Desigualdad: respuesta a Rodríguez Weber
Agradezco al profesor Javier Rodríguez Weber por haber respondido con sus interesantes comentarios la semana pasada, en relación con mis columnas respecto a la desigualdad (publicadas en El Mostrador aquí y aquí). En esta columna aclararé tres observaciones realizadas por el profesor, con el objetivo de avanzar en el debate de la desigualdad en Chile y encontrar puntos comunes basados en la evidencia y en la sobriedad de juicio.
La desigualdad económica no explica el malestar social
Primero, el análisis de Rodríguez Weber respecto al malestar y la desigualdad económica carece de profundidad argumentativa. Este utiliza una analogía para sostener que la desigualdad económica en Chile explicaría el malestar: “Afirmar que el paro cardíaco sufrido por un hombre que en los últimos diez años redujo su peso de 170 a 140 kilos, nada tiene que ver con su obesidad, porque esta venía disminuyendo, carece de sentido”. Creo que tal analogía es incapaz de explicar la relación causal entre desigualdad económica y el malestar social. De hecho, hasta ahora no he visto ningún estudio que haya podido demostrar una relación causal entre desigualdad económica y el malestar social en Chile.
Más bien, la evidencia pareciera sugerir todo lo contrario de lo que asevera Rodríguez. Como vimos en mi primera columna, Chile ha sido uno los países de Latinoamérica que desde 1990 ha disminuido más rápidamente su desigualdad económica y ha mejorado de forma más marcada su movilidad social (Sutter y Zahadat, 2020; OCDE, 2018 ). Para todo esto, la evidencia es abundante y categórica y hasta los organismos internacionales como el PNUD reconocen tales resultados; desde 1990, la desigualdad de mercado y relativa de ingresos, medida tanto por el coeficiente de Gini como por el coeficiente de Palma, viene reduciéndose en las últimas tres décadas (véase: Urzúa, 2018; Valdés, 2018; PNUD, 2017, 2019; Sapelli, 2016).
Lo importante es destacar que Chile, en materia de desigualdad económica, se encuentra en mitad de la tabla de desempeño dentro del continente, pasando desde una de las desigualdades más altas del continente, a inicios de los años 90 (similares a Brasil, Colombia y Paraguay), hacia el promedio regional en el 2015 (CEDLAS, 2019; Amarante, Galván y Mancero, 2016). Entonces, bajo distintas mediciones y diferentes coeficientes de Gini estimados, Chile pareciera ser hoy más igualitario y justo incluso que muchos países latinoamericanos, como Brasil, México, Colombia, Paraguay y Ecuador, entre otros.
La pregunta que hay que hacerse, entonces, es la siguiente: si Chile ha mejorado en materia de desigualdad económica y en materia de movilidad social —cómo casi ningún otro país del continente— y su desigualdad no es mayor que las del resto de la región, entonces, ¿cómo podemos argüir que la desigualdad económica explicaría el malestar? La primera conclusión que se desprende de todo lo anterior es que Chile no es necesariamente más desigual que Brasil, Paraguay, Colombia, Bolivia o Ecuador, pero sí más desigual que Argentina y Uruguay. Así las cosas, si la desigualdad económica constituyera el factor explicativo del malestar y de nuestra crisis, entonces la mitad del continente (sumados a África e India) tendría que estar sumido en las llamas y en las protestas.
En síntesis, la evidencia de la desigualdad a lo largo de estos últimos treinta años y la evidencia comparada de la misma con respecto al resto del continente, no sostendrían la tesis de que la desigualdad producto del modelo sería el origen subyacente y lacerante del malestar. No pareciera existir relación entre la supuesta desigualdad económica y de ingresos, que ha generado el país en estos últimos treinta años de modernización, y la crisis social actual. Como lo reconoce el rector Carlos Peña (2020), en su análisis del malestar, podemos aseverar categóricamente que “la base del problema no era la desigualdad”. Todos estos elementos son analizados con más detalle en mi próximo libro (en prensa hoy en Editorial RIL) titulado: Atrofia: nuestra encrucijada y el desafío de la modernización.
Todo lo anterior no significa desconocer que hay un porcentaje elevado de la población chilena que vive en una “clase media” con alta fragilidad y precariedad en su condición socioeconómica; es decir, muy pobres para acceder a la calidad de los bienes privados de la economía de mercado y muy ricos para acceder a los beneficios del Estado. Me parece evidente que existe una clase media que sufre angustia por el deterioro de su condición económica y por la fragilidad de su situación actual. De hecho, el trabajo de Kathya Araujo (2014) es revelador de dicha condición de fragilidad. No obstante, dicha condición pareciera relacionarse con tres elementos que no son la desigualdad económica, a saber: 1) Chile lleva casi una década estancado sin el crecimiento económico que impulsa el bienestar y la movilidad social (ver mi columna en El Mostrador al respecto); 2)políticas sociales ineficientes y con un Estado subdesarrollado incapaz de estar al servicio de la ciudadanía; 3)la desigualdad multidimensional medida como acceso a bienes públicos, desigualdad urbanística, maltrato social, mercado laboral, etc. Pero, reconocer todo lo anterior, en ningún grado salva a la tesis errada de que la desigualdad económica explicaría el malestar, ya que este se explicaría por los otros factores mencionados y que analizo en profundidad en mi libro Atrofia...
El “modelo” no explica la persistencia de desigualdad
Segundo, el profesor Rodríguez Weber reconoce que la desigualdad en Chile es un fenómeno histórico de larga data, enraizado en nuestras instituciones y cultura; algo que la evidencia económica e institucional y su propio (encomiable) trabajo histórico confirma. Este punto es fundamental, ya que, si reconocemos que la desigualdad siempre ha sido alta y enraizada en el país, desde que Chile es una nación, entonces: ¿cómo podemos argumentar que el “neoliberalismo” y la economía de mercado serían los culpables de la desigualdad económica existente, si los niveles de desigualdad que experimentamos hoy son levemente más bajos que los que existían hace 100 años? Más aún, ¿cómo podemos explicar que la concentración de la riqueza en Chile, durante “la vía chilena al socialismo” (1963-1973), se encontraba casi a los mismos niveles que durante la expansión del capitalismo (1990-2013)? De la evidencia, se desprende claramente que no sería el modelo económico asentado desde 1990 el responsable de la desigualdad en Chile, ya que existen otros factores causales (culturales e institucionales) mucho más relevantes y persistentes que explicarían la enraizada desigualdad. Esto, otra vez, es respaldado por la evidencia económica e institucional (Dell, 2010, 2018, 2020; Acemoglu y Robinson, 2012).
De nuevo, todo lo anterior no implica reconocer, como bien lo menciona Rodríguez, que, durante la dictadura militar, la desigualdad económica y la concentración de los ingresos en Chile aumentaron a niveles muy superiores a los de las series 1964-1973 y 1990-2017 –la evidencia de Flores, Sanhueza, Atria y Mayer (2019), así lo indica–. Pero de aquello no podemos concluir, como sugiere Rodríguez, que “la situación actual de Chile es un resultado directo del deterioro rápido y profundo que sufrió la distribución del ingreso durante la dictadura”, ya que, durante el periodo de medición (1990-2017), la desigualdad y la concentración de los ingresos disminuyó de forma considerable, a tal punto que era muy similar a la del Chile de 1970 y a la desigualdad histórica que ha tenido el país mucho antes de la llegada del “modelo” (Flores, et al., 2019).
Con todo, podemos decir que desde 1990 en adelante, el sistema capitalista chileno bajo la democracia ayudó a subsanar y corregir las graves desigualdades económicas surgidas durante la dictadura, mejorando la movilidad social y la distribución de los ingresos, si bien no lo hizo ni con la velocidad ni la intensidad que todos quisiéramos. De esta forma, al revisar la evidencia, y el propio trabajo de Rodríguez (2017), resulta claro señalar que “el modelo” no es la causa principal de la enraizada desigualdad económica en Chile. Esta intuición está avalada por la teoría institucional y la evidencia citada en mis columnas.
Evitar el cambio ignorante y la ignorante oposición al cambio
Finalmente, el profesor Rodríguez malinterpreta mi análisis al atribuirme una conclusión política que yo no apoyo, a saber, que no sería necesario un cambio profundo en las instituciones políticas y económicas para hacer de Chile un país menos desigual y próspero. Al contrario, si nos tomamos en serio la teoría económica que yo cito y que he estudiado a lo largo de mi carrera, resulta evidente que yo creo todo lo contrario: que la única forma de hacer de Chile un país más próspero y menos desigual es cambiando y perfeccionando ciertas instituciones que hoy son profundamente extractivas y desiguales, por instituciones inclusivas que generen movilidad social, crecimiento económico e igualdad de trato. Este no es el espacio para tratar dichos cambios institucionales en detalle, pero por dar solo un ejemplo simple, una de las prácticas más extractivas y desiguales hoy en Chile es el sistema de privilegios otorgados por las Notarías, las cuales deberían ser profundamente reformadas (ver mi columna al respecto en El Mostrador).
De esta forma, resulta fundamental reformar instituciones tales como el subdesarrollado e ineficiente Estado chileno, su burocracia y las instituciones públicas y municipales, que tratan de forma indigna a muchos ciudadanos sin mejorar su calidad de vida, también reformar el acceso y la distribución de bienes públicos y la política urbanística de las ciudades, perfeccionar muchos mercados que parecieran estar hoy cooptados por la concentración, la baja competitividad o, de plano, la inaceptable colusión. Sin duda la única forma de eliminar las instituciones extractivas es haciendo un ejercicio racional, pero templado, para poder reformularlas y transformarlas gradualmente en inclusivas, sin caer en la demagogia y en la erosión de toda la institucionalidad.
Es de esperar que el cambio político y la nueva Constitución que se comenzará a redactar en breve sean capaces de reformar para bien todas estas cosas y muchas más con relación a las instituciones extractivas, mercados poco competitivos, mejores bienes públicos y el trato desigual que sufren muchos chilenos. No obstante, todo esto debe ser teniendo en consideración que, para poder realizar dichas transformaciones y mejoras de forma sustentable y para generar prosperidad y mejoras en los índices de desarrollo humano, no basta solo con un cambio político y con un cambio de las élites económicas —como pareciera sugerir el profesor Rodríguez—, sino que, además, es necesario volver a sostener el crecimiento económico (ausente por una década) y la competitividad de nuestros mercados. En este sentido es revelador que Rodríguez ponga tanto énfasis (y fe) en los cambios políticos y en la representación democrática, mientras apenas menciona el rol del crecimiento económico, la expansión de los mercados y del comercio internacional y la competitividad y la innovación que surgen como motor de la actividad empresarial.
En suma, si seguimos el ímpetu del profesor Rodríguez, entonces el proceso constitucional chileno tiene una tarea bastante delicada: por un lado, Rodríguez asegura que se deben “remover los pilares sobres los que se asienta” el modelo de desarrollo, reformar el sistema político de manera que tengamos “un régimen democrático más vigoroso” y una reforma radical a nuestra “estructura productiva”. Es decir, radicales reformas con inciertos resultados, pero, por el otro lado, debemos velar también por el crecimiento, la sustentabilidad financiera y el desarrollo económico, que son los motores de la movilidad social y del desarrollo humano de largo plazo (Deaton, 2015).
No obstante, no queda del todo claro cómo, al hacer lo primero, obtendríamos ipso facto y de manera garantizada lo segundo, sin caer en un fiasco, generando un régimen más democrático pero bastante más pobre y con menos movilidad social. Dilucidar este balance sin caer en un fracaso que termine empeorando la desigualdad y la pobreza será tarea de los 155 constituyentes y del sistema político que vendrá. La advertencia de John Stuart Mill de todas formas es atingente para el momento constitucional: “El futuro de la humanidad correrá grave peligro si las grandes cuestiones son dejadas a merced de la lucha entre el cambio ignorante y la ignorante oposición al cambio”.
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