El delirio institucional del feminismo de género
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En Latinoamérica hay dos tradiciones en disputa, una que plantea mejorar la democracia desde las instituciones y la sociedad civil, en base a un gobierno impersonal limitado; y otra basada en el personalismo y caudillaje de antaño, con poderes concentrados e ilimitados, donde el carisma de un líder se disfraza de voluntad popular.
Una vez terminada la guerra de independencia, George Washington, comandante en jefe del ejército continental, se presentó ante el Congreso a renunciar a su cargo. Esto tuvo tremenda relevancia para establecer simbólicamente las instituciones de un país gobernado eminentemente por civiles, y no por caudillos militares. Detrás de dicha acción estaba la responsable noción de que la potestad gubernamental no puede pertenecerle a nadie en una república.
No fue raro que tiempo después, tras ejercer durante dos períodos como Presidente de Estados Unidos, Washington declinara postularse nuevamente, aun cuando no había impedimento legal alguno y gozaba de inmensa popularidad entre el pueblo. Esta tradición republicana y democrática se mantuvo durante más de 100 años, siendo respetada por John Adams, Thomas Jefferson y los demás sucesores de Washington en la presidencia.
En América Latina, lamentablemente, fueron otras las tradiciones que se arraigaron al ejercicio del poder político. Primaron regímenes de fuerza basados en el carisma de un caudillo, en vez de crearse instituciones republicanas, liberales y democráticas mediante las cuales el poder se transfiere pacíficamente entre los gobernantes. Así, mientras a Washington, Adams y Jefferson la vejez y la muerte los encontró en la paz de sus granjas, a Bolívar, Sucre, San Martín, Carrera y O’Higgins los encontró en el exilio, la traición y la desdicha, con sus naciones sumidas en la insana intriga o azotadas por cruentas guerras civiles.
Esa tradición caudillista de venerar y abrazar el poder no ha logrado ser erradicada de la cultura latinoamericana. De hecho, a ella honran memoria los cabecillas populistas actuales, que han modificado constituciones y manipulado leyes a su gusto para perpetuarse en el poder o transferirlo a herederos sanguíneos o ideológicos, torciendo incluso la noción misma de democracia. “Próceres” como Chávez, Maduro, Evo, Correa y los Kirchner, por nombrar solo algunos de los actuales populistas de nuestra región, nos han hecho olvidar que los cargos públicos no pertenecen a ningún grupo o clase, y que se deben ejercer por períodos con atribuciones limitadas, o que la democracia no significa que las mayorías subyuguen minorías y los gobernantes supriman a la oposición.
Paradojalmente, muchos de los que alaban a estos caudillos del siglo XXI y la prepotencia que ejercen en el poder también han elogiado a Pepe Mujica. Pero parecen no poner atención a la sencillez de sus palabras, que se contraponen a la megalomanía de un Fidel Castro, un Chávez o un Maduro, por ejemplo, cuando ante la pregunta de un periodista “¿Qué hará luego de dejar el poder?” éste respondió: “volver a trabajar en mi chacra”.
La respuesta de Mujica, quien hace pocos días entregó la presidencia de Uruguay de manera pacífica y tranquila, dejó atónito no solo al periodista, sino también a muchos de los espectadores, que parecen haber olvidado que en una república democrática el poder no se personaliza, que los representantes no son dueños de los cargos, ni éstos se ejercen de manera vitalicia, y que tras abandonar el cargo, vuelven a ser ciudadanos como cualquier otro.
En Latinoamérica hay dos tradiciones en disputa, una que plantea mejorar la democracia desde las instituciones y la sociedad civil, en base a un gobierno impersonal limitado; y otra basada en el personalismo y caudillaje de antaño, con poderes concentrados e ilimitados, donde el carisma de un líder se disfraza de voluntad popular. Es necesario tener presente esto, sobre todo en momentos en que en Chile se desea iniciar una reforma Constitucional, donde de seguro lo primero en discutirse será la reelección inmediata y la eliminación de mecanismos que, a juicio de los políticos, limiten demasiado el ejercicio del poder.
Fuente: El Libero
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