Aplausos, luego indemnizaciones
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Publicado en El Líbero, 07.02.2025Se nos ha contado una y otra vez que el bufón de la corte era el único con la facultad de interpelar al rey sin temor a represalias, el único que podía decirle la verdad a la cara, como si fuese la conciencia misma del reino. Según esta visión romántica, el bufón gozaba de una libertad excepcional, una suerte de licencia para señalar lo que otros no se atrevían. Pero la realidad es menos heroica: el bufón no era libre, simplemente tenía una cadena un poco más larga. Su lugar en la corte no era el de un desafiante externo, sino el de un engranaje más del poder. Sus límites no los marcaba su propia conciencia, sino los deseos de quienes lo mantenían cerca. Llamar a eso conciencia es, cuando menos, una exageración.
«En una sociedad libre, la política debe desprenderse de los actores como referentes porque ya estamos hartos de famosillos en el Congreso. Sin embargo, al mismo tiempo, los actores deben liberarse de la política. Su labor no debería estar condicionada por militancias, camarillas internas ni compromisos ideológicos, sino por el arte y la entretención».
Lo que sucedía con los bufones de la corte no es tan distinto de lo que ocurre hoy con muchos actores de televisión. Han adoptado la pretensión de ser la conciencia de la sociedad, erigiéndose en árbitros morales capaces de dictar qué es lo correcto y lo incorrecto, como si su voz tuviera un peso especial. Se sienten con la libertad, e incluso con el deber, de decirle a los demás cómo deben vivir o pensar. Sin embargo, en realidad son figuras que, en gran parte, dependen de los recursos públicos o de estructuras financiadas por la sociedad, viviendo del respaldo de los demás. Su único mérito, si es que se le puede llamar así, es la fama, no una habilidad extraordinaria ni una cualificación que justifique esa posición de autoridad moral autoproclamada.
A raíz de la controversia en torno a Cristián Campos, han salido a la luz las prácticas despóticas de Claudia di Girolamo y su esposo, el director Vicente Sabatini. No es un secreto nuevo; el fallecido comediante Claudio Reyes ya había denunciado estas dinámicas cuando su carrera como galán de teleseries fue abruptamente cortada por razones políticas. Sus advertencias, entonces ignoradas o minimizadas, hoy cobran un nuevo significado al evidenciarse que el mundo de la televisión chilena no sólo es hermético, sino también regido por un férreo control ideológico y amiguismos que determinan quién prospera y quién es condenado al olvido.
Usted, amable lector, podría preguntarse si tiene sentido dedicar una columna a las prácticas de los actores de televisión. Sin embargo, no podemos olvidar que estos no se han limitado al escenario o a la pantalla, sino que han buscado activamente influir en la política chilena. No sólo han accedido a cargos como ministros, diputados, senadores, alcaldes o concejales, sino que también han sido piezas clave en campañas electorales, prestando su imagen y su voz, especialmente en favor de la izquierda. Su injerencia en el debate público no es casual ni menor, y por eso resulta plenamente justificado abordar este tema en un espacio de análisis político.
No deja de ser paradójico que los actores chilenos sean los primeros en denunciar la falta de oportunidades y en clamar contra el dominio de los poderosos, mientras pertenecen a la élite más cerrada y excluyente de todas. No hay otro círculo en el país donde el nepotismo sea tan descarado, donde las barreras de entrada sean más rígidas y la renovación de su élite sea prácticamente inexistente. Basta con observar cualquier producción televisiva, cinematográfica o teatral para notar que los mismos rostros se repiten una y otra vez, década tras década. Los apellidos pesan más que el talento, las redes de contactos valen más que el esfuerzo, y la posibilidad de ascender sin padrinazgos es prácticamente nula. Aun así, son ellos quienes insisten en aleccionar al resto sobre justicia social y equidad.
No es un fenómeno nuevo ni exclusivo de Chile. Ya en la década de los 50, Ludwig von Mises advertía en La mentalidad anticapitalista sobre la tendencia de los actores a simpatizar con el socialismo. Su éxito depende de un público voluble, que hoy los ensalza y mañana los olvida, sumiéndolos en una constante incertidumbre. Esta inestabilidad genera ansiedad y un temor permanente a la irrelevancia, lo que los lleva a aferrarse a ideologías que prometen estabilidad y control. El socialismo, con su promesa de apoyo estatal y reconocimiento asegurado, se convierte en un refugio ideal. Así, sin un análisis profundo de la teoría económica, muchos artistas adoptan estas ideas no por convicción racional, sino por la esperanza de escapar de la competencia feroz y del riesgo siempre latente de quedar al margen, dependiendo menos del mercado y más de estructuras políticas que les garanticen un rol permanente en la sociedad.
Pero no es solo el temor lo que los hace inclinarse a la izquierda. Como bien advierte Stephen Koch en El fin de la inocencia, la izquierda, desde Willi Münzenberg en adelante, ha sabido ofrecer algo aún más seductor: la imagen de virtud. Ha construido una narrativa en la que sus seguidores no sólo defienden una causa política, sino que encarnan el bien y la inocencia. Para los actores, cuya identidad y relevancia dependen en gran medida de la percepción pública, esta oferta es irresistible. En Chile, esta dinámica se ha replicado con fuerza, convirtiendo al progresismo en un refugio donde el gremio actoral encuentra validación moral y un sentido de misión. No es sólo ideología, es la posibilidad de proyectarse como referentes éticos, como los buenos de la película, lo que refuerza su vínculo con la política y su rol como voceros de causas que rara vez cuestionan con profundidad.
En una sociedad libre, la política debe desprenderse de los actores como referentes porque ya estamos hartos de famosillos en el Congreso. Sin embargo, al mismo tiempo, los actores deben liberarse de la política. Su labor no debería estar condicionada por militancias, camarillas internas ni compromisos ideológicos, sino por el arte y la entretención, sin la presión de alinear cada expresión con una causa determinada. La cultura se enriquece cuando los creadores pueden explorar libremente sus ideas, sin temor a represalias ni exigencias de corrección política. Sin embargo, hoy muchos han abandonado la creatividad en favor del activismo, olvidando que su rol principal no es aleccionar al público, sino conectar con él a través del talento y la emoción.
No todo está mal. También hay señales de que algo empieza a cambiar en el mundo actoral, de que ciertos artistas han comenzado a desafiar la hegemonía ideológica que durante años marcó el gremio. Un ejemplo es la filmación de La Fuente, una película que pone en el centro el tormento sufrido por Carlo Siri durante el estallido delictual, con Luis Gnecco en el papel principal, una historia que antes habría sido impensable en la narrativa oficial del cine chileno tan dominada por los complejos de los hermanos Larraín Matte. También están las palabras de Gonzalo Valenzuela en los Premios Caleuche, donde se atrevió a interpelar a sus colegas sobre los peligros de la cultura de la cancelación, un fenómeno que ha sofocado la libertad creativa. A esto se suman los comentarios de Álvaro Rudolphy, quien llamó a los actores a dejar de depender del Estado y a convertirse en sus propios productores y empresarios. Sin duda, son señales de que el mundo artístico empieza a sacudirse las cadenas de la corrección política, de la militancia y del control ideológico que irrumpió con fuerza tras el retorno de la democracia.
El gremio actoral chileno ha funcionado como una élite hermética, dominada por el nepotismo y el dogmatismo ideológico, mientras se presenta como la voz moral de la sociedad. Sin embargo, la creciente resistencia dentro del mismo mundo artístico sugiere que esta hegemonía comienza a resquebrajarse. Lo que necesitamos no es que los actores se retiren de la vida pública, sino que lo hagan desde la independencia, sin tutelas políticas ni imposiciones ideológicas. Que vuelvan a hacer lo que mejor deberían saber hacer: actuar, entretener y crear sin la carga de ser predicadores de causas que ni ellos mismos siguen. Porque si hay algo peor que la política infiltrada por actores, es un arte sometido a la política.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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