¿Quién pone orden? El futuro fiscal de Chile en riesgo
Por: Pablo Paniagua y Héctor Gárate Hablar de déficit fiscal en Chile hoy ya no es una alarma puntual, sino […]
Publicado en El Líbero, 04.04.2025A fines de enero de este año y con tono solemne y promesas generosas, el presidente Boric promulgó la ley crea el Ministerio de Seguridad Pública afirmando que se trataba de un «logro para mejorar la calidad de vida de los chilenos y chilenas». Como en otras ocasiones (cómo no recordar las promulgaciones de los ministerios de Ciencia, Deporte, Medio Ambiente, todas cargadas de lindas promesas incumplidas), el discurso estuvo cargado de buenas intenciones: más coordinación, más herramientas, un Estado más fuerte. Sin embargo, en la práctica, la creación de un nuevo ministerio se ha convertido en un placebo institucional, un gesto grandilocuente que pretende resolver desde la arquitectura lo que no se ha sabido conducir desde la política. La experiencia reciente debiera ya enseñarnos que cada nuevo ministerio trae consigo una retórica de transformación que raramente se traduce en resultados. Lo único constante es la promesa, que una vez más actúa como paliativo para tranquilizar al electorado y dilatar la rendición de cuentas.
«Cuando el único modo de mostrar iniciativa es levantar una nueva repartición, no estamos ante una política audaz, sino ante una política cansada, que maquilla su mediocridad con carguitos y organigramas»
El problema es que, a diferencia de otros anuncios rimbombantes, el Ministerio de Seguridad Pública llegó con el aura desgastada desde el primer día. Tal vez porque la ciudadanía ya ha visto demasiadas veces este libreto: prometer que todo cambiará con la creación de una nueva institucionalidad, mientras los problemas reales siguen intactos. O quizás porque la urgencia del momento deja al descubierto que este ministerio es, en el fondo, un parche tardío. Lo cierto es que ni siquiera ha sido necesario esperar para que afloraran los problemas. El proceso de instalación ha estado marcado por nombramientos polémicos: seremis que en el pasado mostraron abierta complicidad con la delincuencia octubrista, otros con discursos políticos hostiles hacia Carabineros, y algunos que ni siquiera cumplirían con los requisitos legales del cargo. La paradoja es amarga: el flamante ministro de Seguridad Pública es profesor de derecho administrativo. Y, sin embargo, bajo su mirada se han tolerado designaciones que incumplen los estándares mínimos de idoneidad presentes en la ley.
Pero volvamos a la hipertrofia ministerial que ya no solo es evidente, sino que también es sistemática. Desde 1990, Chile ha pasado de tener 16 ministerios a contar hoy con 25, considerando el ya «operativo» Ministerio de Seguridad Pública. Es decir, cada 3,8 años se ha sumado una nueva cartera (un ministerio por gobierno), como si crear ministerios fuera sinónimo de modernización o eficiencia. Pero el resultado ha sido otro: estructuras paralelas, funciones redundantes y un aparato estatal cada vez más costoso, sin que ello se traduzca en una mejora proporcional de los bienes públicos.
La creación de un ministerio no debería ser el recurso automático cada vez que se quiere dotar de relevancia a un tema. Convertir cada urgencia o cada agenda en una nueva institucionalidad ministerial no solo es una torpeza administrativa, sino también una señal preocupante de mediocridad en el manejo político. Es una fórmula cómoda, casi ritual, que disfraza la falta de ideas con organigramas y cargos. Pero no hace más que engrosar el aparato estatal y aumentar el gasto público: más autoridades, más equipos, más repartición de cargos para los partidos políticos. En vez de fortalecer lo que ya existe, se recurre a la creación de nuevas estructuras como si el problema fuera siempre de diseño y no de conducción.
Este fenómeno no solo representa una carga creciente para los contribuyentes, que deben sostener un elefante burocrático cada vez más pesado y lento. También es un problema para la propia política. A mayor número de ministerios, más se fragmenta la autoridad, porque el poder no se multiplica: simplemente se dispersa. La consecuencia es una estructura donde coexisten ministros de primera y segunda categoría, carteras con peso real y otras destinadas al olvido administrativo. En vez de consolidar la conducción del Gobierno, esta proliferación institucional la debilita.
Ante el nuevo Ministerio la candidata presidencial de Chile Vamos, Evelyn Matthei fue tajante con la ley que creó dicha cartera: «el proyecto es malo, la ley es mala». Pero su crítica ganaría claridad si fuera acompañada de un reconocimiento político elemental: el Ministerio de Seguridad Pública no habría sido posible sin el respaldo legislativo de su sector. Es decir, también es responsabilidad de los suyos. Como candidata presidencial, no basta con tomar distancia de una mala ley; es legítimo esperar que aclare si está dispuesta a revisar en serio el número de ministerios existentes y si escuchara a quienes, dentro de su propia coalición, abogan por una reducción de ellos.
Días atrás, al comentar la elección de la mesa de la Cámara a fin de no cometer los errores del Senado, Matthei advirtió que «el que crea que un candidato presidencial puede venir a manduquear a diputados y senadores… no entiende nada de política». La frase puede sonar razonable como defensa de la autonomía parlamentaria, pero desatiende un hecho evidente: quien aspira a liderar un sector político no puede hacerlo sin un mínimo de coordinación con sus bancadas, especialmente cuando lleva años ejerciendo ese liderazgo de facto.
El Ministerio de Seguridad Pública nació, como tantos otros, envuelto en grandes promesas que de seguro no será capaz de cumplir. No es solo su diseño lo que merece reparos, sino la lógica que lo hizo posible: la convicción ya casi automática de que a cada problema le corresponde un nuevo ministerio. Lo grave es que esta fórmula se ha vuelto parte del repertorio ordinario del poder. Cuando el único modo de mostrar iniciativa es levantar una nueva repartición, no estamos ante una política audaz, sino ante una política cansada, que maquilla su mediocridad con carguitos y organigramas.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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