Hace unos días Fitch rebajó la calificación de riesgo a nuestro país. Como tenemos temas mucho más importantes de qué preocuparnos -¿acaso hay algo más relevante para el futuro de una nación que la forma "patriarcal" en que se utilizan las muñecas inflables?- la noticia pasó desapercibida. La rebaja de calificación de riesgo es un síntoma de la enfermedad que se está apoderando de la economía política chilena: el redistribucionismo. La idea de que el Estado es el encargado de satisfacer las necesidades de las personas y resolver sus carencias con golpes reformistas casi mágicos, se ha instalado de manera difícilmente reversible.
Todo partió con el discurso igualitario hace ya varias décadas, que tanto intelectuales como sacerdotes y empresarios abrazaron. Lo que nunca entendieron estas personas es que el igualitarismo es un sinónimo de estatismo. La búsqueda de igualdad material en cualquier sentido —oportunidades, resultados u otros- se ancla siempre en una teoría de la justicia sospechosa de la libertad personal sobre la que se funda un mercado competitivo. Esto es así porque la desigualdad de resultados y oportunidades es la consecuencia inevitable de la actuación libre de las personas, es decir, del despliegue de sus capacidades y talentos y del aprovechamiento de su suerte. En otras palabras, el mercado produce desigualdad porque los seres humanos y las realidades concretas de unos y otros siempre son distintas. El discurso igualitario, por tanto, debe recurrir a un freno o a un correctivo a la libertad individual para lograr su objetivo. Y ese freno es el Estado.
En general el igualitarista construye todo un orden teórico en el que un Estado ideal reduce brechas sin costos asociados. El problema, además de que la intervención estatal genera efectos perversos antes inexistentes, es que la igualdad jamás puede conseguirse en su totalidad y por tanto nunca habrá suficiente injerencia estatal. Primero se hablará de desigualdad de ingresos, luego de patrimonio, a continuación de diferencias de cuna, se seguirá con disparidades de género, de estatus, etc. Todos los grupos tendrán alguna razón para considerarse desaventajados y exigir que el Estado corrija la injusticia de la que dicen ser víctimas. Pero es peor, porque en ninguno de los diversos tipos de igualdad pretendida se alcanza tampoco un nivel satisfactorio. Como consecuencia, nuevos beneficios son prometidos, más gasto es realizado, otros impuestos y regulaciones son aprobados y más crece la presión sobre la democracia para convertirse en una feria en que los votos se rematan a cambio de mal llamados "derechos". Chile no podía ni podrá mantener su firmeza macroeconómica, pues la filosofía que propulsa su proceso de cambio es la del Estado como el encargado de construir el paraíso sobre la tierra: un lugar donde se trabaja cada vez menos para recibir cada vez más. En ese proceso el país se irá convirtiendo crecientemente en una sociedad buscadora de rentas, es decir, de beneficios asignados por el poder político. Esos insaciables grupos de interés irán haciendo cada vez más difícil cualquier cambio que implique un ajuste en sus beneficios mientras el resto del país se quejará por las condiciones más desfavorables de su existencia. Así se incrementarán las tensiones sociales y la polarización política, todo producto de la encarnizada lucha que se librará por mantener y conseguir una parte del botín que reparte el Estado, capturado por líderes rotantes demagógicos y sus mafias. En el mejor de los casos este camino, de no revertirse, conducirá a una decadencia prolongada, en el peor, a una gran crisis sistémica.
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Las opiniones expresadas en la presente columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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