Seguridad cuando conviene
Como ya viene siendo costumbre, la seguridad sea convertido en una prioridad de la ciudadanía y en una bandera ineludible […]
Fundación para el Progreso, abril 2020El Laboratorio de Análisis Político FPP, dirigido por Mauricio Rojas (Senior Fellow), tiene como misión estudiar el desarrollo de la coyuntura política chilena, analizando su contexto nacional e internacional, sus principales actores y los conflictos clave que la determinan. Su trabajo se plasma en informes mensuales de Análisis Político e Informes Especiales sobre temas determinados.
Este es el segundo informe mensual del Laboratorio de Análisis Político de la Fundación para el Progreso sobre la coyuntura global, regional y nacional. Sobre el contexto y las principales categorías de análisis que aquí se usan se recomienda la lectura del Informe Especial No 1 del Laboratorio titulado Chile 2020: Contexto y categorías de análisis. El primer informe mensual, Asedio a La Moneda y ruptura del pacto democrático, está disponible en el sitio web FPP.
La coyuntura global ha estado dominada por la expansión del coronavirus y sus efectos, entre ellos, un severo impacto económico, una creciente conciencia de la vulnerabilidad como factor clave del mundo actual y respuestas que apuntan hacia una fase de desglobalización parcial y reorganización de la economía mundial.
En la actualidad, el número de diagnosticados con Covid-19 llega a más de 2 millones y los fallecidos superan los 130 mil. Ello implica una dramática expansión global de la pandemia durante el mes recién pasado, multiplicándose por 12 el número de diagnosticados y por 20 el de fallecidos. Su epicentro se ha desplazado de manera drástica de China a Europa para incorporar luego a Estados Unidos, y su rápida difusión en países menos desarrollados, como los de América Latina, el sur de Asia y África nos pondrá ante un desarrollo aún más dramático que el experimentado hasta hoy.
El gráfico 1 muestra la evolución de la distribución regional de los diagnosticados con coronavirus durante las cuatro semanas que van del 17 de marzo al 14 de abril, mientras que el gráfico 2 muestra la evolución de la distribución regional de los fallecidos, en ambos casos de acuerdo con los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Las medidas adoptadas para contener la pandemia –que por regla general han implicado un aislamiento masivo entre y dentro de los países, así como una disrupción mayor de las actividades productivas, comerciales y de transporte– han desencadenado una recesión a escala mundial y una fuerte caída del comercio internacional. La Organización Mundial del Comercio (OMC) estimó el 8 de abril que el volumen del comercio de mercancías podría caer un 13% en 2020, pero su Director General, Roberto Azevêdo, advirtió que la cifra podría llegar hasta 32% si la pandemia no es controlada y los gobiernos fracasan en la coordinación de sus respuestas políticas. Esto en el marco de un escenario de fuerte recesión de la economía mundial, que podría ir desde una caída de -2,5% del PIB global hasta -8,8%, con América Latina y el Caribe sufriendo el impacto más duro con un descenso estimado del PIB entre -4,3% y -11%. El cuadro 1 resume las proyecciones de la OMC.
Por su parte, el Fondo Monetario Internacional (FMI), como expuso su Directora Gerente Kristalina Georgieva el 9 de abril, esperaba un crecimiento del ingreso per cápita para 2020 en más de 160 de sus 189 países miembros antes del brote pandémico. Hoy, por el contrario, se estima que 170 países experimentarán una caída del ingreso per cápita en lo que el Fondo caracteriza como la peor crisis económica desde 1929. La profundidad de la recesión y su impacto en diversas regiones y países se resume en el gráfico 3, basado en el informe del FMI presentado esta semana.
Estos pronósticos son muy inciertos, especialmente por no conocerse el comportamiento futuro del virus y la posibilidad de una segunda ola de contagios como en el caso de la “gripe española” de 1918. Aún más inciertos son los pronósticos para 2021, aunque la tendencia predominante es suponer, como lo hacen el Banco Mundial y el FMI, una cierta normalización sanitaria y un rebote económico significativo. Esta perspectiva optimista de una especie de “V”, con una fuerte caída abrupta y luego una pujante y rápida recuperación, es considerada ilusoria por muchos analistas como el destacado historiador Niall Ferguson: “Se ha hablado en esferas bancarias de una recuperación con forma de ‘V’. Esa predicción fue errónea después de 2009 y será aún más errónea en 2020. La forma que tenemos en mente es algo parecido a una raíz cuadrada invertida o a la espalda de una tortuga. Y, por cierto, la velocidad de la recuperación se asemejará más a la de una tortuga que a la de una liebre.”
Más allá de esta incertidumbre, lo que sí parece indiscutible es que debemos prepararnos para experimentar trastornos sociales y políticos de gran envergadura, en particular en las regiones más vulnerables del planeta, así como un avance generalizado del gasto, la intervención y los controles estatales, y también de las restricciones a la libertad individual y las tendencias autoritarias. Todo esto ya está en marcha, pero se acentuará en los meses venideros.
En este contexto, la lucha por la hegemonía mundial entre Estados Unidos y China se agudizará y el proceso de globalización experimentará importantes cambios. El gigante asiático tendrá una serie de ventajas estratégicas a partir de su capacidad de contener la pandemia en su territorio y transformarse en un gran proveedor mundial de material y personal sanitario, así como por su enorme peso industrial, tecnológico y financiero. El “modelo chino” de capitalismo autoritario verá crecer su reputación, especialmente en los países en desarrollo, más allá de su responsabilidad por la difusión inicial del virus. Con toda probabilidad, veremos un fenómeno similar al ocurrido después de la Segunda Guerra Mundial con relación a la Unión Soviética y las supuestas bondades de la economía planificada.
Sin embargo, otros factores frenarán el avance de China. Los cambios más significativos a escala mundial tendrán que ver con la centralidad del concepto de vulnerabilidad, que se transformará en el eje de las preocupaciones económicas y políticas a nivel internacional. La pandemia, con su disrupción de las cadenas productivas y comerciales, ha puesto en evidencia la fragilidad del orden mundial vigente y los riesgos de su gran dependencia de la potencia industrial y tecnológica de China, especialmente en lo referente a bienes intermedios de importancia clave en los campos de la computación, la electrónica en general, los productos farmacéuticos y el transporte. Esta vulnerabilidad global y la dependencia de China han sido aún más evidentes para los productores de insumos industriales, como combustibles, metales y minerales.
La nueva conciencia sobre los riesgos de la vulnerabilidad y dependencia actuales derivará en una doble reorientación a escala mundial que impulsará una tendencia desglobalizadora en diferentes planos, recordando de alguna manera la evolución internacional iniciada con la Primera Guerra Mundial.
Por una parte, tendremos una búsqueda de mayor autonomía nacional en todo sentido, con el consiguiente reforzamiento de las atribuciones y la soberanía de los Estados nacionales en cuanto arena privilegiada de movilización de recursos, solidaridad social y protección de los ciudadanos. Por otra parte, se verá un reforzamiento de las alianzas y la cooperación regionales dentro de los “círculos de confianza” de cada nación para poder compensar las pérdidas de eficiencia y otros problemas asociados a la “renacionalización” de una serie de industrias estratégicas.
Ambas cosas quedaron claramente reflejadas en las palabras expresadas por el presidente de Francia, Emmanuel Macron, el 31 de marzo recién pasado: “esta crisis nos enseña que debemos tener una soberanía europea sobre ciertos bienes, ciertos productos, ciertos materiales, que se impone por su carácter estratégico (…) Nuestra prioridad es producir más en Francia y producir más en Europa (…) Debemos reconstruir nuestra soberanía nacional y europea (…) nos hace falta recuperar la fuerza moral y la voluntad para producir más en Francia y recobrar esa independencia. Es lo que estamos empezando a hacer con fuerza y lo que seguiremos haciendo después.” Y resumió su mensaje con las palabras: “Soberanía, soberanía y solidaridad”.
El ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, había enunciado con anterioridad esta idea, apuntado directamente a la necesidad de reducir la dependencia de China. En una entrevista del 9 de marzo en France Inter afirmó que “habrá un antes y un después del coronavirus en la historia de la economía mundial”, lo que, a su vez, llevará a repensar la globalización. Y desarrollando esta idea acotó: “Pienso que es necesario sacar todas las consecuencias de largo plazo de esta epidemia sobre la organización de la globalización. Es necesario reducir nuestra dependencia respecto de ciertas grandes potencias como China. No se puede tener, como hoy, un 80% de los componentes activos de un medicamento producidos en el exterior.”
Un análisis reciente de la consultora McKinsey subraya las consecuencias de estas tendencias para la firmas y la economía globales, especialmente respecto de la necesaria reestructuración de las cadenas de producción y abastecimiento, pronosticando una masiva reorganización de las mismas y su reubicación más cerca de los consumidores finales tendiendo, en lo posible, a privilegiar el entorno local o regional.
La orientación hacia una renacionalización de diversas actividades económicas no es nueva y ha constituido una demanda central de nuevas corrientes políticas, con Donald Trump como exponente paradigmático, que han vuelto a enarbolar la vieja bandera del nacionalismo económico con todo su arsenal de medidas proteccionistas. Los argumentos usados para proponer cierto “desenganche” de la globalización han apuntado, fundamentalmente, a la protección del empleo y la subsistencia de comunidades y regiones amenazadas por la “desindustrialización”, pero también el tema de la seguridad nacional ha tenido importancia, como en el caso de la disputa entre Estados Unidos y China en torno a la quinta generación de tecnologías de telefonía móvil o 5G.
El impacto de estos nuevos vientos, con sus guerras comerciales y nuevas regulaciones, ya se había notado en el esfuerzo de diversas firmas de disminuir su “chinodependencia”, pero todo ello se potenciará ahora de una manera dramática y contará, a partir del trauma del Covid-19, con un apoyo popular incomparablemente mayor que en el pasado, pudiendo incluso llegar a constituir la base de un nuevo gran consenso político en el mundo occidental.
Esta tendencia hacia la renacionalización de industrias estratégicas y la regionalización del proceso de internacionalización les abre grandes posibilidades a conglomerados de países como la Unión Europea y también puede posibilitar un renacimiento de la alianza atlántica entre Estados Unidos y los países europeos. Otras potencias regionales, como Rusia o India, también encontrarán un espacio para crear sus esferas de interés y estrecha colaboración, mientras que China tratará de amarrar la mayor cantidad de países, especialmente en desarrollo, a su potente carro mediante una intensificación de la Iniciativa de la Franja y la Ruta y su gran peso en los mercados de materias primas y alimentos.
En resumen, todo indica que estamos ante el fin de la globalización tal como la hemos conocido hasta ahora.
En este nuevo y adverso contexto global América Latina vivirá lo que podemos definir como su hora más difícil. La pandemia golpeará con fuerza a un conjunto de países que en su gran mayoría se caracterizan por tener economías altamente vulnerables, instituciones débiles, democracias frágiles, élites profundamente deslegitimadas, sistemas de salud insuficientes, importantes situaciones de pobreza y clases medias precarias.
El desarrollo de la pandemia ha sido vertiginoso en la región durante las últimas semanas, tal como se ilustra en el gráfico 4.
Esta dramática evolución muestra grandes diferencias cuantitativas entre los diversos países de la región, aunque todos siguen la misma tendencia. Desglosando siete de los países más significativos tenemos la evolución que se resume en el cuadro 2.
Desde el punto de vista de la capacidad del sistema sanitario para lidiar con la pandemia tenemos también profundas diferencias dentro de América Latina. Estas quedan bien reflejadas en el gráfico 5 que muestra la tasa de mortalidad entre los contagiados diagnosticados con Covid-19. Como allí se observa, la capacidad de contención de la mortalidad de Costa Rica, Chile y Uruguay, los tres países con instituciones más sólidas y regímenes menos corruptos de la región, es superior a la del resto e incluso se destaca a nivel internacional.
Pasando ahora a analizar el impacto de la pandemia en la región es pertinente comenzar por la situación económica. El golpe del coronavirus a la economía mundial no será eterno, pero sus consecuencias, aun en el supuesto de que veamos una cierta recuperación en 2021, vendrán a profundizar la compleja situación que América Latina ha experimentado desde el fin del boom de las commodities, durante la primera mitad del decenio recién pasado. Desde entonces, la región entró en una fase caracterizada por serias dificultades económicas y una creciente inestabilidad social y política. De esta manera, se pusieron una vez más de manifiesto las conocidas debilidades estructurales de la región, tanto en lo económico (alta dependencia de las exportaciones primarias, baja sofisticación de sus economías y niveles deficientes de inversión y formación de capital humano) como en lo social (fuertes desigualdades y cohesión social frágil) e institucional (falencias del Estado de derecho, regímenes personalistas y clientelistas, corrupción).
En años recientes se ha llegado incluso a experimentar un reiterado decrecimiento del ingreso per cápita a nivel regional, lo que ahora se verá drásticamente agravado ante una caída del PIB de inusitadas proporciones. El domingo recién pasado el Banco Mundial entregó su pronóstico para la región, con una caída del PIB para el conjunto de América Latina y el Caribe en 2020 de -4.6%. El pronóstico país por país se presenta en el siguiente gráfico, donde también se calcula la variación del PIB per cápita, que es lo más relevante para evaluar el impacto real de la crisis económica en ciernes.
Por su parte, y a partir de un pronóstico mucho más benigno (un retroceso de 1,8% del PIB) que pocos avalarían hoy, la Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, Alicia Bárcena, estimó el 19 de marzo que ello “podría llevar a que el desempleo en la región suba en diez puntos porcentuales. Esto llevaría a que, de un total de 620 millones de habitantes, el número de pobres en la región suba de 185 a 220 millones de personas; en tanto que las personas en pobreza extrema podrían aumentar de 67,4 a 90 millones.”
A esto hay que sumar otro componente esencial de las sociedades latinoamericanas actuales, la rebelión de las clases medias emergentes, que ya antes del brote pandémico habían visto amenazado su reciente progreso económico y social, convirtiéndose por lo mismo en un actor de primera importancia en las movilizaciones sociales que han conmocionado diversos países de la región, entre ellos Chile. Lo que ahora enfrentarán esos sectores será incalculablemente mayor que lo experimentado hasta este momento y su reacción política es hoy altamente incierta.
Un informe sobre el impacto de la pandemia en Latinoamérica publicado el 2 de abril por el Real Instituto Elcano de Madrid resume de la siguiente manera sus efectos más inmediatos:
“La crisis del coronavirus en América Latina provocó un incremento del presidencialismo en unos países que carecen de fortalezas institucionales suficientes para acompañar y dar respaldo a la gestión de sus mandatarios (…) los mandatarios están invirtiendo gran parte de su capital político priorizando la nueva agenda (el combate a la pandemia). Lo hacen sin contar con una red de protección (aparato del Estado, administración pública y sistema sanitario bien financiados y medios y personal adecuados). Esta apuesta los coloca en la primera línea política en la batalla contra el coronavirus y provoca que muchos de ellos, con escaso apoyo popular, puedan sufrir un fuerte desgaste si los problemas derivados de la expansión del virus se agravan y alargan y si los poderes públicos afrontan nuevas dificultades para contener una crisis que podría amenazar la estabilidad institucional (…) La actual situación puede empeorar los problemas de gobernabilidad, especialmente tras la oleada de estallidos sociales de 2019. Todo puede complicarse si sumamos el previsible colapso económico y la ineficiencia de las administraciones para afrontar el Covid-19, de modo que se incrementaría la ya elevada desafección hacia las clases dirigentes.”
Los autores del informe, los investigadores Carlos Malamud y Rogelio Núñez, concluyen planteando el siguiente dilema crucial:
“La aplicación de medidas drásticas conlleva dos grandes dudas a resolver por los presidentes. La primera, durante cuánto tiempo y en que extensión paralizar la economía (...) La segunda, cómo hacer que los sectores más desfavorecidos de la sociedad, los que viven en poblaciones marginales, los que son catalogados como pobres extremos, aunque igualmente muchos pobres puedan entrar en esta categoría, acaten las normas de confinamiento o cuarentena. Es verdad que se trata de una cuestión de salud pública y de supervivencia, pero para la mayor parte de ellos afrontar los retos de la vida cotidiana es también una cuestión de supervivencia. Si diariamente son muchos los que violan las normas para aguantar un día más, por qué no seguir haciéndolo en esta coyuntura. De ahí el drama de muchos gobiernos: ¿cómo hacer para que también cumplan estas disposiciones los grupos de riesgo?, ¿cómo financiarlas y si finalmente es preferible no hacer nada?”
Este dilema cobra una extraordinaria fuerza en una región con altísimos niveles de informalidad laboral (unos 130 millones de personas según el informe recién citado) y, como ya vimos, una pobreza que, cualquiera sea el escenario que nos planteemos, tenderá a subir drásticamente y amenazará a sectores significativos de las nuevas clases medias.
La reacción de los gobiernos frente a la pandemia ha sido muy variable, yendo desde medidas tempranas muy duras, como las adoptadas por Argentina, Perú, Bolivia o El Salvador, hasta actitudes francamente irresponsables de gobernantes como Bolsonaro en Brasil, López Obrador en México y Ortega en Nicaragua. En todo caso, con el paso del tiempo y el incremento de los contagios y las muertes, la línea más dura se ha ido imponiendo con los consiguientes trastornos económicos. Ello ha motivado el recurso a grandes paquetes fiscales de estímulo que en muchos países dinamitarán cualquier atisbo de disciplina fiscal y auguran una vuelta de la región a épocas pasadas de grandes desequilibrios macroeconómicos, riesgos de default e inflación, y la necesidad de recurrir a impopulares salvatajes de organizaciones como el FMI.
Es a partir de esta situación altamente vulnerable e inestable que se jugará el futuro de la inserción de América Latina en una economía global que experimentará grandes cambios y donde los factores determinantes serán la formación de esferas regionales de confianza y cooperación y la disputa hegemónica entre Estados Unidos y China. Todo augura que esa inserción será muy diferente de acuerdo con las estructuras productivas, la composición de las exportaciones y el desarrollo político de los diversos países. Sin embargo, un aumento drástico de la presencia china es fácilmente previsible dada la fuerte dependencia regional de las exportaciones de productos primarios (con pocas excepciones como México o El Salvador), el peso de China como comprador de éstos y su gran capacidad financiera y tecnológica. El eventual surgimiento de nuevos regímenes autoritarios no haría sino facilitar la penetración de China dada su conocida indiferencia respecto del régimen político de sus socios comerciales.
En suma, lo adverso de la situación pone a la mayoría de los países de América Latina ante una situación altamente volátil y conflictiva, donde el futuro de sus frágiles democracias estará en juego y los populismos autoritarios de diverso color tendrán, como en los años 30 del siglo pasado, una gran oportunidad de hacerse presentes.
La coyuntura nacional ha cambiado de manera radical a partir de la irrupción del Covid-19. Hasta ese momento, la misma estaba dominada por el creciente asedio al presidente, producto de la confluencia del accionar del polo insurreccional, las grandes manifestaciones de descontento y una oposición cada vez más confrontativa. En ese contexto, cobró fuerza la idea de hacer renunciar al Primer Mandatario o forzarlo a abdicar de hecho de sus atribuciones pasando, como lo expresó sin rodeos el entonces presidente del Senado, Jaime Quintana, a “un parlamentarismo de facto”.
El brote pandémico, que irrumpe con fuerza durante la segunda quincena de marzo, cambió de raíz todo este escenario. El presidente retomó la iniciativa e incluso aumentó su aprobación, tal como lo hizo su gabinete y su base política de apoyo, Chile Vamos. Por su parte, el polo insurreccional se desarticuló y la aprobación del Partido Comunista se desfondó, la calle quedó vacía y perdió protagonismo, y una oposición desconcertada tuvo que resignarse a un rol secundario.
Al mismo tiempo, y de importancia clave, las instituciones que más habían sufrido el impacto de estallido social-asocial, es decir, las fuerzas armadas y las policías, incrementaron de manera sustancial su aprobación ciudadana, tal como también lo hicieron aquel tipo de empresas que sufrieron meses de vandalización y saqueos.
Al respecto, puede ser interesante recordar algunos de los resultados de la encuesta Cadem del 6 de abril sobre la aprobación de diversas instituciones, empresas y fuerzas políticas: PDI 70% de aprobación (+13pts), Armada 63% (+12pts), Fuerza Aérea 63% (+13pts), Ejército 60% (+19pts), Carabineros 49% (+14pts), supermercados 64% (+17pts), farmacias 39% (+18pts), el Metro 64% (+11pts), el Transantiago 36% (+21pts), los bancos 44% (+10pts), Chile Vamos 27% (+7pts), mientras que el Partido Comunista apenas recibía 7% de aprobación (-6pts).
Sin embargo, más allá de estos efectos inmediatos y visibles, el embate de la pandemia con su costo en vidas humanas, su brusca alteración de nuestra cotidianeidad y su duro impacto económico que deteriorará sensiblemente nuestras condiciones de vida, provocará un cambio mucho más profundo que afectará de manera determinante el devenir social y político del país. La supervivencia ha pasado a estar en el centro de nuestras inquietudes y así lo hará por un buen tiempo, lo que de cierta manera nos retrotrae a un horizonte de preocupaciones que creíamos definitivamente superadas por Chile.
El momento de la revuelta y la capucha fue propio de una sociedad cada vez más próspera, llena de expectativas desbordantes e impaciente por satisfacerlas, que exigía constantemente nuevos derechos y demandaba que el Estado los asumiera, que se acercaba a los niveles de vida y con ello también a las preocupaciones y dilemas de las sociedades desarrolladas. Este “malestar del éxito” o “paradoja del bienestar”, como la llama Carlos Peña en su reciente libro Pensar el malestar, podría explicar por qué muchas veces “las sociedades se sienten más incomodas y frustradas cuando mejor están”.
El impresionante progreso chileno de los últimos 30 años nos hizo pasar de una manera bastante abrupta a lo que podríamos denominar “descontentos de segunda generación”, que ya no tienen que ver con situaciones de pobreza o de privación absoluta, sino relativa, no con el acceso a un mínimo de bienes y servicios, sino con un cuestionamiento acerca de la igualdad de acceso y la calidad de estos, no con la lucha cotidiana por la supervivencia, sino con el vivir bien y ser tratado dignamente, no con los deberes y la responsabilidad individual, sino con los derechos y la responsabilidad colectiva. Esto se hizo especialmente presente en las generaciones jóvenes, aquellas que no tienen recuerdo de lo que hemos dejado atrás como país, ni plena conciencia del esfuerzo que ello demandó, son las hijas e hijos de las nuevas clases medias, las generaciones más educadas, libres y prósperas que el país haya conocido. Esos jóvenes han encarnado un desplazamiento crucial desde lo que el politólogo Ronald Inglehart llamó “valores materialistas”, propios de la dura lucha por la supervivencia en sociedades relativamente pobres, a “valores posmaterialistas”, formados en un entorno de mayor bienestar y aspiraciones agigantadas.
Este proceso de cambio en las percepciones, aspiraciones y demandas, que es el producto más profundo del notable progreso alcanzado por Chile en poco tiempo, fue el trasfondo dinamizador de la ola de protestas masivas surgidas a partir del 18-O, aquellas que le brindaron a las fuerzas más radicales y asociales un entorno propicio y una coartada adecuada para desplegar toda su fuerza destructiva.
Ese era el Chile de la capucha y las grandes manifestaciones que sería una de las principales víctimas de la pandemia. Del sueño de un Chile “mejor”, pasamos a soñar con tener un Chile al menos tan bueno como el que teníamos. Del futuro, con sus tintes utópicos y llenos de expectativas, la mirada se dirigió al pasado, a lo que perdimos, a lo más apremiante, a no morir repentinamente, a tener acceso a alimentos, alcohol gel, y en caso de necesidad, un ventilador mecánico, a no perder el empleo o a ver quebrar nuestro emprendimiento, a poder caminar libremente por las calles y encontrar a nuestros seres queridos. Es el Chile de las mascarillas y las cuarentenas, de los deberes y la responsabilidad, en el que ahora vivimos, ese es el nuevo trasfondo que determinará el horizonte de lo posible y lo deseable por un buen tiempo.
Algunos piensan, por el contrario, que apenas pase el chaparrón volveremos a ser los mismos de antes y que nuestra sociedad, como una película puesta en pausa, retomará su curso anterior. Sin embargo, quienes así lo creen no parecen haber aquilatado en su justa dimensión la magnitud del chaparrón, ni su duración e impacto tanto material como mental. En este sentido la historia es aleccionadora, mostrando que hechos disruptivos de tal calado alteran profundamente la marcha de las sociedades, especialmente cuando el contexto global experimenta un redireccionamiento similar.
La evolución de la pandemia en Chile se ha caracterizado por dos hechos aparentemente contradictorios. Por un lado, una alta tasa de contagios diagnosticados per cápita, por otro, una tasa muy baja de mortalidad entre los diagnosticados. En términos per cápita, Chile tiene la segunda tasa de difusión del Covid-19 en la región (414 casos por millón de habitantes al 14 de abril), sólo superada por Ecuador (431 casos) y muy por encima de países como Brasil (113), Colombia (58), Argentina (51) o México (40). En cuanto a la mortalidad entre los casos confirmados, ya vimos en el gráfico 5 que sólo Costa Rica tiene un mejor desempeño en la región. El primer aspecto depende, en lo fundamental, de la intensidad de los contactos con el exterior, especialmente con Europa del sur y Asia, y la dureza de las medidas adoptadas de contención de los contagios. En cuanto a la tasa de mortalidad entre los diagnosticados, lo determinante son las acciones de cada gobierno para rastrear tempranamente la enfermedad y prepararse adecuadamente para enfrentarla, así como contar con un aparato de salud eficiente, aspectos en los que Chile destaca positivamente.
El impacto económico de la pandemia en 2020 es aún incierto y al respecto hay diversas estimaciones, pero todas coinciden en que experimentaremos una significativa caída del PIB que se ubicará, según los recientes pronósticos del Banco Mundial y el FMI, entre -3% y -4,5%, lo que en términos per cápita implica un retroceso de entre -3,8% y -5,3%. Un indicador precoz de la profundidad del impacto del Covid-19 en la actividad económica del país es la caída de las importaciones reportado recientemente por el Servicio Nacional de Aduanas que para marzo alcanzaba un 17,8% interanual (en valor CIF). Otro indicador temprano muy significativo lo dan las 23 mil empresas que según el ministerio del Trabajo ya han hecho el trámite, abarcando a casi 350 mil trabajadores, para acogerse a la nueva ley de protección del empleo que les permite a los trabajadores cesantes pasar a cobrar el seguro de desempleo sin que caduque la relación laboral.
Los paquetes de medidas adoptados hasta ahora, por un monto total cercano a los US$17 mil millones, equivalente al 6,7% del PIB, y los que vendrán, en especial para las grandes empresas, frenarán en algo la caída económica, dándole un alivio a las personas y a las empresas, pero difícilmente evitarán contracciones del PIB como las que se han pronosticado, con sus serios efectos sobre el empleo, los salarios, el consumo y el nivel de vida en general.
La magnitud del impacto, el estado de catástrofe y el temor a perder el trabajo y ver quebrar sus fuentes de subsistencia no darán margen alguno para que este deterioro generalizado se traduzca en movilizaciones o paros, y menos aún para aquel tipo de reivindicaciones que se hicieron comunes antes de la irrupción de la pandemia. Por el contrario, entraremos en un período de paz laboral y social, donde los líderes sindicales y sociales radicalizados, como los de la Mesa de Unidad Social, perderán el rol protagónico y ofensivo que jugaron después del 18-O. El proyecto de ley para postergar las negociaciones colectivas, prorrogar los convenios colectivos vigentes y prolongar el mandato de las directivas sindicales mientras dure la emergencia da cuenta de esta nueva situación, donde mantener el statu quo pasa a ser el horizonte más optimista al que se puede aspirar.
Tal como en el resto de América Latina, también en Chile la irrupción del brote pandémico ha significado un fortalecimiento del presidencialismo, poniendo al Primer Mandatario y a su ministro de Salud en un rol protagónico. Ello ha ido acompañado, al igual que en el resto de la región, de un reforzamiento muy notable de la figura de los alcaldes (y gobernadores en países con sistemas federales). Es decir, quienes desempeñan funciones gubernativas han sido potenciados por la crisis en desmedro de otras instancias, como el parlamento y los partidos políticos. De hecho, los alcaldes han pasado a ser la verdadera oposición al Gobierno y su protagonismo ha crecido de manera exponencial.
La última encuesta Cadem ilustra ambas tendencias. El presidente dobla su aprobación en un mes, obteniendo su mejor cifra (22%) desde el estallido social-asocial. A su vez, la desaprobación cae 14 puntos en ese lapso y queda en 67%. Por su parte, los alcaldes muestran altísimos niveles de aprobación por su gestión frente a la emergencia sanitaria, alcanzando un 77%. Además, los tres personajes políticos con mayor aprobación, Joaquín Lavín, Cathy Barriga y Evelyn Matthei, son alcaldes (y de centroderecha).
Para el presidente, la crisis sanitaria ha significado una inesperada oportunidad de salir de su situación de gran debilidad y retomar la iniciativa en condiciones que le son especialmente favorables ya que el partido se juega en el terreno que mejor maneja: el de la gestión. Esto está lejos de transformarlo en un personaje popular y la opinión sobre su gestión de la crisis aún es mayoritariamente negativa, demandando un tipo de medidas más drásticas como las que muchos alcaldes han propuesto.
Para completar su recuperación del liderazgo y de la aprobación pública, el presidente debería complementar su rol de gestor reforzando el de protector, de persona que empatiza con quienes sufren y necesitan su ayuda, y que se juega con todo por ellos. Esto, fuera de proponer grandes reformas e inversiones que potencien la capacidad de nuestro sistema de Salud para enfrentar con aún mejores resultados las pandemias que vendrán, porque de eso, tal como de la recurrencia de los terremotos, podemos estar seguros. Sería un gran legado de su segundo mandato, tal como la reconstrucción y el desarrollo de una nueva institucionalidad e importantes inversiones para enfrentar las catástrofes naturales lo fue del primero.
En todo caso, y esto es clave, a diferencia de casi todo el resto de la región, el gobierno cuenta con una administración pública y un sistema sanitario capaces de secundar su accionar. Como se indica en el informe citado del Real Instituto Elcano, este aspecto se avizora como el gran talón de Aquiles del activismo presidencial latinoamericano frente a la crisis y ello pone al presidente Piñera y a su gobierno en una situación aventajada que, por el efecto de comparación con nuestro vecindario, lo terminará beneficiando frente a la opinión pública. En el mismo sentido jugarán otras ventajas comparativas de Chile, como su nivel de desarrollo, lo reducido de la pobreza, su fortaleza económica y su solidez fiscal, que si bien se deteriorará no estará ni de cerca tan expuesta como ocurrirá con la mayoría de los países latinoamericanos. En suma, los éxitos tan menospreciados de los decenios recién pasados serán ahora las cartas de triunfo de Chile y esas cartas estarán en manos del presidente.
Una de las grandes preguntas que muchos se hacen es si la pandemia pondrá fin a las protestas masivas y, en especial, a la ofensiva insurreccional lanzada a partir del 18-O, o si sólo se tratará de un paréntesis, una tegua que terminará apenas concluya la emergencia. Este es, por supuesto, el ferviente deseo de sus protagonistas más destacados que viven hoy replegados con la palabra “volveremos” en los labios. Esto es lo que expresan, con vehemencia, los dos tuits que se reproducen a continuación, que sintetizan un sinfín de expresiones en el mismo sentido. El primero, del conocido vocero de la ACES, Víctor Chanfreau:
“@sebastianpinera te esperamos en #PlazaDignidad el primer viernes post cuarentena, veremos si aún mantienes esa sonrisa desesperada de la foto. No se nos olvida los muertxs y presxs. tampoco las leyes q han aprobado contra lxs trabajadores. La revuelta no olvida! #FueraPiñera”
El segundo, de las Juventudes Comunistas:
“¡Volveremos a las calles, y seremos millones, para recuperar nuestro país del virus llamado neoliberalismo, que perjudica a la clase trabajadora para beneficiar a unos pocos privilegiados! #ÚneteALaJota #ChileDigno #FueraPiñera”
Estas esperanzas ignoran el trasfondo económico y sociocultural más amplio del estallido social-asocial y su profunda transformación por el impacto de la pandemia y sus graves consecuencias económicas. Esto hace muy improbable una repetición del tipo de manifestaciones masivas y del ambiente de revuelta antisistema generalizada que vimos a partir del 18-O. Pero también ignoran la configuración misma de las fuerzas que conformaron su ala más radical, que hemos denominado “polo insurreccional”. El primer aspecto ya lo hemos examinado y por eso es pertinente detenerse ahora en el segundo, que es clave para poder entender si estamos en presencia de un simple repliegue o de una desarticulación más profunda de las fuerzas antisistema.
Como se planteó en el primer Informe Especial del Laboratorio de Análisis Político de comienzos de marzo, el surgimiento del polo insurreccional fue, por su carácter disruptivo, y su uso desestabilizador de la violencia, el fenómeno más distintivo y determinante de la situación política a partir del 18-O. Su extensión iba desde el Partido Comunista y otros movimientos de la izquierda radical, hasta las barras bravas y las bandas criminales asociadas a la delincuencia barrial y el microtráfico de drogas, pasando por diversas organizaciones sociales con directivas radicalizadas, como las de la Mesa de Unidad Social y otras como la ACES. En el informe mencionado también se subrayó un hecho decisivo sobre la composición del polo insurreccional: “No se trata de un movimiento cohesionado, sino de una multitud de ‘tribus antisistema’ que confluyen y se apoyan mutuamente, sin por ello estar orgánicamente coordinadas ni ideológicamente unificadas en el ataque a la institucionalidad”.
Esta es la clave de su situación actual y su evolución futura. La crisis ha golpeado fuertemente, pero de manera distinta a los principales componentes del polo insurreccional, generando una dinámica que tiende a romper la confluencia de intereses que aunó circunstancialmente su accionar.
El componente político, que reúne desde el PC y sectores del FA hasta grupos trotskistas y anarquistas, encuentra grandes dificultades para recalibrar su agitación antisistema, su mensaje de “lucha de clases” y sus diatribas contra el presidente en una situación crítica que por su naturaleza misma tiende a promover los valores de la unidad nacional y el consenso. Lo que antes parecía plenamente justificado para muchos, desde la barricada a la funa del oponente y el llamado a huelgas, representa hoy una conducta que raya en lo desquiciado o incluso en lo antipatriota. El castigo al PC en la opinión pública que revela la encuesta Cadem es sintomática al respecto. Sin un entorno social movilizable ni un clima mental propicio, estas fuerzas políticas tienden a quedar aisladas y experimentar una desesperante frustración que incluso las puede llevar, en algunos casos, a radicalizar aún más sus métodos para intentar romper la frustración y salir de la inacción y el aislamiento. Esta es la triste historia de parte importante del movimiento anarquista clásico y esa fue la deriva que llevó a sectores del movimiento con raíces en las revueltas del año 68 a deslizarse por la pendiente del terrorismo.
Por su lado, los componentes sociales y sindicales del polo insurreccional se verán, como ya se dijo, fuertemente coartados en su accionar por las duras circunstancias reinantes que vendrán a profundizar una divergencia ya anteriormente palpable entre dirigentes radicalizados y bases más cautelosas y menos proclives a participar en movilizaciones que, de manera indefectible, terminaban prologando estallidos de violencia. El impacto de esta divergencia se hizo ya evidente cuando el “Bloque sindical” de la Mesa de Unidad Social, que es su verdadero pilar e incluye a organizaciones como la CUT, la ANEF, la Confusam y el Colegio de Profesores, se descolgó de hecho de las movilizaciones del 11 de marzo con motivo del segundo aniversario de gobierno de Sebastián Piñera, llamando sólo a una huelga simbólica de 11 minutos a las 11 horas de ese día y a un cacerolazo por la tarde que no tuvo resonancia alguna.
Finalmente, tenemos el importante componente delictual y semidelictual del polo insurreccional, que entremezclaba barras bravas y delincuencia barrial, con un papel protagónico tanto en el epicentro de las manifestaciones masivas (con la plaza Baquedano y la “primera línea” como símbolos del poder barrabravista) como en los incontables saqueos, incendios, hechos de violencia callejera y asaltos a comisarías. Estos sectores delictuales, que vivían una inusitada armonía en base a una ampliación que parecía no tener límites de su esfera de acción, se encuentra hoy en una crisis de proporciones dadas las dificultades para desarrollar sus actividades sin la cobertura de las movilizaciones masivas y en condiciones de cuarentena, cierre masivo de actividades comerciales, despoblamiento de los espacios públicos, toque de queda y movilización concentrada de las policías con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Un factor disruptivo fundamental, también constatado en otros países, es la gran dificultad para mantener el flujo de droga por las limitaciones vigentes al transporte transfronterizo aéreo, marítimo y terrestre. Todo esto ha llevado a una lucha cada vez más dura por el abastecimiento y los territorios entre diversas bandas, así como a un intento de aumentar la producción nacional de estupefacientes. Como reportaba El Mercurio el 7 de abril: “Desde el OS7 explican que aumentó la violencia entre las organizaciones criminales que quieren proteger su ‘mercadería’. Ya no existe el mismo abastecimiento que había antes de la pandemia, por el cierre de fronteras. Ahora las bandas tienen como objetivo adicional producir su propia marihuana ‘nacional’ para el mercado interno. En marzo ya se han requisado 93.677 plantas de este tipo.”
Esta situación, en que se pasa abruptamente de la colaboración o al menos tregua al conflicto entre bandas, se da directamente después de un período de excepcional auge de los sectores delictivos, que de hecho habían logrado poner en jaque a las policías y al Estado de derecho, ampliando fuertemente sus recursos, territorios y “soldados”, así como su prestigio y sus funciones de solidaridad mafiosa en los barrios bajo su control. Es decir, su capacidad de responder a sus clientelas considerablemente ampliadas se ha deteriorado radicalmente y ello augura una fase de duras disputas internas en el barrabravismo y entre diversas bandas delictuales que estarán durante largo tiempo en el centro de sus preocupaciones.
Todo esto no implica que no se vayan a realizar intentos de revivir el pasado y la plaza Italia verá nuevamente llegar algunos miles de activistas, pero ni de cerca se alcanzará la intensidad y amplitud de los meses finales de 2019 porque el país habrá cambiado sustancialmente. Especialmente, no habrá espacio, después de un largo período de terribles penurias, para la violencia y la destrucción que caracterizaron esos meses. Quien vuelva a destruir lo público, a vandalizar el Metro, a saquear farmacias o supermercados, a jugar a la evasión o a lanzar bombas molotov, será repudiado masivamente porque en el Chile de entonces estarán los ánimos para construir y no para destruir, para restañar las heridas y no para abrir nuevas. Además, quienes intenten un despropósito semejante se enfrentarán con un gobierno fortalecido y un aparato policial nuevamente legitimado y respetado por la ciudadanía a partir de su esfuerzo y sacrificio en uno de los momentos más duros de nuestra dura historia.
Cabe, sin embargo, hacer una advertencia. Si bien es bastante difícil imaginar una rearticulación ofensiva de alguna significación del polo insurreccional después de la emergencia, ello no debe quedar completamente excluido en medio de la crisis, si ésta, contra todo lo que hoy podemos prever, llegase a agravarse de manera catastrófica, quebrando las cadenas de abastecimiento y el acceso de amplios sectores a recursos médicos adecuados, y derivando por lo mismo en situaciones críticas especialmente en los barrios más vulnerables. Otros países ya han vivido, y sin duda vivirán aún más intensamente, “motines de la desesperación” y ese tipo de situaciones le brindaría al conjunto de fuerzas que formaron el polo insurreccional una oportunidad propicia para volver a hacerse presentes, tal vez contando incluso con el apoyo, o al menos con la complicidad, de una parte de la oposición y de la opinión pública como ocurrió en el período post 18-O.
La irrupción de la pandemia ha significado un profundo y desconcertante shock para una oposición que, mayoritariamente, apuntaba a la caída o, al menos, la abdicación de hecho del presidente. Además, veía en el plebiscito inicialmente fijado para el 26 de abril y el proceso constituyente que el mismo con toda probabilidad abriría un terreno propicio para llevar adelante una agenda de cambio refundacional del país, secundada por “la calle” y la amenaza violentista. Todo ello pertenece ahora al pasado y pensar que vuelvan a darse condiciones para que se repita un escenario semejante es ilusorio por las razones que ya hemos explicitado. Ni caerá el presidente ni se iniciará un proceso constituyente de carácter confrontativo y con demandas maximalistas, sino todo lo contrario. Después del período de emergencia sanitaria por el que estamos pasando y viviendo aún en medio de sus duras consecuencias de mediano plazo, el país no estará para experimentos refundacionales ni para una agitación o demandas que creen inestabilidad y amenacen con hundirnos aún más en problemas de los que ya tendremos de sobra.
En este contexto, la oposición está buscando un rol que jugar, pero sus dificultades internas son evidentes. La mejor ejemplificación de ambas cosas se dio el martes 7 de abril. Por la mañana la oposición hacía una demostración inédita de unidad: 11 partidos, de la DC y el PR al PC y el FA, presentaban sus demandas en torno a un segundo paquete de ayuda económica ante la crisis. Pero por la tarde, esa misma oposición hacía una demostración igualmente inédita de desunidad, entregándole a Chile Vamos la presidencia de la Cámara de Diputados.
En todo caso, la línea opositora que hoy comienza a decantar tiene que ver con una serie de demandas populistas de alto costo fiscal, como aquellas en torno a una renta básica universal o la suspensión generalizada de pagos de los servicios básicos, y la estatización, parcial o total, de una serie de empresas estratégicas, como, entre otras, las sanitarias, las eléctricas o las de transporte aéreo. Esto ante la perspectiva de un salvataje masivo de parte del fisco de una importante cantidad de grandes empresas. Se trata, en suma, de aumentar de manera significativa y permanente el radio de acción del Estado, ya sea como distribuidor de ingresos o como productor en áreas hoy privatizadas. Este será, sin duda, unos de los grandes ejes del debate político futuro.
Sin embargo, no han faltado las señales que apuntan hacia una línea de mayor colaboración con el oficialismo, especialmente para consensuar medidas anticrisis y, no menos, para canalizar el futuro proceso constituyente por cauces no confrontativos y generar un “nuevo pacto social” de gran amplitud para el Chile post crisis. Según el timonel de RN, Mario Desbordes, que viene promoviendo esta idea desde hace ya un tiempo, en esta actitud estarían los presidentes del PPD, Heraldo Muñoz, de la DC, Fuad Chahín, del PR, Carlos Maldonado, e incluso el del PS, Álvaro Elizalde. Del lado opositor, Heraldo Muñoz ha sido una de las figuras más claras en este sentido, planteando la necesidad de un gran pacto incluso antes del estallido de la emergencia sanitaria. Si bien todo esto parece aún prematuro y esconde grandes diferencias de fondo sobre el eventual contenido de ese nuevo pacto social, no deja de ser interesante que el tema se plantee y encuentre un eco positivo.
En este trabajo se ha esbozado un escenario global caracterizado por la disputa hegemónica entre Estados Unidos y China en el marco de una importante reorganización de la economía mundial, con fuertes tendencias que apuntan hacia una mayor autonomía nacional y la regionalización del proceso de internacionalización. En este contexto, el escenario latinoamericano se muestra especialmente complejo, dadas las debilidades tradicionales de las economías de la región y de su inserción en la economía mundial, sus conocidas deficiencias institucionales y su precaria cohesión social. El presidencialismo está cobrando aún más peso en una región marcadamente presidencialista, pero el accionar protagónico de los presidentes plantea riesgos no menores, dadas las debilidades de las administraciones públicas y los aparatos sanitarios para secundarlo de manera eficiente.
En Chile, la irrupción del brote pandémico implicó un dramático cambio del escenario social y político, cerrando de manera abrupta el capítulo iniciado el 18-O. El presidente recibió así una oportunidad inesperada para salir de su desmejorada situación y retomar la iniciativa en un terreno, el de la gestión, que es el que más le favorece. Estos cambios más inmediatos y visibles están siendo acompañados por cambios mucho más profundos, que alterarán las percepciones y demandas básicas de una sociedad que vuelve a enfrentarse a los problemas de la supervivencia. Esto está determinado por la grave crisis económica que ya está en camino y que no será corta, con su impacto negativo sobre el empleo, los salarios y los niveles de vida en general. Todo ello hace muy improbable una vuelta al escenario pre crisis sanitaria, a lo que se suma una desarticulación profunda del elemento más disruptivo de la coyuntura post 18-O: aquel conjunto de fuerzas antisistema que hemos denominado polo insurreccional. Por su parte, la oposición ha pasado de una posición ofensiva, que apuntaba a la caída o abdicación de facto del presidente, al desconcierto y las tensiones internas, viéndose forzada a ocupar una posición subalterna, en la que combina las propuestas populistas y estatistas con cierta búsqueda de acuerdos más amplios con el gobierno y el oficialismo.
Este escenario duro en lo referente a la salud, la economía y nuestras condiciones de vida, pero que saca al país del torbellino de polarización y violencia abierto el 18-O, puede ser alterado de manera radical si, contra todo pronóstico, la evolución de la pandemia y sus consecuencias adoptasen un curso catastrófico, poniendo en especial a los sectores más vulnerables de la población en una situación desesperada. En ese caso podríamos ver una rearticulación y reactivación del polo insurreccional en medio de una crisis sanitaria aguda.
Desde el punto de vista de la defensa de las ideas de la libertad, algunas observaciones y recomendaciones pueden ser pertinentes:
.
.
.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
Como ya viene siendo costumbre, la seguridad sea convertido en una prioridad de la ciudadanía y en una bandera ineludible […]
Fundación para el Progreso, abril 2020La palabra «intenso» es de común uso en este tiempo. Es que es muy intenso, mejor que no venga; sí, […]
Fundación para el Progreso, abril 2020«No pain, no gain» es una frase comúnmente usada en el mundo del deporte, especialmente entre quienes buscan la hipertrofia. […]
Fundación para el Progreso, abril 2020«El progreso es imposible sin cambio, y aquellos
que no pueden cambiar sus mentes,
no pueden cambiar nada»