No pain, no gain
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Link en publicación original: Law & Liberty, 07.10.2020.
por F.H. Buckley
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Estados Unidos es un país violento si se le compara con países similares. Nación fruto de una revolución violenta, Estados Unidos es diferente también de Canadá, Australia y Nueva Zelanda en su tolerancia a la violencia revolucionaria como método legítimo de cambios políticos.
El principal teórico de la violencia revolucionaria fue Georges Sorel (1847-1922) y quienes buscan entender la política estadounidense deberían quizás leer Reflexiones sobre la violencia.[1] Ahí Sorel describe cómo los sindicatos franceses amenazaron con violencia para generar los cambios que querían. Y así, los saqueos y disturbios que vemos hoy en Estados Unidos se pueden leer de cómo la expresión política de una revolución contra lo que es visto como un Estado ilegítimo.
Creo que existen cuatro condiciones para que la violencia revolucionaria logre sus objetivos. Primero, la violencia debe convertirse en rutina, tal como todo el caos y los destrozos que los habitantes de San Francisco deben aceptar ahora como un hecho más de sus vidas. Segundo, la violencia debe ser vista como al servicio del objetivo revolucionario de resistir a un Estado ilegítimo. Tercero, un Estado pusilánime debe mostrarse a sí mismo como falto de voluntad para suprimir esa violencia. Finalmente, un supuesto Partido revolucionario y aliado a los violentistas debe tener la suficiente credibilidad para prometer que, una vez enrielado en su objetivo, podrá aplacar la violencia y evitar que todo termine en una anarquía.
Las tasas de asesinatos en ciudades como Chicago y la incapacidad de las autoridades locales de lidiar con los crímenes allá serían totalmente inaceptables, e inmediatamente eliminadas, en las democracias similares a la nuestra. Acá, sin embargo, nos exigen tolerar e incluso perdonar esos crímenes como consecuencias de «origen» de las cuales el Estado, y no el asesino, es responsable. Esto no tiene ningún sentido empíricamente y es delirante moralmente, pero describe cuántos estadounidenses —y quizás la mitad de nosotros—, piensa. Si es la sociedad a la que hay que culpar, los «asesinatos insensatos» (senseless murders) —como los llaman algunos— en Chicago son actos políticos.
La violencia se convierte en revolucionaria cuando el Estado es visto como ilegítimo y por eso Gordon Wood y Arthur Schlesinger Jr. nos recuerdan por qué el pueblo jugó un rol importante en la Revolución Americana. En esta línea está la idea de que el actual gobierno estadounidense sería menos que legítimo si toda la historia estadounidense es vista desde el prisma de la esclavitud y Jim Crow, como sostiene que habría que hacer el «Proyecto 1619». Además, muchos piensan que Trump no fue elegido de manera legítima debido a que su oponente obtuvo más votos. Muy diferente a lo ocurrido en Canadá, donde los Liberales de Justin Trudeau obtuvieron muchos menos votos que los Conservadores en la elección canadiense de 2015 pero nadie ha fundado un movimiento de «resistencia».
La experiencia canadiense muestra cómo la violencia no logra nada en un Estado que utiliza los medios necesarios para oponérsele en defensa propia. Consideremos la «Crisis de octubre de 1970» que se generó cuando el Frente de Liberación de Quebec (Front de libération du Québec [FLQ]) secuestró a dos rehenes pidiendo que el gobierno provincial de Quebec fuese el que negociase. Cuando la provincia empezó a desmoronarse, el primer ministro Pierre Trudeau [padre de Justin] invocó las Leyes de Guerra (War Measures Act) y envió tanques a patrullar las calles de Montreal. Al otro día, Trudeau fue acosado por Tim Ralfe, un periodista de la CBC, apenas se bajó de su auto presidencial en Parliament Hill. La conversación merece ser citada detalladamente:
Sé que esta conversación causará espasmos a muchos, quizás a la mayoría de los estadounidenses, y muy probablemente a muchos libertarios, pero Trudeau mostró cómo un Estado democrático liberal debe defenderse cuando radicales cuestionan su legitimidad y amenazan su soberanía con violencia revolucionaria. ¿Y qué ocurre cuando el Estado se abstiene de hacerlo? Georges Sorel diría: «El factor más decisivo en política es la cobardía del gobierno». Ahí es cuando los revolucionarios allanan su camino.
No hemos llegado a este nivel en Estados Unidos, pero cuando las policías en Portland permiten que gente destruya y ocupe una oficina de inmigración, cuando permiten que el edificio de la Corte Federal sea atacado, cuando la violencia fortuita ya es tolerada, es tiempo de preguntarse qué más debe pasar antes de que Trump arremeta y declare Estado de Insurrección. Hemos aprendido que el Partido Demócrata está dispuesto a llevar todo esto a otro nivel si Trump sale reelegido en noviembre y cómo incluso los Demócratas han especulado respecto a una secesión y un golpe de Estado. ¿Y después qué? Más allá de sus bravatas, ¿es Trump tan firme y claro como Pierre Trudeau?
Esto me lleva al cuarto punto. La violencia revolucionaria es parasitaria de los partidos simpatizantes, compañeros de viaje, pertenecientes a la izquierda y que prometen que pueden gobernar en anarquía. Es el mismo rol que jugaron Jean Jaurès en Francia y Charles Stewart Parnell en Irlanda. «En los dos casos», dice Sorel, «un grupo parlamentario vende la paz mental a los conservadores, quienes no se atreven a utilizar la fuerza con la que están mandatados». Y esto es a lo que los Demócratas están jugando. Elijan a Trump y el infierno llegará, dicen. Elíjannos, y se irá. «Por esta razón», dice The Atlantic, «los Republicanos amantes de la ley y el orden que se han desmoralizado frente a las escenas de violencia y saqueos tienen un fuerte interés en que gane Biden». Parece extorsión, pero quizás funcione. Nunca nadie vota por la anarquía y todas las revoluciones esperan a su Napoleón.
Esos son los cuatro emblemas distintivos de la violencia revolucionaria. Quizás exista un quinto. En Quebec, el FLQ desapareció por dos razones. La primera es Pierre Trudeau. La segunda es René Lévesque, un separatista a quienes los quebecers eligieron como su gobernador en 1976. Lo que les mostró Lévesque a los separatistas es que Quebec podía llegar a ser independiente sin la violencia y a través de un proceso democrático. Lo que siguió a eso fueron dos plebiscitos en los cuales perdieron los separatistas así como también el resto de Canadá se dio cuenta de que una solución política al separatismo era posible si de hecho Quebec la quería. Desde ese momento han existido tensiones y debates alrededor del separatismo, pero no violencia.
Hay muchas razones por la que radicales estadounidenses se ven atraídos por la violencia: una sensación de que el país ha fallado en reconciliar su compleja historia racial, un sistema de créditos estudiantiles quebrado que ha hecho esclavos de las deudas a muchas personas y un Congreso que ha fallado en otorgar el sistema de salud que los estadounidenses quieren. Y quizás las debilidades de la Constitución, tan inadecuada para un país dividido donde las necesidades chocan con la imposibilidad y las reformas no pueden llevarse a cabo.
Al final, la violencia revolucionaria es siempre una acusación contra la legitimidad de un sistema político.
[1] Sorel, G. (1935) [1908]. Reflexiones sobre la violencia. Ercilla, Santiago de Chile.
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