Universidades, sueldos y prestigio
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Publicado el El Líbero, 10.06.2021La derecha chilena, al menos aquella intelectual, sí vale la pena, pero requiere ser reformulada a través de puentes intelectuales entre liberales y conservadores.
La severa derrota de la derecha en las elecciones recientes ha calentado los ánimos y el debate ideológico dentro del sector. Sin duda este traspié electoral puede ser considerado como el más grande en el último medio siglo para la coalición. Es por esto que, tanto su parte política como la intelectual se encuentran buscando las respuestas para analizar lo sucedido y para encontrar explicaciones al debilitado arraigo de sus candidaturas en la población.
Por ejemplo, Hugo E. Herrera, ha argumentado que esta derrota se debe a sus fundamentos intelectuales (o carencia de estos), ya que el sector político, habría pecado de economicista y permanecido atado de mala forma a Friedman y a la Escuela de Chicago. Esta estrechez “neoliberal” habría reducido a la derecha a un mero defensor de intereses creados, que impediría los esfuerzos de otros sectores “centristas y más dotados cultural e ideológicamente” para reconstruir un proyecto político con un “giro al centro”, distanciándose de la “subsidiariedad eminentemente abstencionista, adhiriendo a la noción de una acción social y estatal solidaria”.
Asimismo, Claudio Alvarado, también ha argumentado que la derecha chilena tiene por delante una “última oportunidad”, en el sentido en que debería convertirse no sólo en “facciones dominantes” que buscan rechazar a priori cambios al status-quo económico-institucional, sino que más bien, debe rearticularse como una fuerza política propositiva que impulse transformaciones pero conducidas con sus propias ideas. En síntesis, “se menospreció la importancia de articular una narrativa consistente”, con “un marcado énfasis en lo social” y en donde la clase media fuera prioridad.
Haciendo eco de dichas observaciones, nuestro objetivo en este ensayo, más que buscar hacer polémica estéril y distribuir culpas, es tratar de ofrecer ciertas luces de cómo la derecha podría reconstruirse de manera que se convierta en un actor relevante en el proceso de cambios que se vendrá en las próximas décadas. En virtud de esto, nuestro diagnóstico es el siguiente: si bien el fracaso electoral y político tiene múltiples explicaciones, en el ámbito ideológico este no se debe a que no existan ideas relevantes, sino más bien a que la derecha chilena no ha sido capaz de hacer que sus ideas, es decir las ideas de la igualdad en dignidad, libertad, responsabilidad, la democracia liberal y el Estado subsidario (i.e., la importancia y empoderamiento de la sociedad civil), permeen de forma suficiente en la cultura, en la ciudadanía y en el territorio —lo que puede considerarse como un gran fracaso cultural. No obstante todas las disputas internas y las polémicas (muchas innecesarias) y los ataques ad hominem –sobre todo a empresarios y gente de los think tanks—, creemos importante afirmar que la derecha chilena, al menos aquella intelectual, sí vale la pena, pero requiere ser reformulada a través de puentes intelectuales entre liberales y conservadores. Trataremos en las líneas que siguen de sostener dicha tesis.
¿Una derecha sociológica y otra economicista?
Está claro que la crisis electoral de la derecha pertenece a ella misma. Como lo ha demostrado Sofía Correa Sutil (2016), este sector político históricamente ha detentado una diversidad de corrientes que a veces conviven de buena forma por largos periodos, pero que en otros entran en tensión. Quizás, en este momento, la falta de un proyecto integral de sociedad formado por mínimos comunes definidos de buena forma entre liberales y conservadores pasó la cuenta, sumado a la profunda desconexión de la elite de derecha con ciertos sectores de la población y al descuido del ámbito cultural —letras, arte, música—, que permite el acercamiento entre proyecto y personas de distintos sectores socioeconómicos.
Pese a todo, decir que la posición de Milton Friedman sigue siendo hegemónica dentro del sector y dentro de los intelectuales de derecha es una afirmación alejada de la discusión actual. Ademas, interpretar de forma reduccionista la teoría económica y política de un pensador tan vasto y que realizó tantos aportes a la ciencia económica —sobre todo en la teoría de precios, historia bancaria e instituciones monetarias—, y subsumirla a una mera frase del mismo, no contribuye a una discusión constructiva.
Hugo Herrera, por ejemplo, en un ensayo “resume” la teoría de Milton Friedman enarbolando “que el orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado”. Pero en realidad para el liberalismo, y para el mismo Friedman, esto es totalmente al revés; ya que, como bien lo explica el Nobel Ronald Coase (1991) —colega de Friedman en Chicago—, si no se poseen las instituciones políticas adecuadas es imposible mantener un orden “neoliberal” o económico eficiente. Friedman (2008), por lo demás, es explícito en su trabajo al decir que el orden económico libre es necesario, pero no sufiente, para garantizar la libertad democrática. Y aquello es bastante lógico: ¿qué tan libre seríamos, para poder desplegar nuestra individualidad, si no se nos permite ni siquiera comprar y vender libros, frutas o pan? Esta distorsión de Herrera comete el error de olvidar que una base importante del pensamiento liberal se basa en los análisis de autores que dieron suma importancia al orden político, social, e institucional, tanto formal como informal. Entre ellos se pueden encontrar a los Premios Nobel James Buchanan, Douglas North, Ronald Coase, Elinor Ostrom y al mismo Hayek, presunto padre del “economicismo”. En suma, basta con hacer una lectura honesta de estos pensadores Premios Nobel de Economía, que son pilares fundamentales del pensamiento liberal contemporáneo, para darse cuenta de que tal “economicismo” o presunta “supremacía de lo económico por sobre lo político e institucional” es un “hombre de paja” que no tiene relación con el programa cultural liberal. Sin embargo, dicho estrecho “economicismo” sí es un problema real y enraizado dentro de la derecha política chilena, pero en ningún caso lo es para el liberalismo. Leer seriamente a los autores liberales citados en este ensayo podría ser una buen antídoto para el sector.
Con todo, la tesis de que los sectores liberales más “radicales” de la derecha —como supuestamente sería la Fundación para el Progreso— carecen de base sociológica e histórica es una afirmación equivocada. El liberalismo se sustenta en diversos autores que pueden ser considerados como los primeros sociólogos y estudiosos de la sociedad moderna (i.e., Tocqueville, Menger, Hume, Ferguson). Debe tenerse en cuenta también que esta no es una corriente estática o un dogma incuestionable; sino que ha ido mutando en el tiempo, pero eso no quiere decir, como bien lo reconocía Oakeshott ([1962] 2017), que el proyecto liberal actual no tenga arraigos en la tradición cultural y que comulgue con, y respete a, la tradición conservadora al considerar relevantes el rol de la familia, la religión, las asociaciones civiles, los barrios, etcétera (Mahoney, 2015). El liberalismo además tiene precedentes clave dentro de la historia nacional a través de personajes como Jean Gustave Courcelle-Seneuil (2019), José Victorino Lastarria (Gómez, et al., 2021), Zorobabel Rodríguez, José Miguel Infante, Pedro León Gallo o el mismo Andrés Bello —pese a ser de posición filosófica utilitarista—, quien, siguiendo la tesis de Iván Jaksic (2001), vino a poner orden en nuestras relaciones personales y privadas, consagrando uno de los elementos imprescindibles para esta doctrina: el derecho privado. Por lo que es totalmente errado sugerir que el liberalismo actual sería tanto una doctrina “economicista”, como una creación externa sin arraigo en la cultura y tradición republicana del país (Gómez et al., 2021).
Por otro lado, es correcto que el liberalismo dé una mirada importante (pero no única) al ámbito económico, ya que este lo considera como una consecuencia inherente a la libertad individual del ser humano y a su propensión a la cooperación en sociedad (Smith, [1776] 2020, p. 54). De hecho, para entender las relaciones cooperativas tanto en el mercado como dentro de lo político, el liberalismo utiliza elementos de las ciencias sociales que se derivan de los trabajos del institucionalismo, de los procesos de mercado y de la escuelas de economía política como Virginia y Bloomington, entre otras (Boettke, 2013). Lo anterior no quiere decir que el liberalismo no posea fundamentos sociológicos y antropológicos para una comprensión relevante de la buena sociedad y de lo público. Resultaría difícil concebir una teoría política liberal sin los análisis sociológicos y antropológicos de Adam Smith, Adam Ferguson, David Hume o de Montesquieu.
No podríamos tener tampoco una comprensión adecuada de la realidad y del pluralismo institucional actual, ni las categorías para intentar comprenderla si no utilizáramos y releyéramos constantemente las enseñanzas de los grandes liberales del siglo XIX, como John Stuart Mill, Lord Acton o Alexis de Tocqueville. En ese sentido, tomarnos en serio a tales pensadores, en vez de obsesionarnos con lo que dijo, o no dijo, Milton Friedman, ayudaría a que parte de la derecha descarte de buena vez aquella absurda etiqueta de que el liberalismo busca “atomizar al individuo” y “subsumirlo al orden del mercado”; cuando en realidad lo que se busca es el despliegue del ser humano en todas sus expresiones sociales y cooperativas, tanto dentro de la sociedad civil, como dentro de una pluralidad institucional que incluya las relaciones mercantiles (Kukathas, 2019; Ostrom, 2000). De esta forma, dicha corriente filosófica sugiere que, dándole importancia a la libertad de asociación —expresada a través de mecanismos no estatales y fortaleciendo a la sociedad civil para que esta no sea desplazada ni por el Estado ni por el mercado—, y manteniendo a su vez una apreciación por la diversidad institucional y por el crecimiento económico, podríamos generar un fértil sustrato intelectual que permita reconstruir un proyecto común que aglutine a la derecha chilena. Esta convergencia intelectual sería provechosa al proponer un cambio cultural que haga eco en una ciudadanía que ya superó hace décadas las lógicas de la guerra fría.
Muchos de los autores que fueron ya mencionados pueden tender puentes constructivos entre los centros de estudios de derecha. Pensadores como Tocqueville, Lord Acton, Amartya Sen, Elinor Ostrom y Michael Oakeshott pueden crear lazos virtuosos entre la tradición liberal, conservadora e inclusos con otros sectores del liberalismo, como su corriente igualitaria. Sin embargo, pareciera que esta cooperación se dificulta con posiciones ideológicas que promueven proyectos de unidad monolíticas, en donde se exalta la idea de una nación o pueblo arraigado a un territorio, ya que dichas nociones se contraponen a un individuo heterogéneo y a la pluralidad de conciencia (Kukathas, 2019). Es decir, la parte positiva de los proyectos de la derecha contemporánea nacional se contraponen en su esencia con otros proyectos basados en la doctrina de autores brillantes pero autoritarios como lo pueden ser Carl Schmitt, Francisco Antonio Encina o Alberto Edwards.
Reconstruir la vertiente liberal-conservadora
En definitiva, si una parte de la derecha es acusada de carecer de un tronco histórico y sociológico, cosa que se ha comprobado errada en estas líneas, podría acusarse a que la derecha nacional-popular tiene una carencia profunda de conocimientos sobre economía y teoría política, los procesos de gobernanza y de las instituciones cooperativas y de mercado. Esto es notorio, por ejemplo, en diferentes escritos de Hugo Herrera. Tomaremos, como breve ejemplo, su compresión política del “pueblo” en clave hermenéutica.
Para Herrera (2019, p. 23), el pueblo no es una cosa, sino algo etéreo parecido a un “acontecimiento”. Esto hace entonces difícil sostener un análisis institucional y científico del fenómeno. Sostiene además que “el pueblo, como un dios, aterroriza y redime. Su impulso no admite refutación. En el arrebato de su furia y el soplo de su espíritu, es capaz de transmutar la sociedad y la política. Es caos, es justicia” (ibíd., p. 24). Se puede apreciar el uso de un lenguaje teológico-político y la marcada influencia del jurista Carl Schmitt. El problema, es que su “definición” de pueblo no es una definición, si no tan sólo un juego léxico de analogías y de otras figuras literarias. Es una idealización que no aporta a la comprensión del panorama actual. Los conceptos, rigurosamente hablando, tienen una unidad de significado y la definición intenta capturar dicha unidad. Así, para obtener la definición esencial de la cosa, se debería enunciar el género próximo y su diferencia específica (Orrego, 2016, p. 132), cosa que no está ni cerca de ocurrir en referencia al tan anhelado, pero etéreo, pueblo.
Herrera, ante su desestimación por la economía política e institucionalismo, termina por vilipendiar a la cooperación y al desarrollo económico, desestimando a la pluralidad y la heterogeneidad de nuestras creencias, para así idealizar un ente monolítico o, es más, por endiosar a lo “popular”. No obstante, diversos pensadores ya han evidenciado a través de múltiples estudios científicos que la “voz del pueblo” no existiría (véase nuestro ensayo al respecto), y que ni la democracia representativa ni ningún método democrático puede discernir la voz de aquella abstracción (Riker, 1982). En ese sentido, Herrera, presa de su constructivismo y de su desconocimiento de la realidad de los sectores populares y rurales, peca por divinizar algo que es imperfecto y falible. El problema, es que esta mirada sobria de la economía política se ve en clara desventaja al no poder replicar a aquella lírica o conmovedora épica que brota, por ejemplo, del texto de Tancredo Pinochet —autor mencionado por Herrera—, Inquilinos en la hacienda de su Excelencia.
Aun así, los liberales tenemos conciencia de que los movimientos sociales obedecen a diferentes causas reales, ya sean normativas, económicas, laborales, sociológicas, aunque tengamos una mirada más desencantada y terrenal del fenómeno. Y es que cuando se estudian los textos de grandes pensadores como George Stigler (1971), quien explica como los grupos de presión luchan para obtener el poder de coerción del Estado, para obtener beneficios regulatorios sobre los demás y extraer rentas a desmedro de todos; o, cuando se aprecia la conducta humana en ciertas situaciones bajo el análisis de costo-beneficio como lo hacía Gary Becker (1998); o, cuando se utiliza la teoría de Elinor Ostrom (2000) quien constató como los seres humanos poseen intereses propios que los llevan a cooperar y a unirse con otros para buscar aquellos fines en común; o, cuando se tiene en nuestra “caja de herramientas” los mecanismos de la “lógica de la acción colectiva” de Mancur Olson, —entonces, pareciera que la divinidad pastoral y homogénea del pueblo y las abstracciones rimbombantes utilizadas para definir a una comunidad organizada (con intereses específicos) se caen a pedazos.
Lo que se deja ver entonces, es que bajo aquella ilusión de órgano (pueblo y su territorio), sólo existe una multiplicidad de personas de carne y hueso iguales a nosotros, que persiguen intereses personales, fines justos o injustos, privilegios de todo tipo, y otro sin fin de cosas mucho más terrenales (Kukathas, 2019). Como se percató que ocurría con la administración pública chilena Carlos Vicuña, en su libro La tiranía en Chile, y como notó además Enrique Mac-Iver en su Discurso sobre la crisis moral de la República.
En síntesis, si existe una derecha chilena que no vale la pena es aquella que no cultivó durante todos estos años un pensamiento político integral y propositivo y que no buscó el entendimiento intelectual y los mínimos comunes entre sus tradiciones liberales y conservadoras. Así, creemos que sólo construyendo una columna vertebral sectorial entre liberales y conservadores rica en ideas, historia, en ciencias sociales, y utilizando a pensadores capaces de crear un proyecto en común, la derecha puede ser capaz de elaborar un proyecto político sólido que se acople a la ciudadanía y que evite caer en la irrelevancia durante las próximas décadas. La tarea de reconstrucción es inmensa y requiere de altura de miras, cooperación, y una renuncia a los egos y pugnas personales. Manos a la obra.
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