El espíritu del 5 de octubre
El 5 de octubre de 1988 significó el triunfo de la democracia, incluso mucho antes de que se dieran a […]
Póngase una mano sobre el corazón: ¿le recomendaría usted hoy a un hijo, amigo o familiar que postule a diputado o senador, con lo desprestigiados que están los parlamentarios? Probablemente no. Al igual que muchos, le aconsejaría al ser querido dedicarse mejor a algo más respetable, aunque no sea tan rentable.
Es la lamentable y peligrosa realidad en el Chile (y el mundo) de hoy. Pero sin parlamentarios no hay democracia representativa. Nadie aquí más cuestionado que ellos; esto, mientras algunos celebran a gobiernos autoritarios o dictatoriales con logros económicos, como Singapur o China, y otros creen que a Chile lo salvará un redentor providencial o una forma radicalmente nueva de barajar las cartas.
No comparto la tesis de que todos los parlamentarios deben irse a casa ni que todos los nuevos aspirantes vayan a ser blancas e idóneas palomas, pero sí que muchos recurrirán al populismo, el clientelismo y el efectismo en campaña. Va para largo: seguirán pagando justos y pecadores. Por otra parte, los partidos, que rápido logran acuerdos para fijar las dietas y las normas favorables a la reelección de incumbentes, todavía no logran aunar criterios para juzgar a sus militantes vinculados con conductas ilícitas e ilegítimas.
Todo eso plantea una interrogante esencial: ¿Cómo restaña la democracia las heridas que ella misma se inflige? Es decir, ¿cómo se recupera la democracia de la crisis de confianza sin dejar de ser democracia? ¿Podrá la institucionalidad imponer una purga que permita reencantar a la gente y recuperar la credibilidad ciudadana? ¿Y cómo se logra esto con personas en gran medida apáticas o propensas a votar por el más simpático, populista, sexy o de labia fácil? Superar esta crisis no depende solo de la clase política, sino también del electorado, a quien ningún político se atreve a amonestar, decirle la verdad o exigirle que vote debidamente informado.
Desde hace dos años saltamos azorados de un escándalo a otro por revelaciones sobre el nexo entre dinero y política. El más reciente es del PPD, partido que se define como profundamente antipinochetista, pero que recibió financiamiento de una empresa del ex yerno del general, nueva que no le ha costado el puesto a nadie. Esto sugiere una elasticidad de la ética partidaria y desacredita más a los políticos. Lo más grave de estos escándalos es que muchos no fueron detonados por los entes fiscalizadores, sino por desencuentros entre personas que debían guardar silencio sobre el destino de las platas.
Esto arroja una sombra sobre las instituciones que fallaron en la tarea para la cual fueron creadas, y plantea algo delicado: si no lograron detectar operaciones con boletas, ¿qué posibilidad tienen ellas y sus afines para detectar financiamientos clandestinos?
Es bueno recordar las denuncias que hubo en años recientes contra la Venezuela de Chávez y la narcoguerrilla de las FARC por maletines de dólares enviados discretamente a países vecinos. ¿Pudo ocurrir acá algo semejante sin ser detectado? Si a los fiscalizadores no les llamaron la atención ilícitos -subrayo- de naturaleza muy diferente y documentados, ¿podían detectar lo clandestino? Esto conduce a un tema más inquietante y que en varios países de la región ha ido en aumento: ¿habrá o ha habido intentos del narcotráfico por infiltrar la política chilena? ¿O constituimos una excepción en el continente? ¿Cómo prevenirlo si las alarmas no saltan a tiempo?
Cuando carecemos de liderazgo nacional y afrontamos declive económico, incertidumbre política y una desconfianza generalizada, surge con fuerza la pregunta de cómo se protege la democracia a sí misma sin traicionarse. Necesitamos para ello una ciudadanía más alerta, instituciones más eficientes y políticos que logren consensos transversales en torno a los grandes desafíos del país. ¿Pero quién desea ser político hoy en Chile?
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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«El progreso es imposible sin cambio, y aquellos
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no pueden cambiar nada»