El delirio institucional del feminismo de género
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Publicado en El Diario Financiero, 16.08.2019La obsesión por las encuestas y la ausencia de principios claros han llevado al gobierno de Piñera a tomar decisiones fatales políticamente. La primera fue decir que, básicamente, no tocará las reformas de Bachelet. Toda esa retórica durante el mandato de la Nueva Mayoría según la cual iba a ser necesario un gobierno de 'reconstrucción nacional', para después decir que no iba a haber reconstrucción. El gobierno no sólo decepciona a su público, sino que además valida la cancha estatista que dibujó Bachelet a un costo altísimo para los chilenos.
No tener mayoría en las cámaras no impide promover una agenda de centroderecha que permita marcar los puntos de fondo. De hecho, la oposición como obstructora de reformas imprescindibles es lo que se requiere para justificar la imposibilidad del gobierno de arreglar la delincuencia o la economía, entre otros, y es también la forma de acumular capital político para dar una buena pelea en la próxima elección.
Un segundo error ha sido la destitución del ministro de Educación, quien más allá de los percances comunicacionales venía impulsando una agenda relevante. La decisión fue sin duda motivada por una discusión pública histérica, dominada por la hipocresía, el efectismo y el sesgo ideológico de izquierda de la mayoría de los periodistas. Este miedo del gobierno a las redes sociales ha llegado a tal punto, que incluso se rumoreó la salida del ministro de Economía sólo por formular un comentario polémico.
"La obsesión por las encuestas y la ausencia de principios claros han llevado al gobierno de Piñera a tomar decisiones fatales políticamente."
Por último, el gobierno jugó un mal papel en el caso del ministro de Cultura al no haber asumido inmediatamente una postura de rechazo a la censura autoritaria de la izquierda que lo atacó. En cambio, prefirió validar una postura de inconsecuencia en las propias convicciones, que sólo debilita al propio gobierno y alimenta a las fuerzas intolerantes responsables del escándalo, las que, aprovechando la debilidad exhibida, poco se demoraron en ir a la caza del canciller. Recién ahora, cuando el costo ya parece demasiado alto, el gobierno decidió recordar a la izquierda que no tenía credibilidad moral en materia de derechos humanos, pues valida sistemáticamente a dictaduras de su lado. Pero resulta que si estuviera dispuesto a defender principios y a su gente, es lo primero que habría dicho.
Nadie en la derecha hoy justifica las violaciones a los DDHH cometidas en el régimen de Pinochet, pero eso no significa cederles su bandera a una izquierda que —partiendo por Bachelet, constructora del museo en cuestión—, adora abiertamente a dictadores socialistas. Tampoco hay por qué negar la responsabilidad de la izquierda en el quiebre institucional, ni su proyecto totalitario marxista, que también violó los DDHH si creemos a los documentos de la época y a protagonistas como Frei Montalva y Aylwin.
Nada de eso cruzó por la mente del gobierno, cuyo primer instinto fue escapar (como si eso fuera siquiera posible). Ni hablar del oportunismo de Evópoli que, jugando a ser la DC de la derecha, no dudó en sacar provecho bajo la falsa creencia de que tiene algún futuro político relevante adoptando posturas políticamente correctas. Así como la defensa de los DDHH debe ser transversal, condenando los atropellos de regímenes de izquierda y de derecha hoy y en el pasado, la libertad de expresión para discutir sobre la forma en que se tematizan en un museo también debe serlo. Lamentablemente, varios en la misma derecha parecieron olvidar este principio de fondo, demostrando una vez más por qué, aunque ella esté en el gobierno, la agenda la pone la izquierda.
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