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Capitales corrosivos, Trump, China y Chile Publicada en El Mercurio, 28.03.2025

Capitales corrosivos, Trump, China y Chile

Hace años que en ámbito de los «estudios internacionales» se viene acuñando un nuevo término para analizar la geopolítica: «Capitales Corrosivos». Siempre he sido escéptico de los «estudios internacionales», los considero ambiguos y tengo poca fe en estudiar algo que al final depende del genio con que una persona se levanta un día u otro. Sin embargo, este término vale la pena destacarlo.

La idea del término es describir a los millones de dólares que fluyen desde países autoritarios hacia democracias liberales pero que corroen las instituciones de estas últimas y terminan por desestabilizarlas. Son dólares que se mueven dentro de la vida social, cultural y política y, de apoco, van destruyendo las instituciones que protegen la libertad de las personas: la separación de poderes, el debido proceso y normas básicas de cuidado de la naturaleza o urbanismo, entre otras. Es una exportación cultural autoritaria.

Los países que sufren son los pobres, porque por lo general tienen débiles Estado de Derecho o malos liderazgos, cortoplacistas o corruptos. Es también común que busquen plata fresca lejos de los mercados de capitales y caigan ante la tentación de los nunca bien ponderados «prestamistas», que les ofrecen dólares o servicios «baratos», generalmente para obras de infraestructura como oleoductos o tecnológicos trenes, pero también para una simple biblioteca o gimnasios.

«La guerra comercial de Trump, los recientes escándalos de unas políticas del PC que tendrían "amigos chinos", la inversión en industrias estratégicas —al borde la ilegalidad de la libre competencia en la energía—, la existencia de "Institutos Confucio" en Universidades, y la penetración de los malls chinos en todo el país —muchos al parecer, saltándose los permisos de edificación—, debería, por lo tanto, preocuparnos»

En cierto sentido esto no es nuevo —corrupción y dólares se avienen—, pero esta práctica se ha tornado sistemática, direccionada desde Estados —principalmente a través de empresas estatales, muchas veces disfrazadas como privadas— y tienen un foco geopolítico de largo plazo.

Los países autoritarios en el radar serían Rusia, China y algunos países persas y árabes, junto a sus órbitas. Los destinatarios, los países subdesarrollados —los desarrollados han regulado estas inversiones, justamente por estos temas—. Ecuador, por ejemplo, y su presidente socialista Rafael Correa, ante la dificultad de encontrar financiamiento externo después de la crisis del 2008, acudió a China. Correa había intentado deshacerse del dólar como moneda oficial —para imprimir billetes—, pero no pudo, y no encontró nada mejor que declarar «ilegítima» el 90% de la deuda ecuatoriana, haciendo un default selectivo. ¿Quién iba a prestarle plata después de eso? Acudió a los chinos. Así, Ecuador logró bañarse en dólares a través de diferentes bancos chinos (BDC, Eximbank, DESA, entre otros), todos, al final, dependientes del PC local. Obtuvieron, además, más del 70% de los contratos públicos en el sector petrolero, minero e hídrico, y casi todos rodeados de escándalos de corrupción, laborales y ambientales —como la hidráulica Coca Codo Sinclair y la central Eólica Villonaco, entre otros—.

Estos negocios, además, se sostenían en el «Triángulo de Hierro», como explica el capítulo ecuatoriano de Transparencia Internacional, es decir, se hacen siempre y cuando se contrate a empresas chinas y, además, a trabajadores chinos. ¿Y qué ocurre hoy? Siguen apareciendo escándalos —como el caso Campo Sacha—, y China juega un rol demasiado importante en la democracia e industrias estratégicas ecuatorianas, además de que ya penetró cultural y políticamente al país, desestabilizándolo.

Casos similares se pueden ver en Argentina, Bolivia, Venezuela, África y Asia. Chile se ha salvado porque teníamos respetables liderazgos y Estado de Derecho —hasta 2019—, y una institucionalidad y diferentes regulaciones que nos protegían. Especialmente importante es la que impide los tratos directos —la principal forma de operar de China—, y otra, más «anecdótica», es la ley que impide contratar a más de un 15% de trabajadores extranjeros.

Todo esto se tensionó durante los últimos gobiernos de Bachelet y Piñera, cuando un consorcio chileno-chino quiso realizar mediante un trato directo el tren rápido Santiago-Valparaíso, basándose en una ley de 1931 —y no la de concesiones del MOP, de los años 90—.

En fin, de esa salimos bien, pero la decadencia de nuestros liderazgos, la guerra comercial de Trump, los recientes escándalos de unas políticas del PC que tendrían «amigos chinos», la inversión en industrias estratégicas —al borde la ilegalidad de la libre competencia en la energía—, la existencia de «Institutos Confucio» en Universidades, y la penetración de los malls chinos en todo el país —muchos al parecer, saltándose los permisos de edificación—, debería, por lo tanto, preocuparnos. Tenemos que estar atentos.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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