencaucen el sistema hacia la capitalización individual, en lugar de perpetuar la lógica de «a una nueva necesidad, un nuevo préstamo o un nuevo seguro».
La derecha no puede haberle dicho al país durante el plebiscito «con mi plata no» para luego proponer reformas que, en la práctica, terminen diciendo «con tu plata sí».
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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