Postas, retenes y escuelas
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Publicado en El Libero, 16.10.2016Hace algunos años los economistas Daron Acemoglu y James Robinson tuvieron gran éxito con su libro Por qué fracasan las naciones. En él volvían a plantear la famosa pregunta guía de Adam Smith en su célebre obra de 1776 acerca de “la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”. La respuesta de Acemoglu y Robinson es similar a la de Adam Smith: son las instituciones por medio de las cuales organizamos nuestra vida económica y social las que deciden el grado de éxito o fracaso de un país en superar la pobreza y alcanzar el desarrollo. Por ello, Adam Smith desplegó su crítica contra las instituciones mercantilistas, que con sus regulaciones y monopolios coartaban la libertad económica. Por su parte, Acemoglu y Robinson ponen énfasis en el carácter inclusivo o extractivo de las instituciones, siendo las primeras aquellas que abren la economía a una amplia participación social y las segundas las que concentran los recursos y las decisiones en pequeños grupos que controlan el poder.
Esta perspectiva acerca de las condiciones que promueven el desarrollo económico ha sido complementada por otra, que trata de explicar por qué ciertas naciones altamente desarrolladas pierden dinamismo y entran en largos períodos de decadencia. Los ejemplos históricos al respecto son múltiples, tanto a nivel nacional como regional, yendo desde las ricas repúblicas renacentistas del norte de Italia hasta la Gran Bretaña imperial de fines del siglo XIX o, actualmente, el así llamado “Cinturón del óxido” (Rust Belt) en el noreste estadounidense. Uno de los enfoques más relevantes al respecto es el propuesto por el economista Mancur Olson en su libro Auge y decadencia de la naciones de 1982. En él, Olson pone el acento en las “rigideces sociales” que traban la capacidad de cambio y adaptación de las naciones ya desarrolladas. Estas rigideces son producto del mismo éxito alcanzado y nos dan un claro ejemplo de lo que podemos llamar “la trampa del éxito”.
La esencia de este fenómeno es la formación de coaliciones defensivas de intereses creados, cuya fuerza y capacidad de bloquear transformaciones que puedan amenazar la posición que han alcanzado será proporcional al éxito previamente logrado por las industrias o sectores económicos en que se fundan estas coaliciones. Este éxito genera poderosas organizaciones empresariales y sindicales, capaces de influenciar o incluso capturar parcelas significativas del poder político, promoviendo así el surgimiento y defensa de reglas del juego adecuadas a sus intereses pero dañinas para mantener la dinámica del progreso.
La euroesclerosis
Esta explicación de las trabas al progreso en función de los intereses creados puede aplicarse a una gran diversidad de situaciones y no sólo a la de países desarrollados, pero en este caso pondremos el foco en el caso de Europa occidental y sus evidentes dificultades para adaptarse con éxito a las exigencias del desarrollo contemporáneo. Como veremos luego, estas dificultades vienen ya de lejos pero se han manifestado con mucha fuerza a partir de la crisis financiera de 2008-2009. Según los datos del Banco Mundial, el ingreso per cápita (medido con el método Atlas) de la Zona Euro en 2015 era un 5,5% inferior al alcanzado en 2008, mientras que en Estados Unidos había subido un 11,4%, para no mencionar las regiones más dinámicas del mundo, como Asia meridional (que incluye la India) con un aumento de 56,9% ni Asia oriental (que incluye a China) con un espectacular incremento de 131,1%.
Entender los problemas que aquejan a Europa occidental requiere de una retrospectiva relativamente larga ya que este tipo de dificultades pocas veces surgen de repente y sin tener relación con las estructuras e instituciones propias de la región afectada. Esto es importante recalcarlo ya que existe la tendencia, no menos en Europa, a explicar lo acontecido aludiendo a intervenciones de entidades místicas y ajenas a la voluntad de los europeos como “los mercados”, el “capitalismo salvaje” o el “neoliberalismo”, que habrían desestabilizado sistemas supuestamente sólidos y sustentables. Sin embargo, si algo así fuese cierto prácticamente todo el mundo debería estar sufriendo problemas mucho más serios que los que caracterizan a Europa occidental con sus economías altamente reguladas y sus enormes Estados que gastan en torno al 50% del PIB de sus respectivos países. Pero esto no es así. En realidad, la crisis ha golpeado con particular fuerza a las sociedades menos “neoliberales” que puedan imaginarse, es decir, a las más reguladas y con los Estados más abultados del planeta, cuyo peso económico no ha dejado de crecer durante los últimos años. En suma, se trata de una crisis cuya particular virulencia y duración no puede ser comprendida sin tomar en consideración las particularidades del modelo europeo-occidental de sociedad.
Para entender lo ocurrido hay que recorrer unas cuantas décadas de desarrollo europeo. Tal vez el lector recuerde que a fines de los años 70 se acuñó el término euroesclerosis, que apuntaba a las dificultades de Europa occidental para adaptarse dinámicamente a un nuevo entorno global en rápida transformación. Ya entonces era evidente que Europa reaccionaba lenta y defensivamente frente a los cambios, tratando más bien de defender lo que se tenía, que de buscar lo que se puede llegar a tener. Sus grupos de poder, entre los cuales los sindicatos así como las asociaciones profesionales y empresariales jugaban un rol destacado, optaron por la protección de sus intereses y sus así llamados derechos, incluso al precio de altas tasas permanentes de desempleo y un crecimiento comparativamente pobre. De esta manera se confirmaban, una vez más, las tesis ya mencionadas de Mancur Olson acerca del impacto decisivo de las coaliciones defensivas formadas para defender intereses creados en naciones previamente exitosas.
El Estado de bienestar y los indignados
Esta actitud defensiva y conservadora se plasmó en una extensa maraña regulatoria y, sobre todo, en el desarrollo acelerado de grandes Estados intervencionistas, cuya función fundamental era la de garantizar el status quo y, en especial, una serie de derechos que la población europea creía haber adquirido de una vez y para siempre. Este fue el así llamado Estado de bienestar, benefactor o social, que creció de manera desmesurada desde la década del 70 hasta transformarse en el corazón de lo que se conoció como Modelo Social Europeo.
El gran Estado tuvo una serie de características: una enorme capacidad de intervención, regulación y protección de lo existente, pero también se distinguió por los altísimos impuestos que imponía a fin de ampliar su poder sobre la sociedad y su papel de garantizador de una creciente cantidad de derechos y privilegios. De hecho, la carga tributaria en la UE-15 (correspondiente a los países de Europa occidental más Grecia) subió de un promedio de 25,8% del PIB en 1965 a 39,2% en 1990 y ya el 2000 superaba el 40%. En 1965, el peso total de los impuestos iba de un modesto 14,7% del PIB en España a un máximo de 35% en Suecia, el país líder en lo que respecta a la expansión del Estado benefactor. En 1990, el peso de la tributación se había más que doblado en España, alcanzando el 33,2%, mientras que en Suecia llegaba al 50%. En buenas cuentas, el Estado había pasado a ser el eje de los procesos económicos y sociales de Europa occidental.
Todo ello llevó a una serie de problemas que se hicieron cada vez más sensibles con el paso del tiempo, como ser la pérdida del incentivo a trabajar o a invertir en educación que se genera cuando los impuestos castigan fuertemente y de manera progresiva a los réditos del trabajo. Pero aún más decisivo en el largo plazo es que las regulaciones defensivas, en particular las relativas al mercado laboral, así como los altos impuestos y la conformación de los mismos, dificultaban y penalizaban severamente el esfuerzo emprendedor de la población europea, es decir, su voluntad de crear cosas nuevas, particularmente en el terreno de la nueva economía del conocimiento y la información.
Así, la política económica europea se orientó más a defender y distribuir la riqueza ya creada que a fomentar la creación de nueva riqueza. Se hizo por ello conservadora y plasmó una fuerte aversión al riego. Esta forma de actuar terminó transformándose en una verdadera cultura de la “seguridad ante todo” y los derechos adquiridos, derechos universales sin relación con el deber o el esfuerzo, donde se pierde el vínculo entre lo que se hace y lo que se logra, entre la responsabilidad individual y lo que se puede obtener de la vida. Todas esas relaciones fundamentales, y los valores sobre los que se fundan, se fueron diluyendo en Europa. Así, el “Viejo Mundo” se hizo realmente viejo y cada vez más incapaz de sostener aquel bienestar que se buscaba defender.
De esta manera, las nuevas generaciones de europeo-occidentales crecieron dentro de la “cultura de los derechos” y fueron a una escuela que les enseñó que la vida era un juego y que no tenían que preocuparse por el futuro porque existía alguien, el Estado de bienestar, que a fin de cuentas se responsabilizaba de su prosperidad. Estos son los “indignados” que hemos visto en las plazas de Europa occidental, pidiendo derechos que ya nadie puede darles. Son las grandes víctimas de las promesas vanas del Estado de bienestar y su desilusión y frustración son manifiestas. Nacieron bajo el síndrome del “almuerzo gratis” y el progreso asegurado (por otros), y su embotamiento mental les impide hoy comprender cosas tan evidentes como que todo derecho tiene un costo y aún menos que ese costo se llama deber, esfuerzo duro y cotidiano, responsabilidad personal y voluntad innovadora. Por ello buscan chivos expiatorios, como los mercados, el neoliberalismo o la globalización, y votan por partidos populistas que les ofrecen, mientras no tengan que asumir responsabilidades gubernamentales como Syriza en Grecia, generosas seguridades, derechos y gratuidades.
Los miserables
Ahora bien, para ilustrar más concretamente lo que el desarrollo europeo ha significado en pérdida de capacidad generadora de riqueza podemos recurrir a un célebre estudio de 2008 de Nicholas Véron, titulado La demografía de las mayores corporaciones globales. El él, Véron muestra la aguda decadencia de la creatividad empresarial europea, especialmente a partir de 1976. Así, entre las compañías creadas entre 1976 y 2000 que en 2007 estaban entre las 500 mayores del mundo (de acuerdo al FT Global 500) sólo 1 provenía de la Zona Euro y 3 en total de Europa. En ese mismo lapso se habían creado 25 de esas empresas en Estados Unidos y 26 en el resto del mundo. En este estudio sorprende sobremanera constatar que países como Alemania y Francia, que un siglo antes eran tan prominentes como creadores de grandes firmas exitosas, no tengan presencia alguna a fines del siglo XX.
Esto ha seguido siendo así después del año 2000. En un estudio de CB Insights (The Unicorn List) que se realiza en tiempo real se puede constatar que de 177 firmas emergentes de capital privado que no se transan en la bolsa (los así llamados “unicornios”) apenas se cuentan 4 firmas alemanas y 2 francesas. En total, las firmas de países de la Unión Europea suman 17 (pero 7 de ellas provienen del Reino Unido que en el futuro abandonará la Unión) , a comparar con 102 de Estados Unidos y 37 de China.
Estos resultados no son casuales, sino que condensan el efecto de estructuras y una cultura que no premian el esfuerzo ni el emprendimiento, que no aplauden el enriquecimiento legítimo y que hacen de la defensa del status quo su principal afán. Al respecto quisiera recomendar encarecidamente la lectura del notable reportaje publicado en The Economist el 28 de julio de 2012 bajo el significativo título de “Les miserables”, que a juicio de la revista no serían otros que los nuevos emprendedores europeos. Su pregunta clave es “¿Por qué Google no fue creada en Alemania?”, tal como solía ocurrir hace un siglo con las empresas líderes a nivel mundial. La respuesta es simple: Europa lo ha impedido con su enjambre de regulaciones y sus altos impuestos así como con su cultura, que tanto contrasta con la estadounidense y en la que fácilmente se tiende a estigmatizar el éxito económico y condenar socialmente a quienes lo representan.
Palabras finales
Así, lamentablemente, están las cosas por la vieja Europa y es de esperar que otros no se embarquen en el camino que la ha llevado a sus males presentes. Las consecuencias de su estancamiento y frustración se dejan ver con claridad en un desarrollo político altamente desestabilizador y amenazante. El viejo centro político, formado por grandes partidos socialdemócratas y liberal-conservadores moderados, está siendo dinamitado por el rápido surgimiento de movimientos populistas de izquierda, con un fuerte matiz proteccionista y antiglobalización, y de derecha, que se distinguen por su nacionalismo agresivo y xenófobo. De esta manera, el fracaso del Estado de bienestar está dando paso a un “estado del malestar” y la “sociedad de los derechos” está degenerando en una lucha cada vez más destructiva por defender lo indefendible y cerrar sociedades anquilosadas, que han perdido gran parte de su capacidad de transformar su talento y diversidad en creatividad y progreso. De seguir así las cosas, Europa occidental será un día, con suerte, un museo de un pasado esplendor. Con menos fortuna, será de nuevo el escenario de conflictos que ya creíamos sepultados para siempre.
Ojalá sepamos aprender de esta triste lección y no nos dejemos embaucar por quienes frívolamente reparten seguridades, derechos y gratuidades como si sólo dependiesen de la varita mágica de quienes gobiernan.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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