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Una política social del siglo XXI Publicado en La Tercera, 07.04.2021

Una política social del siglo XXI

imagen autor Autor: Jorge Gomez

En el actual contexto, la política social más revolucionaria en Chile no sería equiparar directorios como plantean algunos presidenciables, ni tampoco crear un sistema de reparto para las pensiones, sino implementar un impuesto negativo al ingreso. Es decir, dirigir los recursos obtenidos de impuestos, no a burocracia estatal destinada a programas sociales, sino directamente a las personas.

"En el actual contexto, la política social más revolucionaria en Chile sería implementar un impuesto negativo al ingreso. Es decir, dirigir los recursos obtenidos de impuestos, no a burocracia estatal destinada a programas sociales, sino directamente a las personas"

Si consideramos que entre las condiciones que la oposición le puso al gobierno para aplazar las elecciones a mayo está el ampliar las ayudas económicas y generar transferencias directas del Estado, entonces reenfocar recursos destinados a programas sociales para impulsar la implementación de un impuesto negativo se torna una política pública esencial. Esto, sobre todo porque la pandemia ha demostrado que la pobreza es más bien dinámica en Chile.

Existen varios artículos y trabajos que explican que esta medida ayuda a disminuir la pobreza, la desigualdad, fomenta la inserción laboral y el trabajo formal. Además, resulta más eficiente que hacer que las personas llenen formularios o tengan que hacer filas en oficinas. Eso, sin mencionar que la automatización es un proceso en curso y la natalidad es cada vez más baja. Pero más importante aún, un impuesto negativo otorga mayor autonomía a las personas, liberándolas de potenciales lógicas clientelares o asistencialistas que surgen cuando las ayudas terminan capturadas por dinámicas corporativas ineficientes. Hoy son cerca de 380 los programas sociales, inorgánicos, excluyentes, algunos mal evaluados según la Dipres o, peor aún, sin evaluación alguna. Es decir, un impuesto negativo ayudaría a combatir el rentismo que, muchas veces, se traduce en el imperio del pituto y el amiguismo en programas sociales, que hace ineficaces los servicios y, peor aún, vulnera la dignidad de las personas.

Un impuesto negativo, al otorgar mayor discrecionalidad a las personas sin depender de mandatos y trabas burocráticas para el acceso a bienes, ayudaría a combatir lógicas oligárquicas, de pequeña y gran escala, surgidas en torno a altos costos de administración de servicios sociales, alimentadas por el nexo entre prestadores privados y servicios estatales. En otras palabras, un impuesto negativo evitaría que algunos capturen a los pobres en su nombre. Sumado a que debe ir acompañado de mayor flexibilidad laboral, genera un alto incentivo para que las personas se inserten en el mercado del trabajo de manera formal. Esto pues, a diferencia del ingreso básico universal, los impuestos se aplican antes de recibir el beneficio.

Si analizamos bien, el impuesto negativo no solo sería una política social más eficiente, sino que sería una medida revolucionaria desde una perspectiva de economía política, en tanto impide que grupos de interés, de diverso tipo y carácter, se afanen en capturar recursos del estado o estructuras de este mediante la creación compulsiva de programas, agencias, puestos o leyes, que se traducen en más gasto y endeudamiento público a costa de los propios contribuyentes y los pobres a los que se dice querer ayudar.

¿Cómo sería la situación si en Chile estuviera implementado un impuesto negativo o ingreso básico universal de buena forma?

Probablemente, frente a los embates de la pandemia, las personas que han visto mermados sus ingresos o han perdido sus empleos, seguirían recibiendo el cheque desde el Servicio de Impuestos Internos, lo que hace del impuesto negativo una especie de seguro permanente. Eso permitiría tener un “colchón” mientras se busca empleo o la situación sanitaria mejora. Más importante aún, como la gente estaría recibiendo un aporte importante, no habría tanto incentivo para aumentar el gasto público con promesas extravagantes, ni para promover políticas irresponsables, cortoplacistas o abiertamente populistas. Quizás nuestros políticos estarían mirando al siglo XXI y no promoviendo políticas del siglo XIX. Este es el momento de implementar una política social, económica y política del futuro.

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Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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