Robos e intereses
Hace tiempo que no se veía un robo tan grande como la semana pasada en Uruguay. Antes del VAR, uno se preguntaba si el árbitro no había visto nada, si había arrugado o estaba sobornado. Esto último era lo que uno menos quería creer: mataba el sentido del fútbol. Los conservadores han llegado a lamentarse por el VAR analogándolo con la modernidad: la tecnología sería una ciega alabanza a la ciencia que nos hace renunciar al misterio. Libertinaje. Lo mismo que decían cuando descubrieron el pararrayos: era un «impío intento de derrotar la voluntad de Dios». Un cura en Boston llegó a decir que con la aparición del pararrayos empezaron a aumentar los terremotos. Y sus parroquianos tragándose todo el cuento. Aquí el árbitro simplemente no quiso ver —ni siquiera pidió el VAR—, no sabernos si porque arrugó, porque estaba sobornado, o ambas.
Giorgio Jackson habría insistido en que no había sido un robo sino una donación, decía el mejor memo. Parece que la confusión sobre las donaciones no ocurre solo en RD: Gael Yeomans, diputada de Convergencia Social, pidió un perdonazo a los miles de chilenos y funcionarios públicos que nos robaron pidiendo el bono pandémico. Este otro robo muestra por enésima vez que da lo mismo si alguien trabaja para el Estado o para un privado: siempre perseguirá sus intereses. Por algo el gremio de profesores es anticlases y el de notarios ami-ciudadanos. Estos intereses hay que controlarlos con las famosas normas y sin perdonazos como los que impulsan los creadores de la "nueva filantropía".
Sin normas estamos destinados al caos de la violencia o a dilapidar los recursos que son de todos pero de nadie, como los lenguados y los espinos. Esta "tragedia" la hizo famosa Garret Hardin en 1968 pintándola corno inevitable (cuando no lo es), con su llamado urgente al control de natalidad. Es el mismo llamado —aunque más oculto—que hace David Attenborough en su documental de moda en Netflix. Su esperanza, eso sí, está en la educación y el desarrollo económico, que frenan el crecimiento demográfico sin las indignas y coactivas políticas socialistas; enseñan que los pararrayos no son una herejía y generan grandes cambios culturales alimenticios —como la también británica idea del «lunes sin carne»—. Es también lo que tiene a Chile, después de treinta años —y no treinta pesos—, solucionando otra urgencia: generar el 60% de su energía con fuentes renovables en cinco años más (y superando ya hoy la meta autoimpuesta).
El documental parte y termina con imágenes de Chernobyl, quizás el mayor desastre natural no bélico de la historia, fruto de la planificación socialista y sus élites estamentales, impenetrables e indomables. ¿Qué haría un demente como Trump gobernando una Rusia? Hay que darle gracias a la democracia liberal y a sus fundadores.
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