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.Hablar de populistas está de moda. La gama de ejemplos actuales para referir al populismo es variopinta, desde Donald Trump, pasando por Marine Le Pen o Nicolás Maduro, hasta Pablo Iglesias de Podemos en España. Pero, ¿cómo podemos entender este asunto que se manifiesta en diversas partes del mundo?
El populismo es como una gelatina difícil de moldear, conceptualizar y categorizar. No es una ideología o posición política específica. Es algo mucho más complejo que, con variada intensidad, engloba factores económicos, identitarios y étnicos, geopolíticos y culturales. Sin embargo, esta multiplicidad del fenómeno no siempre es considerada del todo en el debate público, por lo que la apelación peyorativa al populismo se reduce, muchas veces, a una simple herramienta retórica entre adversarios políticos, sin que se comprendan los elementos que conforman el síndrome populista y las serias implicancias que esto tiene para el sistema democrático.
En ese sentido, al analizar lo que se considera como populismo, el foco se centra frecuentemente en los líderes, en sus acciones y discursos, sin considerar aquello que sustenta las dinámicas populistas en medio de un sistema democrático. Se presume que el problema esencial es el líder populista y su eventual acceso al poder pero, ¿qué pasa con las sociedades donde afloran propensiones populistas? ¿Cuáles son los factores políticos, económicos, sociales y culturales que propician el auge de liderazgos claramente populistas?
A modo de tesis, podríamos decir que el populismo es un síndrome esencialmente democrático. No es posible el desarrollo del fenómeno populista en regímenes autoritarios o dictatoriales pero sí es probable que el líder populista pueda terminar constituyendo una dictadura bajo su alero una vez que alcanza el poder político. Esta imposibilidad del fenómeno populista bajo una dictadura se explica, en parte, porque en un régimen dictatorial la noción de pueblo como fuente de la soberanía ha sido del todo clausurada, puesto que el dictador concentra la mayor parte de las decisiones, convirtiéndose en el soberano absoluto sin mediar deliberación alguna. El dictador no requiere de una retórica que apele a un pueblo sino que se sirve de los instrumentos factuales de dominación, la fuerza, para imponer su voluntad. En cambio, en una democracia, la idea de pueblo como soberano está presente y quienes lo representan pueden ser muchos. El detalle es que el populista intenta monopolizar esa representación y reemplazar la voluntad popular por su propia voluntad. Por eso, el síndrome populista es una especie de achaque de la democracia misma. No es una forma más de democracia ni una especie de cultura democrática distinta sino que implica la perversión de la cultura democrática en su base constitutiva. ¿Por qué? Porque es en medio de una creciente desconfianza o incertidumbre frente a las instituciones políticas y democráticas, que los populistas ―siempre apetitosos de poder y hábiles en el uso engañoso de las palabras― toman fuerza creando un culpable o varios culpables y un discurso redentor mediante el cual promete restituir una soberanía perdida. En ese sentido, los populistas se sirven del arte de la demagogia ―entendida como la capacidad de persuadir para guiar― siempre latente en la democracia, para encumbrarse como aduladores del pueblo, tal como Aristóteles definía a los demagogos, que serían guías sin escrúpulos. Entonces, aflora el populista que se alza contra los inmigrantes, los yanquis, los ricos, los pobres, el capital financiero o lo que sea, prometiendo restablecer un orden perdido o el instaurar un nuevo orden. Ello explica que en general, el populismo se exprese esencialmente mediante un discurso radical e intolerante basado en la exacerbación de una pureza moral, encarnada en un caudillo que conecta con un cuerpo o conciencia colectiva. Por ello, el discurso populista es claramente anti pluralista y anti liberal.
el populista intenta reemplazar la voluntad popular por su propia voluntad.
En relación a lo anterior, el populismo surge en sociedades cuyos cimientos democráticos, su cultura democrática, están mermados no solo por la acción de élites y oligarquías irresponsables, sino por la apatía política creciente de los ciudadanos. Es en ese terreno donde los populistas comienzan a pervertir las lógicas democráticas pluralistas, bajo un discurso que personaliza y exacerba las disputas políticas bajo la tensión entre buenos y malos. Ello explica su carácter de síndrome democrático, pues va acribillando los fundamentos discursivos desde los cuales se constituye la democracia representativa moderna, como por ejemplo, la idea de representación y debate público pluralista. Entonces, la sociedad termina por aceptar el desprecio hacia otros como forma de acción e identificación política. El menoscabo de los otros era la base del fascismo según Albert Camus. No es raro entonces que una vez en el poder, el populista ejerza su vilipendio de manera brutal y deshumanizante, en contra de quienes discrepan de sus designios y su retórica rimbombante.
Todo este fenómeno populista conlleva un desafío enorme para quienes aún creen en los principios fundantes de la democracia liberal representativa y sus instituciones. Esto, porque el populismo se asienta socialmente cuando la crisis de liderazgos, no solo políticos sino empresariales y sociales, no es abordada de manera adecuada por las propias élites ni por los ciudadanos en general. El anquilosamiento en el poder y las derivas oligárquicas siembran el camino fértil para que en medio de la desconfianza y la desazón frente a las instituciones, afloren aquellos que se elevan como santos patronos del pueblo. Ahí donde las identidades políticas, de las cuales depende el pluralismo democrático y la representación, se ven agotadas, se produce el vacío que el populista logra llenar con un contenido altamente demagógico que se alimenta de la pasividad política de los ciudadanos. Ahí radica la enorme responsabilidad ciudadana, de cada uno de nosotros, frente al auge del síndrome populista.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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