Pater familia
Si hay algo que puede disminuir la vanidad y egotismo en un ser humano es la paternidad. Cuando nace un […]
Publicado en El Mercurio 02.07.2022Que la izquierda ha sido siempre estatólatra no es una novedad y que busque incrementar todo lo posible el tamaño del Estado, es decir, el control político sobre la vida de las personas, no es sorpresa para nadie. El problema es que, filosóficamente, tampoco la centroizquierda ni la centroderecha tienen una convicción clara en favor de la libertad individual frente al Estado. Al menos, no cuando se trata de derecho de propiedad.
La idea, tan común en círculos intelectuales y políticos de centroderecha ingleses, norteamericanos o suizos, de que los impuestos deben ser bajos por tratarse de una confiscación coactiva de la propiedad legítimamente producida y adquirida por el sujeto al que se les cobra, es totalmente ajena a nuestra tradición intelectual. En nuestros países no tenemos la concepción de que, como decía Thomas Jefferson, el mejor gobierno es el que menos impuestos cobra, porque no tenemos mentalidad de ciudadanos sino de súbditos. Tanto es así que ni siquiera exigimos que el dinero que los políticos nos confiscan supuestamente en beneficio de nosotros mismos se gaste bien.
Y es que, en nuestra cosmovisión preliberal, el poder político siempre actúa en beneficio del bien común. Es precisamente porque tenemos mentalidad de súbditos y no de ciudadanos que, salvo excepciones, casi nadie formula objeciones de principios en contra de las alzas de impuestos. Los argumentos se limitan nada más que a asuntos de efectividad fiscal y de impacto sobre la economía.
"en América Latina predomina la intuición moral de que la propiedad privada es un privilegio que el poder nos concede y no un derecho fundamental del individuo."
Ciertamente, estos análisis son relevantes, pero no bastan. Más allá del efecto sobre los incentivos, existe un valor moral en sí mismo en que los ciudadanos de todos los niveles de ingresos conserven la mayor parte posible de la propiedad que han obtenido con su esfuerzo y el de sus familias. Y también hay un valor moral en el reclamo de que, una vez cobrados los impuestos, estos no se pierdan en despilfarro y corrupción. Lo segundo, como es obvio, se sigue de lo primero: es solo porque entendemos que los impuestos son propiedad de los ciudadanos que ha sido confiscada coactivamente por el poder político que podemos exigirle a este último que no los malgaste.
Pero en América Latina predomina la intuición moral de que la propiedad privada es un privilegio que el poder nos concede y no un derecho fundamental del individuo. Combinada con la noción rousseauniana de que esta es el origen de las desigualdades entre los hombres y, por tanto, la fuente última de corrupción moral y conflicto social, esta intuición moral lleva a que no haya límites reales a la voracidad confiscatoria del poder político. El resultado es un ciclo de decadencia que se retroalimenta: el Estado es capturado por intereses políticos que invocan la “justicia social” para captar más rentas subiendo impuestos. Como estos se gastan mal y la política de alzas tributarias crea más de los mismos problemas que supuestamente ha de resolver, entonces se reclama por más impuestos y mayor gasto estatal.
De más está decir que al final de este camino no nos espera Dinamarca. Lo que nos espera es más parecido a Argentina, cuya carga tributaria es similar a la de los países nórdicos, pero cuya mentalidad, a diferencia de la nórdica, no es la de ciudadanos que exigen al poder honestidad y eficiencia en el uso de recursos y que además celebran la libertad económica, sino la de súbditos anticapitalistas resignados con lo que el poder político les permite mantener, por un lado, y agradecidos por el asistencialismo del que dependen, por el otro.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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