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Desafíos económicos para el Chile de hoy Publicado en El Líbero, 11.11.2021

Desafíos económicos para el Chile de hoy

La falta de acuerdos en torno al reformismo positivo nos condujo a la más grande debacle social y política desde el retorno de la democracia.

Chile durante los próximos años deberá enfrentar complejos desafíos económicos que definirán, en buena medida, las posibilidades de bienestar y desarrollo en el futuro. Algunos de estos desafíos se han visto particularmente potenciados por el escenario pandémico: deuda y pensiones, por ejemplo. Mientras que otros, desde hace años se han venido arrastrando y postergando: ahí tenemos al crecimiento y la productividad. De cualquier forma, estos desafíos, complejos y relevantes, son tal vez uno de los más decisivos al momento de pensar en las posibilidades de desarrollo futuro que tiene el país.

Sin embargo, y mientras estos problemas se hacen cada vez más acuciantes, la esfera pública pareciese haber sido capturada por la polarización y el cortoplacismo que imponen las próximas elecciones presidenciales, y las preocupaciones por el largo plazo escasean. En este breve ensayo destacaremos los tres principales desafíos económicos a los que Chile –inevitablemente– deberá dar respuesta durante los próximos años. En concreto: 1) la deuda pública y la sostenibilidad del gasto fiscal, 2) el magro crecimiento y la escasa productividad nacional y 3) el descalabro de nuestro sistema de pensiones.

La deuda pública, el elefante en la habitación 

En materia fiscal Chile durante un buen tiempo (1990-2010) se destacó por mantener una gestión responsable y sostenible de su capacidad de endeudamiento. Si atendemos a su evolución, se observa que los niveles de deuda bruta como porcentaje del PIB se redujeron considerablemente durante el período 1990-2007, partiendo desde un 43,3% en 1990 hasta llegar al 3,9% en 2007. No obstante, tanto los niveles de deuda de hoy, pero más aún la velocidad con la que esta se ha incrementado, son particularmente preocupantes. De hecho, los datos muestran que los niveles de deuda no han cesado de crecer año a año desde 2007.

Por ejemplo, el nivel de deuda como porcentaje del PIB se ha multiplicado casi por 10 desde aquel entonces, pasando desde 3,9% al 37,5% proyectado para 2022 por el Informe de Finanzas Públicas del tercer trimestre 2021. Esto es un crecimiento acelerado nunca visto en nuestra deuda pública desde el retorno a la democracia. Ahora, si consideramos la evolución de la deuda en sus propios términos, es decir, no con relación al PIB sino en dólares, esta se ha multiplicado por 18: si en el 2007 era de US$ 7.094 millones, en 2022 llegará a US$ 129.222 millones. Producto de esta vertiginosa acumulación de pasivos es que hoy vemos cómo la deuda pública es incluso mayor que el gasto público anual, llegando a representar un 157% de este (2022) en instancias en que, para 2007, lo era menos de un 30%. Así, en un lapso de 15 años hemos pasado de tener una posición fiscal sólida y con espacio para expansiones, a una caracterizada por mayor debilidad y menores espacios para continuar exigiéndose. Esto deja al país con escasa maniobra fiscal para futuras recesiones económicas, crisis financieras o próximas pandemias que pudieran surgir en esta década. Nuestras finanzas públicas están exhibiendo severas grietas.

Hay quienes creen, sin embargo, que aún es muy temprano para preocuparse por la deuda pública, apuntando a que los niveles de deuda que exhiben otros países están muy por sobre los nuestros. En efecto, comparado con los países OCDE, Chile al 2020 es el quinto país con el nivel de deuda más bajo del grupo (deuda del gobierno general como porcentaje del PIB) (ver datos aquí). Y, si miramos nuestro problemático vecindario, en América Latina y El Caribe, Chile es el tercer país que menos deuda acumula en relación a su PIB. Así, reza este argumento, al comparar superficialmente los números agregados de Chile contra el resto del mundo, nuestra deuda pública no sería un gran problema hoy, y aún quedaría suficiente espacio para continuar sumando pasivos a nuestras cuentas.

Sin embargo, esta posición pasa por alto un punto fundamental: los altos niveles de deuda no son siempre y en cualquier caso alternativas sanas para una economía, sino que más bien dependen del contexto en que se produzcan y con relación al potencial de crecimiento de estos. Es decir, los niveles de deuda se deben analizar con relación a la capacidad de pago y de generación de flujos futuros de un país.

Por ejemplo, aunque tanto Estados Unidos (134%) como Argentina (103%) tienen altos niveles de deuda similares, distinto es tenerla —como en el caso del primero, con un clasificación de la deuda soberana de AAA (alto grado) y con una economía que se expande al 2,5% promedio anual (hasta antes de la pandemia)— a que, como en Argentina, con una clasificación CCC (riesgo sustancial) y con un crecimiento promedio anual de un -0.23% (hasta antes de la pandemia). Con todo, una menor clasificación implica pagar mayores intereses por la deuda y, aunque Chile aún es acreedor de la clasificación más alta dentro de Latinoamérica –posición que ha conseguido precisamente debido a su buena gestión de la deuda–, esta en los últimos años se ha visto deteriorada en dos oportunidades, luego de 25 años de continuas alzas. Además, pagar mayores intereses por la deuda pone en evidencia el costo de oportunidad de ello: los cada vez mayores recursos destinados a pagar intereses son recursos que, de otra forma, podrían haber estado disponibles para financiar políticas sociales como líneas de metro y hospitales. Solo en 2022 se espera que se destinen US$ 3.200 millones a pagos de intereses, monto que equivale —para situarlo en perspectiva— a 121 veces lo destinado en 2021 al programa Campamentos de la Subsecretaría de Vivienda y Urbanismo.

En definitiva, las últimas proyecciones del Informe de Finanzas Públicas (IFP 3T 2021) apuntan a que, para el 2026, la deuda debiese estabilizarse en niveles cercanos al 38,6%. Empero, este escenario dependerá de la capacidad del próximo gobierno de cumplir con las metas de reducción de déficit y balance estructural necesarias para converger a aquel nivel de deuda. Aquello estará condicionado en gran medida por la evolución que se proponga del gasto público y la seriedad del cómo se quita el pie del acelerador del gasto público. De hecho, la OCDE ha llegado a estimar en sus escenarios más pesimistas (menor crecimiento de largo plazo, prolongación del déficit y mayores tasas de interés), trayectorias de deuda para Chile en el 2040 que se empinan por sobre el 110% del PIB.

La solución para poder afrontar estos riesgos futuros parte por perfeccionar tanto la institucionalidad como la metodología de la regla del balance estructural: avanzar en cláusulas de escape, fortalecer el monitoreo de los riesgos fiscales, inyectar mayor transparencia y simplificación al instrumento y reducir la pro-ciclicidad de los parámetros estructurales (PIB tendencial y precio de referencia del cobre). Así también, y más allá de lo técnico, será necesario que los candidatos presidenciales le tomen el real peso a nuestra exigida situación fiscal, pues de ello dependerá, en última instancia, el grado de responsabilidad que se asuma ante este insoslayable desafío.

Crecimiento y productividad en evidente deterioro

Aunque puedan parecer estadísticas abstractas e impersonales, en la práctica y respecto a la posibilidades que tienen las personas de expandir su bienestar físico, social y material, lo cierto es que hay pocas cosas más importantes  que el crecimiento económico (Deaton, 2015Sen, 2000). Si Chile mantuviera una tasa de crecimiento promedio de un 1,7% anual (crecimiento promedio entre 2014-2017) demoraría 40 años (40,6 años) en duplicar su producto. De hacerlo, en cambio, a un 4,2% anual (crecimiento promedio entre 2000-2009), bastarían solo 16 años (16,4). Y con un 6,1% (crecimiento promedio entre 1990-1999) aún menos: 11,3 años Así, la diferencia de lo que puede hacer el crecimiento económico sostenido en el bienestar de una sociedad y en las generaciones más jóvenes es enorme. Tal vez debido a estas diferencias tan palpables en las trayectorias de prosperidad futuras de un país es que el Premio Nobel de Economía, Robert Lucas, luego de dedicar gran parte de su vida a investigar sobre el capital humano y sus efectos en el bienestar, haya concluido que “una vez que se empieza a pensar sobre desarrollo económico, es difícil pensar en cualquier otra cosa”.

Lamentablemente, a diferencia del Nobel Robert Lucas, en Chile pareciéramos no estar muy conscientes de la relevancia del crecimiento. Preocuparse del crecimiento económico pareciera ser hoy parte de un vergonzoso pasado “neoliberal” del cual muchos quieren deshacerse. Desde luego que debemos considerar al crecimiento como condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo humano, pero, aun así, la discusión pública en Chile ha dejado de lado la importancia del crecimiento y, como si de una cruel paradoja se tratase, se ha puesto a pensar literalmente en “cualquier otra cosa”. Y junto a ello, año tras año, el panorama económico se ha tornado cada vez más oscuro.

Efectivamente, si se observan las tasas de crecimiento por décadas, se evidencia que el periodo 2010-2019 ha sido la peor década de desempeño económico desde 1970-1979. Podrá advertir el lector, que si durante la década de 1990-1999 el crecimiento del PIB real en promedio fue de 6,1% anual, y en la década del 2000-2009 fue de 4,2%, en el período 2010-2019 no pasó de alcanzar un magro 3,33% con un sesgo cada vez más a la baja (ver Paniagua, P. AtrofiaNuestra encrucijada y el desafío de la modernización).

Es más, si se compara nuestra evolución desde una perspectiva internacional, podemos evidenciar un marcado deterioro en nuestra capacidad de crecimiento: mientras que en la década de los noventa Chile crecía a más del doble que la economía mundial (2,2 veces), en los últimos años pasamos a crecer a poco más de la mitad que el resto del mundo (solo 0,6 veces el crecimiento mundial). Así las cosas, hoy no es ningún tabú reconocer que el país se encuentra en un marcado estado de atrofia en materia de crecimiento. Estos problemas se hacen aún más agudos cuando vemos que cerca del 70% de las empresas existentes en el país no están planificando invertir en ningún nuevo proyecto para el 2022, debido a la alta incertidumbre política que se arraigó en Chile.

El escenario de la productividad, por otro lado, está lejos de ser distinto. Si se observan las estimaciones del índice de productividad total de los factores (PTF) realizadas por el Comité consultivo del PIB tendencial, se podrá evidenciar que, desde 2006 a 2019, diez de aquellos trece años mostraron una caída. De esta forma, si la productividad –que constituye un factor esencial de impulso al crecimiento de largo plazo– se encuentra en evidente estado de deterioro, no resulta difícil advertir que nos encontramos ante un exigente desafío, quizás aún más difícil de remediar que el de la deuda pública.

Al mismo tiempo, como lo confirma el economista Philippe Aghion, junto a Antonin y Bunel, en su último libro: El Poder de la Destrucción Creativa, la innovación y la creación empresarial (aquellas fuerzas disruptivas) son fundamentales para promover el crecimiento económico y el bienestar de los más necesitados. En aquel importante libro los autores destacan la importancia que tiene la innovación para impulsar el crecimiento de largo plazo y en reducir las desigualdades, nivelando la cancha –hacia arriba– para todos.

De esta forma, se vuelve clave considerar la importancia del esquema de incentivos empresariales (i.e., impuestos, acumulación de capital y sus ganancias) y la infraestructura institucional que facilita el despliegue de los procesos de innovación, así como también las políticas pro-competencia que busquen limitar las posibilidades de corrupción, colusión o prácticas anticompetitivas en general. La OCDE en el 2016 ya nos advertía acerca de la complejidad e ineficiencia de nuestro entramado regulatorio y sus efectos nocivos en promover la creación destructiva. Tristemente, al parecer aún tenemos un problema de “stock de regulaciones” y un enmarañado sistema regulatorio plagado de redundancias e ineficiencias que no le deja el camino fácil a la innovación. Como bien lo ha dejado en evidencia el ex Ministro de Hacienda, Ignacio Briones: “la excesiva regulación trae costos de productividad al país”, pero seguimos sin hacer nada al respecto por más de una década.

Pensiones, ¿qué hacer? 

El tercer y último desafío ineludible es pensiones, debido al complicado escenario en el cual el país ha transitado producto de la seguidilla de retiros de los fondos previsionales y que nos ha llevado tristemente desde la frustración de las bajas pensiones a una tragedia previsional difícil de exagerar. Si la situación antes de los retiros de las AFP era ya frustrante, hoy, después de tres retiros y con el cuarto a la vuelta de la esquina, el tema previsional es crítico. Analizaremos las principales grietas que enfrenta nuestro actual sistema de pensiones, para luego profundizar en las alternativas de reforma que habrá que barajar de cara al futuro.

En el libro “Crisis” (2019), Jared Diamond explica que uno de los primeros pasos para afrontar una crisis –aplica tanto para el plano personal como nacional– es comenzar por reconocer que efectivamente nos encontramos ante dificultades. En efecto, hay que comenzar reconociendo que durante un largo tiempo se han ido acumulando un súbito de presiones en el sistema –demográficas, laborales, como veremos– que han desembocado en una grave crisis previsional al día de hoy.

Primero, la tasa de reemplazo en el sistema previsional es la séptima peor entre los 36 países OCDE (Pensions at a Glance, 2019). Mientras que en Chile esta se sitúa en torno al 37,3% promedio, la media de los países OCDE está en torno al 58,6%. Sin embargo, y con ello se evidencia un gran motivo de lo anterior, mientras que la tasa de cotización promedio de los países OCDE es de un 20%, en Chile aún se mantiene en solo 10%.

Segundo, los ingresos por sobre los cuales se cotiza son también bajos, y aunque han aumentado considerablemente durante las últimas tres décadas, las pensiones bajas de los jubilados de hoy se construyeron en base a un mercado laboral bastante más precario que el actual. Con salarios históricos bajos, baja tasa de cotización, altas tasas de informalidad y baja densidad de cotizaciones, es bien difícil que de aquella ecuación resultara una pensión digna para la mayoría de los chilenos.

Será fundamental entonces, para aspirar a mejores pensiones, hacer los ajustes de política pública necesarios, por más que el cálculo cortoplacista electoral indique lo contrario. Esto significa necesariamente una combinación entre: 1) elevar la tasa de cotización obligatoria, 2) incrementar la densidad de cotizaciones (probar esquemas de cotización a través del consumo pareciera ser una alternativa), 3) combatir el empleo informal (que es alto en los quintiles más bajos) y 4) aumentar la edad de jubilación.

Se estima que, por ejemplo, si se lograse avanzar en un paquete de reformas que simultáneamente incremente a 16% la tasa de cotización, eleve la edad de retiro (tanto para hombres como para mujeres) a 67 años, e incrementara la densidad de cotizaciones hasta un 70%, la tasa de reemplazo promedio esperada se empinaría hasta el 50% para el trabajador promedio, alineándonos con la OCDE (Evans y Pienknagura, 2021). Sin embargo, una buena reforma deberá considerar efectos de respuesta, sobretodo ante una sociedad que desconfía cada vez más de la técnica y de la política.

Conclusión: superar la pugna de elites

En síntesis, la salida tanto a nuestro difícil escenario fiscal, como a nuestra atrofia en el crecimiento económico y a nuestra crisis previsional producto de las bajas pensiones —los tres desafíos económicos más agudos que nos esperan a la vuelta de la esquina— dependerán, en buena medida, de cuán rigurosa y efectivas sean las medidas y los diseños de política pública que se pongan sobre la mesa para atacar dichos problemas en los próximos años.

Pero, para ser francos, aquella ventana de posibilidades pareciese estarse cerrando cada vez más. En la década pasada (2010-2019), la recurrente pugna de elites nos llevó a que fuéramos incapaces de ponernos de acuerdo y hacer política pública responsable para mejorar las pensiones, la productividad y nuestro escenario fiscal. Aquella falta de acuerdos en torno al reformismo positivo nos condujo a la más grande debacle social y política desde el retorno de la democracia. Es de esperarse que en esta nueva década (2020-2030) seamos capaces de establecer una tregua entre las elites del país para poder hacerles frente, en conjunto, a estos tres cruciales desafíos, dejando de lado la polarización y la demagogia que han gobernado el último tiempo nuestros ya degradados asuntos públicos. Una tregua de elites en torno a un reformismo responsable pareciera ser la única manera de evitar que la demagogia y la retroexcavadora se impongan en el debate público durante esta nueva década. Con todo, el espacio para ponernos de acuerdo y hacerles frente a estos tres desafíos económicos se acorta, y las campanas parecieran comenzar a doblar por nosotros.

*Columna escrita por Pablo Paniagua, Investigador Senior FPP, en colaboración con Patricio Órdenes.

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Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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