El establishment feminista y su falso desempeño
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Publicado en La Tercera - Pulso, 23.03.2024«Si realmente quieren que haya inclusión, paguen mejor». La frase de la ministra del Trabajo, Jeannette Jara, en un reciente conversatorio en el que participó junto al expresidente de la Sofofa, Bernardo Larraín, y al presidente de la CPC, Ricardo Mewes, ha motivado un interesante debate de fondo sobre el funcionamiento de los mercados laborales.
Considerada literalmente, la sentencia de la autoridad toca dos conceptos deseables en la constante y natural búsqueda de mayor bienestar para las personas: inclusión e ingresos. La ministra ha hecho una recomendación, un llamado a la acción de los empresarios que queda en el terreno de lo voluntario. Si la intención del gobierno fuese convertir esa invitación en obligación sería un error grave, porque cuando las remuneraciones se divorcian de la productividad laboral, ello deriva en mayor informalidad y desempleo, dos males que van en contra de ese anhelo de bienestar.
En un mundo donde el talento es escaso, pagar mejor no es un compromiso que se pueda o deba imponer desde las elites gobernantes o por una minoría de empresarios. En ausencia de monopsonios (cuando sólo existe un potencial comprador o demandante), que los sueldos los determine el mercado permite que la disputa por emplear a los mejores sea la manera más eficaz para conseguir mayores remuneraciones.
«En un mundo donde el talento es escaso, pagar mejor no es un compromiso que se pueda o deba imponer desde las elites gobernantes o por una minoría de empresarios».
Respecto de la búsqueda de la inclusión, hay que tener presente que, dadas las realidades diversas y distintas tecnologías usadas por las empresas, las restricciones regulatorias producen sustitución: algunos trabajadores se benefician y otros se perjudican con ellas. Si una nueva imposición legal ayuda a empujar el sueldo de unos pocos que ya han adquirido talento, el costo será para los que son menos calificados, que tendrán menos opciones de trabajo. Esto también se da a nivel de las empresas, pues las con «menos espaldas» pierden ventas, porque sus costos suben más por ser más dependientes del trabajo menos calificado. En simple: una restricción inspirada en conseguir más inclusión puede terminar fomentando la exclusión al convertirse en barrera de entrada, ya sea para nuevas empresas que activarían la competencia o para trabajadores que impulsarían la productividad.
En este debate se ha insinuado que el salario mínimo es la mejor manera de arreglar un monopsonio. Sin embargo, si bien pequeños aumentos pueden incluso incrementar el empleo, cuando el salario excede la productividad el efecto positivo se revierte perdiéndose puestos de trabajo y haciendo que quienes son más preparados concentren las plazas laborales mientras quienes no lo son, carezcan de oportunidades de desarrollo.
Tom Sowell, economista que ha dedicado su vida al estudio de las formas de discriminación que han perjudicado a los afroamericanos en EE.UU., sostiene que las leyes de salario mínimo fueron inicialmente apoyadas como un intento deliberado para discriminar a las minorías y preservar los trabajos para los blancos («Why racists love mínimum wage laws», publicado en el New York Post en 2013). Como ejemplos, cita el caso de British Columbia, Canadá, que en 1925 pasó una ley de salario mínimo que dejó fuera del mercado a los inmigrantes japoneses. También recuerda que en Australia ocurrió algo parecido para evitar la competencia de los inmigrantes chinos.
La gran mayoría de los economistas sostiene que aumentos del salario mínimo reducen el empleo entre los no calificados, porque le pone el mismo valor mínimo a capacidades distintas. Los trabajos de bajo salario no son fáciles de realizar y están lejos del ideal, pero son mejores que no encontrar trabajo, sobre todo si se busca comenzar a hacer carrera o abrir oportunidades.
Las buenas intenciones deben estar respaldas por buenas políticas públicas. Si el foco se pone solo en la remuneración, se puede generar un retroceso en las otras dimensiones de la palabra «mejor», que se puede aplicar a muchas otras caras de la relación laboral: más plazo, más beneficios no monetarios, más entrenamiento en el trabajo, más estabilidad laboral (menos lagunas), más formalidad, más trabajadores, entre otros. «Más automatización», por ejemplo, ha pasado últimamente de amenaza a realidad, precisamente porque ha provocado un aumento de la productividad. Aunque tomó muchos años para que las multinacionales líderes en comida rápida instalaran pantallas para hacer pedidos o para que hubiera robots operando centros de despacho en el retail, ambas cosas son hoy cada vez más frecuentes.
¿Cuál es el «más» y el «mejor» que queremos para Chile?
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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